jueves, 1 de noviembre de 2018

Amor con amor se paga

De niño, nunca celebré la fiesta de Halloween, así que no me dice nada. No pierdo el tiempo en ensalzarla o criticarla. Las modas van y vienen. Parece que a muchos niños les gusta. Con toda la Iglesia, hoy celebro la Solemnidad de Todos los Santos. A los lectores que tengáis tiempo, os recomiendo leer los comentarios que Fernando Armellini hace a las lecturas de este día. Los encontráis pinchando en el enlace anterior. Son demasiado largos para lo que hoy se estila, pero me parecen muy enjundiosos. Ayudan a disipar equívocos y aclarar dudas sobre el verdadero significado de la santidad y, de manera especial, de esa forma de santidad que Jesús presenta en las Bienaventuranzas. No estamos acostumbrados a tanta novedad. Corremos el riesgo de meter el vino nuevo de Jesús en los odres viejos de nuestros conceptos obsoletos. Si no hemos podido hacerlo todavía, hoy es también una buena oportunidad para leer la exhortación apostólica del papa Francisco titulada “Gaudete et Exultate” sobre la llamada a la santidad en el mundo actual. Me referí a ella en una entrada del pasado mes de abril que llevaba por título No tengas miedo a la santidad. ¿Quién sueña hoy con ser santo cuando estamos rodeados por miserias y hemos perdido la confianza en el ser humano?

Sé que hoy muchas personas visitan los cementerios, aunque el día de los difuntos es mañana. Yo mismo me acercaré dentro de unas horas al cementerio Campo Verano de Roma para celebrar la Eucaristía en el panteón donde yace un buen número de misioneros claretianos. Sin embargo, la fiesta de hoy no pone el acento en los que ya han muerto sino en todos los cristianos. Hoy solemos entender por “santo” la persona canonizada oficialmente por la Iglesia, pero en el Nuevo Testamento “santo” es uno de los nombres que se dan a los discípulos de Jesús. Mientras que los que no formaban parte de la comunidad los denominaban “galileos” (que casi era lo mismo que decir “insurgentes”), “nazarenos” (en relación a la aldea de la que procedía Jesús) o “cristianos” (por referencia a Cristo), ellos se llamaban a sí mismos “hermanos”, “creyentes”, “discípulos”… y “santos”. Esto nos da una primera idea de lo que, en realidad, significa ser santo. No se trata tanto de un concepto moral (ser una persona intachable), cuanto de una vocación: ser discípulos de Jesús intentando vivir como él movidos por la fuerza de su Espíritu.

Cuando Jesús, dejando la “llanura” (símbolo de una vida guiada por criterios humanos), sube al “monte” (símbolo del lugar de Dios) para proclamar sus bienaventuranzas, no dice que las personas felices son las personas intachables, sino aquellas que, en las diversas situaciones de la vida (algunas muy deplorables), se dejan querer por Dios. ¡Esta es la gran novedad que va más allá de cualquier ética! Un santo es una persona que se deja querer por Dios, que tiene la humildad de reconocerse imperfecta y no se siente humillada ante la gracia de Dios, sino que la acoge con gratitud. Hoy nos hemos vuelto muy moralistas. Con los criterios rígidos que aplicamos a algunas (no a todas) dimensiones de la vida humana, no hay ser humano que puede ser considerado “santo”. Nadie, ni siquiera los nuevos fariseos, puede presentar un curriculum impecable. Cuando no cojeamos de un lado, cojeamos del otro. Pero no es esta la perspectiva de Jesús. De hecho, sus amigos no eran gente 10. Se dejó rodear por personas indeseables, que no superarían el menor “control de calidad” según nuestros estándares actuales. Pero él las quiso como eran. Amándolas, las ayudó a remontar el vuelo, a soñar con una vida diferente, más humana y feliz.  En esto consiste ser un santo como Jesús quiere. Nuestros conceptos pasan. Su Evangelio permanece.



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