No voy a hablar de la famosa película norteamericana
del mismo nombre estrenada en 1999. Y mucho menos de una vieja
película española de cine experimental que también se llamaba así y se estrenó 70 años antes. Hoy
quiero hablar de algunos frutos de la oración cristiana. Me gusta leer y
escuchar todo cuanto me parece interesante o útil. Me da igual que provenga de
un científico de renombre, de un artista o de una persona de la calle. A veces
he encontrado más sustancia en una buena novela que en un ensayo filosófico. Una
película puede ser más inspiradora que un libro de espiritualidad. Personas que
se declaran no creyentes pueden tener intuiciones de humanidad que nos dejan
boquiabiertos. La inteligencia, la bondad y la belleza están desparramadas por
todo el mundo. No se asocian a una etnia, cultura o religión. Y, sin embargo, a
medida que pasa el tiempo, las palabras que más me iluminan no son las que provienen
de personajes brillantes sino las susurradas por hombres y mujeres curtidos en la paciente escuela
de la oración. A veces no son personas muy instruidas ni tienen un gran bagaje teológico. Casi nunca son brillantes
en el sentido que solemos dar a esta palabra en el lenguaje coloquial. No nos
deslumbran con descubrimientos inesperados o con propuestas imaginativas. Y,
sin embargo, encienden nuestro corazón porque están tocadas por el fuego de
Dios.
Las personas orantes
tienen un sexto sentido para percibir
si una realidad (persona o acontecimiento) huele
a Dios o es solo un destello efímero. Alguna vez he escrito que leo casi todos
los días la sección La Contra del
periódico catalán La Vanguardia. Por
ella desfilan personajes muy curiosos. Abundan los hombres y mujeres de
ciencia, pero también hay artistas, filósofos, empresarios, arquitectos,
deportistas, médicos, filántropos, trabajadores sociales… A casi todos se les pide que se pronuncien sobre su
postura ante Dios y la religión. Las respuestas son tan variadas como las señas
de identidad de cada persona. Hay cristianos practicantes, musulmanes, judíos,
budistas, admiradores de Jesucristo, agnósticos, escépticos y declaradamente
ateos. Siempre aportan algún punto novedoso sobre cuestiones esenciales de la
vida. Algunos parecen genios. Y, sin embargo, aunque susciten mi admiración, no
me conmueven. El arte de tocar el corazón está reservado para aquellos que han
estudiado la “ciencia del corazón”. Esta solo se aprende en la escuela de la oración.
El gran pedagogo no es un profesor universitario de prestigio, ni siquiera un
maestro zen o un abba cristiano. El
gran pedagogo es el Espíritu Santo. San Pablo lo explica así en su carta a los
cristianos de Roma: “De ese modo el
Espíritu socorre nuestra debilidad. Aunque no sabemos pedir como es debido, el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inarticulados. Y el que
sondea los corazones sabe lo que pretende el Espíritu cuando suplica por los
consagrados de acuerdo con Dios. Sabemos que todo concurre al bien de los que
aman a Dios, de los llamados según su designio” (Rm 8,26-28).
Vivimos tiempos muy
complejos. A menudo no sabemos qué carta jugar en esta gran partida que es la
vida humana. Estamos desconcertados en asuntos de religión, moral, política o
economía. Unos dicen blanco y otros negro. En la gama de los grises se
multiplican los matices. Los hay proclives al capitalismo liberal y al comunismo.
A unos les gusta mucho el papa Francisco y otros añoran a Juan Pablo II o a Benedicto
XVI. Muchos defienden la familia tradicional a capa y espada y otros abogan por
abrirnos a los nuevos modelos familiares que se están difundiendo. No siempre
es fácil encontrar la respuesta adecuada para situaciones complejas. El
evangelio no es un recetario que nos indique con claridad qué remedio debemos
aplicar en cada caso. El riesgo de perdernos es alto. Hay muchos cristianos
desorientados, perplejos. Desearían un imposible
magisterio papal o episcopal que les dijera en cada caso qué tienen que hacer, qué está permitido
o prohibido, hasta dónde se puede llegar. No soportan el esfuerzo del
discernimiento personal. Y, sin embargo, se nos ha regalado el don del Espíritu
para ir caminando por las sendas complejas de la vida. Jesús mismo nos lo
prometió: “Cuando venga él, el Espíritu
de la verdad, os guiará hasta la verdad plena; pues no hablará por su cuenta,
sino que dirá lo que oye y os anunciará el futuro. Él me dará gloria porque
recibirá de lo mío y os lo explicará” (Jn 16,13-14). El Espíritu de Jesús
nos proporciona, a través de la oración, ese sexto sentido que actúa como brújula en el mar proceloso de la
existencia. De las personas que no oran puedo admirar y aprender muchas cosas (sobre todo, en el campo técnico y artístico),
pero solo quienes están conectados al Espíritu de Jesús a través de una oración humilde y sostenida me merecen confianza y
credibilidad en la ciencia del alma. Hay mucho charlatán suelto en el supermercado de la vida. Necesitamos menos cartógrafos y más exploradores.
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