Faltan dos horas
para mi vuelo Roma-Adís Abeba. Hay gente en el aeropuerto de Fiumicino, pero no
se ven aglomeraciones. No son muchos los que vuelan a estas horas nocturnas. Regreso a África
después del viaje a Kenia del pasado mes de noviembre; pero esta vez a la región occidental. Mientras compruebo la temperatura en Malabo (29 grados a esta hora de la noche),
veo en Internet que buena parte de España está cubierta de nieve. Son los
contrastes de la vida. Yo llevo mucho mejor el frío que el calor, pero no está
en mi mano elegir el tiempo que hace. Mientras espero con paciencia el embarque,
me viene el recuerdo del P. Joan
Sidera, que murió ayer en Barcelona con 99 años y que ha sido enterrado
hoy. Le faltaba poco más de un mes para cumplir un siglo. Era el más anciano de
los claretianos. Fue compañero de muchos de los mártires que fueron beatificados
el pasado mes de octubre. Con él se cierra una etapa de nuestra historia. Tuve
oportunidad de acompañarlo el año pasado cuando celebró los 75 años de
ordenación sacerdotal. Pocos presbíteros llegan a ese aniversario. Desde que se
jubiló como profesor de química, dedicó más de 30 años a la investigación sobre
san Antonio María Claret. Se puede decir que nunca dejó de trabajar. Murió con
las botas puestas.
El P. Joan Sidera
era un hombre física y mentalmente fuerte. Pero no es suficiente esta fortaleza
para explicar su longevidad y su enorme capacidad de trabajo. Alguien que llega
a ese nivel necesita bastante más que una buena salud. Era un hombre de recia
espiritualidad, forjado en tiempos duros. Le resultaba difícil comprender la
blandura con la que a veces vivimos hoy la fe. Pero su capacidad crítica fue
cediendo paso a una gran ternura, escondida en los pliegues de su personalidad
austera. Una vez le oí decir a un gerontólogo que los mayores se dividen en dos
grandes categorías: los viejos cascarrabias (en realidad, utilizó una palabra
malsonante) y los ancianos venerables. El P. Sidera tal vez tuvo algo de la
primera categoría en algunas fases de su vida, pero la segunda acabó
imponiéndose. Fue un anciano venerable y sabio. Contemplando su trayectoria,
comprendo mejor que sicut vita finis ita;
es decir, que morimos como vivimos. Alguien que fue capaz de mantenerse
fiel a su vocación en tiempos de persecuciones no puede morir mal. Su muerte no
ha sido un accidente inesperado, sino la culminación de una vida entregada, una
verdadera eucaristía.
Necesitamos
personas así para seguir creyendo que la fe no es algo absurdo, que es posible
llegar hasta el final de la existencia sin perder la confianza en Dios, que uno puede ser científico (él era químico) y profundamete creyente. Creer
con cien años, después de haber vivido tanto, nos cura de las insolencias
juveniles, de la autosuficiencia adulta, nos devuelve la seriedad de la vida. Confieso que mis grandes maestros son los
niños y los ancianos. Lo repito con frecuencia. Algunos no me creen. Les parece una boutade, pero es la pura verdad. La razón es sencilla: son los
más sensibles al misterio de la vida, o sea, a Dios. Los adultos nos creemos más
racionales, más críticos, más entendidos, pero casi siempre dejamos escapar lo
esencial, se nos escurre entre las manos. Estoy seguro de que el buen P. Joan
debe de estar sonriendo al leer estas notas escritas como a hurtadillas, con
nocturnidad, en el anonimato de un aeropuerto. A él le pido que me acompañe en
esta nueva aventura que hoy emprendo. A Dios le doy gracias a Dios por el testimonio de fe y de entrega del P. Joan hasta el final.
Gonzalo, gracias por compartir la vida del P. Joan Sidera y me uno a tu acción de gracias.
ResponderEliminarGracias Gonzalo por recordarnos el don de la vida y de la fe en el misterio de una persona. Un abrazo
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