Este año no tengo
humor para autodestinarme
a las islas Fiyi en un día como hoy. Se ve que el
temporal Bruno me ha dejado el ánimo un poco tocado, sin ganas para muchas bromas. Aquí en Fátima se
ha hecho notar. La lluvia y el viento nos han acompañado en las últimas horas.
Anoche regresé a casa empapado después del rosario nocturno en la capelinha. ¡Y eso que iba provisto de
paraguas! El mal tiempo atmosférico, por otra parte tan deseado, me hace todavía
más sensible al mal tiempo social. Hoy, en la fiesta
de los Santos Inocentes, pienso en los millones de niños maltratados,
abusados e ignorados. Gracias a Dios, ha ido creciendo la sensibilidad hacia
la infancia. En algunas culturas antiguas, los niños (y todavía menos las niñas)
no tenían ningún derecho. Eran propiedad de las familias. Hoy hemos elaborado los derechos del niño,
aunque la realidad dista mucho de las normas. En mis
correrías misioneras me conmueve ver cómo, en algunos lugares del mundo, los niños viven
en la calle y tienen que ganarse la vida con trabajillos ocasionales o robando.
Pero si algo me
resulta indignante es el abuso sexual de
los menores, una lacra de la que se ha empezado a hablar hace unos cuantos
años, pero que, por desgracia, siempre ha existido. Que algunos de los
criminales sean clérigos o religiosos me resulta incomprensible y repugnante. La Iglesia está
reaccionando con energía, pero hay que trabajar mucho más en el campo
de la prevención y, sobre todo, de la ayuda a las víctimas. Ha habido ocultamientos
y retrasos inhumanos. Ha faltado información, sensibilidad y valentía. Por desgracia, el “síndrome de Herodes” tiene muchas
manifestaciones. No soy ningún experto en el tema, pero me pregunto qué es lo
que mueve a un adulto a hacer daño a un niño, qué frustraciones o represiones
provocan los abusos de todo tipo infligidos a los pequeños, comenzando por la promoción del aborto y siguiendo por todas las amenazas afectivas, sexuales, laborales y educativas
que se ejercen sobre ellos. Aunque ninguna es excusable, las producidas en el
seno de las familias son quizás las más execrables, porque la familia tendría
que ser para cualquier niño el santuario en el que se sintiera aceptado,
protegido, querido, alimentado y promovido. Un niño que, desde sus primeros
años, experimenta el rechazo en su propia familia y los abusos de todo tipo puede convertirse con facilidad en una persona malograda y en un potencial abusador.
Esta fiesta se
produce en el contexto de la Navidad. Celebramos que Dios se ha hecho visible
en un niño. En otras palabras, la omnipotencia divina se manifiesta en la
fragilidad de un ser indefenso, que necesita de todos y de todo para sobrevivir.
Si esto es así, significa que todo niño –y, de manera especial, los más vulnerables–
son como un sacramento de Dios, un
signo visible de su gracia en nuestro mundo. Acoger a un niño, cuidarlo,
quererlo, es como acoger al mismo Dios. Por eso Jesús nos invita a tener un corazón de niño. Tardamos toda una vida en llegar a ser el niño que fuimos. Siempre
me ha llamado la atención que los niños y los ancianos suelen ser, por lo
general, las personas más sensibles al misterio de Dios. Los “maestros de la sospecha”
encuentran enseguida una fácil explicación: su debilidad necesita ser
compensada con la creencia en Alguien superior que los protege. No está mal para
deshacerse del asunto en un plisplás
argumental, pero creo que la realidad es más compleja. Es cierto que los niños
y los ancianos son débiles en su condición física y a veces psíquica, pero no
es menos cierto que poseen dotes que los adultos solemos tener atrofiadas: en particular,
la capacidad de percibir y expresar ternura y de desenmascarar las mentiras
existenciales. Una de estas “mentiras” que los adultos acabamos creyéndonos
es que nos bastamos a nosotros mismos para salir adelante. Pocos se atreven a
colocarse ante el tribunal de un niño
porque, cuando menos se lo piensan, el niño los pone firmes en la
verdad/mentira de sí mismos. Por eso, los niños y los ancianos son los mejores evangelizadores sin proponérselo.
Sigue lloviendo,
sopla el viento y la niebla no acaba de levantar. Paciencia.
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