Otra vez me toca
escribir una entrada en el aeropuerto. Voy a acabar fijando aquí mi segunda vivienda.
Como es costumbre a estas alturas de diciembre, todas las tiendas están
decoradas con motivos navideños. Este año noto más creatividad que en años
anteriores. Parece que corre un poco más el dinero. Hay personas a las que les
encanta este ambiente un poco postizo creado a base de bolas de colores, árboles
falsos y luces intermitentes. Y hay personas que odian todo este montaje. Yo me
sitúo en un punto medio. Ni me entusiasmo ni lo odio, pero reconozco que, a
base de tanto cartón piedra, se ha esfumado el verdadero motivo por el que
celebramos la Navidad. Y, con él, la verdadera alegría. No me extraña que un porcentaje
alto de personas sienta ansiedad ante los días que se avecinan. En vez de ser días portadores
de alegría y paz, que son los valores que se proclaman a diestro y siniestro,
parecen sumirnos en la tristeza. Algunas personas viven experiencias de tensión y conflicto,
aun en el seno de las propias familias, precisamente cuando se supone que están celebrando el deseado/temido encuentro anual. Ya es un tópico referirse a las
discusiones con el cuñado o la suegra a propósito de herencias, ideas políticas
o rencillas del pasado. Es como si al descorchar el cava o la sidra saltasen
también todos los rencores acumulados durante el año.
¿Por qué suceden
estas cosas? No quiero jugar a psicólogo de familia, pero, más allá de las
razones individuales, hay algo que nos afecta a todos: desde hace mucho tiempo
estamos celebrando la Navidad sin vivir el Adviento. Cuando se elimina de un plumazo
la espera, cuando no experimentamos en carne propia la necesidad de “redención”
(utilizo deliberadamente esta vieja palabra de la dogmática cristiana), no tenemos nada que celebrar. Experimentamos
entonces un vacío mortal que el comercio se encarga de rellenar con la lista de
productos navideños que cada año se incrementa un poco y que parecen conectar con nuestros deseos superficiales de felicidad, amistad, fiesta, etc. Pero el resultado es
engañoso. A mayor consumo, mayor vacío. Y a mayor vacío, más tristeza y
soledad. Son los “efectos colaterales” de una Navidad que no responde a una búsqueda
personal de sentido, que no tiene nada profundo que ofrecer, sino que ha degenerado
en una fiesta de invierno envuelta en papel celofán. El Misterio se ha quedado reducido a pasatiempo.
Y, sin embargo,
la liturgia cristiana nos ofrece un hermoso camino de preparación a lo largo de las
cuatro semanas de Adviento. Conecta nuestra búsqueda personal con la multisecular
espera del pueblo judío, alimenta la utopía de un mundo distinto según el plan
de Dios, nos invita a recorrer la “vía del desierto” y a acompañar a María y a
José en su viaje a Belén para, en la sencillez de una posada popular, acoger el
Misterio del Dios hecho ser humano. Cuando uno se toma en serio las etapas previas,
cuando procura unir el ritmo personal y la liturgia, llega a la Navidad con un
secreto deseo de contemplar el Misterio, con una alegría profunda y discreta
que no necesita de muchas alharacas para expresarse. ¡Qué pena que
desperdiciemos este tesoro que la Iglesia nos ofrece y quedemos subyugados por
la publicidad de un gordinflón coca-colero (léase Papá Noel, a quien no le
tengo la menor simpatía) que acaba ocupando casi todo el espacio! Soy testigo
de que algunas personas que se toman el Adviento en serio, que van encendiendo
cada semana la vela que marca el comienzo de una nueva etapa, llegan a la
Navidad con otro espíritu. Quien espera, encuentra; quien busca, halla. Ne sono assolutamente convinto, que
dirían mis amigos italianos.
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