Como preparación para
este Segundo Domingo de Adviento, ayer me di una vuelta vespertina a pie por el centro de Roma, atestado de turistas. Las fotos de la entrada de hoy dan testimonio de este paseo. Cuando enfilé la rectilínea Via
del Corso sentí que se estaba cumpliendo la profecía de Isaías que leemos
en la primera lectura de hoy: «En el
desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para
nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que
lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del
Señor, y la verán todos los hombres juntos –ha hablado la boca del Señor–.»
(Is 40,3). Imaginaba que Babilonia era la Piazza
Venezia y Jerusalén la Piazza del
Popolo, separadas ambas por un kilómetro y medio de gente variopinta. En
ese tramo, todo es llano y recto. No hay ni colinas ni curvas ni terreno escabroso.
¡Profecía cumplida! Pronto me di cuenta de que todo era un espejismo. La gente
no volvía gozosa de Babilonia a Jerusalén, sino que unos iban en una dirección y
otros en la contraria. Nadie parecía tener claro el destino. La mayoría se
entretenía mirando los escaparates, comprando algún regalo navideño, haciendo
fotos con sus móviles, o simplemente dejándose llevar. ¿Quién sabe hoy adónde
quiere ir? La cultura posmoderna nos ha dicho que hay que disfrutar del camino
porque no sabemos de dónde venimos ni adónde vamos. El camino es el destino. Ya
no se trata de la “vía del desierto” que conduce a la ciudad santa, sino de la “vía
del entretenimiento” para hacer más llevadero el tiempo presente.
Es comprensible que
muchos piensen así. Llevamos veinte siglos preparándonos para la “venida del
Señor”. El mundo parece seguir su rumbo, con o sin él. Muchos contemporáneos,
creyentes o no, podrían hacer suyas las palabras del autor de la segunda carta
de Pedro: “¿Qué ha sido de su regreso
prometido? Desde que murieron nuestros padres todo sigue igual que desde el
principio del mundo” (2 Pe 3,4). Da la impresión de que el tiempo de Dios y
el nuestro no están sincronizados. La misma carta de Pedro adelanta una
respuesta: “No perdáis de vista una cosa:
para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no
tarda en cumplir su promesa, como creen algunos. Lo que ocurre es que tiene
mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que
todos se conviertan” (2 Pe 3,8). A primera
vista parece una tomadura de pelo, un juego de palabras para no afrontar el
problema en su raíz. Pero, en el fondo, lanza un mensaje claro: cada uno
tenemos nuestro “tiempo oportuno”. Dios llega a nosotros cuando hemos preparado
una mínima “vía” de acceso, cuando renunciamos a nuestra autosuficiencia y nos
abrimos al misterio de la gracia. No importa el tiempo que se tarde. El
encuentro con Dios da sentido a todo el tiempo del mundo: al pasado, al presente y al futuro.
Este es precisamente el
contenido central del “evangelio” (hermosa palabra) que, en los años 60 del
siglo primero, cuando todavía vivían muchos testigos oculares, se comienza a escribir
en Roma para presentar la “buena noticia” de Jesús. Según la tradición, el
autor de este escrito es Marcos, el “hijo de María”, la dueña de la casa donde
solía reunirse la primera comunidad cristiana de Jerusalén (cf. Hch 12,12-17). Quizás
se trata también del joven que, en el momento del prendimiento de Jesús, se
encontraba en el huerto Getsemaní y huyó desnudo cuando los guardias
agarraron la sábana con la que estaba envuelto (cf. Mc 14,51). La “buena
noticia” que él nos quiere transmitir no comienza con el nacimiento de Jesús
sino con la “preparación” realizada por Juan el Bautista. Él sí es un verdadero
hombre del desierto. Frente a los israelitas que, seducidos por el estilo de
vida de Babilonia, no quisieron regresar a Jerusalén por la vía corta y dura del
desierto, Marcos presenta a Juan como el que prepara el camino del Mesías que viene:
«Detrás de mí viene el que puede más que
yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado
con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.» (Mc 1,8).
Estamos tan entretenidos
en nuestras cosas, tan atrapados por otros intereses, que también nosotros necesitamos
un Juan que nos despierte, nos anuncie que el Señor puede llegar a nuestra vida
de un momento a otro, y nos invite a preparar el camino. Cada año, cuando llega
el tiempo de Adviento, sentimos que nunca es demasiado tarde para orientar
nuestra vida de un modo nuevo. No se trata de sucumbir al mensaje repetitivo y,
a veces, un poco chantajista de quienes nos piden cambiar (deja el tabaco, no
bebas, atiende más a tu familia, sé honrado, supera la adicción a la pornografía,
vuelve a rezar). Se trata de abrirnos a la “buena noticia” (evangelio) de un
Jesús que viene a consolarnos en medio de nuestras tribulaciones y que nos pide
que seamos embajadores de consuelo para las personas de nuestro entorno que lo
están pasando mal: «Consolad, consolad a
mi pueblo, –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que
se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor
ha recibido doble paga por sus pecados.» (Is 40,1). Quizás solo
experimentamos a fondo la consolación de Dios cuando nosotros mismos nos
decidimos a ser “buena noticia” para los demás.
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