La fe cristiana no
defiende una felicidad de pacotilla, hecha de velas encendidas, bolas de
colores, brindis interminables y abrazos y besos. No defiende de ninguna manera el
obsceno exhibicionismo
de la felicidad, tan cacareado y vituperado en este tiempo navideño. El calendario litúrgico lo demuestra. Tras la celebración
gozosa del nacimiento de Jesús, hoy, día 26, coloca la fiesta del martirio de san Esteban, el primero en derramar su sangre por confesar a Jesús. A algunos
les puede parece una vecindad de mal gusto, un modo de aguar la alegría
candorosa de estos días de Navidad. A mí me parece un acierto porque la
felicidad cristiana no se identifica con la contemplación un poco bobalicona de
formas, luces y colores, sino con el triunfo de la vida sobre la muerte. El
niño de Belén es el mismo que cuelga en la cruz y que resucita la mañana de
Pascua. La fe no trocea el Misterio en cuotas estancas. Todo pertenece al mismo
designio de amor. La nuestra es una felicidad comprada a precio de sangre. No
es una gracia barata, adquirible en un supermercado. Es una gracia cara. Siempre me viene a la mente, en un día como hoy, el sermón que Thomas S. Eliot pone en labios del arzobispo de Canterbury en su famosa obra Asesinato en la catedral. En él habla de la verdadera razón por la que nos alegramos y lloramos al mismo tiempo. Su explicación es clara y luminosa.
En el Reino Unido y otras
naciones de cultura británica hoy se celebra el famoso Boxing Day.
En Cataluña tiene mucho arraigo la fiesta
de Sant Esteve, día de reunión familiar en torno a la mesa. La Iglesia católica celebra la fiesta de san Esteban,
el protomártir. Es una figura muy atractiva. Los Hechos de los Apóstoles nos
cuentan su muerte
por la lapidación. Lucas se ha empeñado en narrarla siguiendo la
falsilla de la muerte de Jesús para poner de relieve el paralelismo entre el Maestro y el discípulo. Pero donde Jesús dice: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46), Esteban
(cuyo nombre griego significa “corona”) cambia el vocativo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hch
7,59). Hay un detalle del relato que me llama la atención: “Los testigos, dejando sus capas a los pies de un joven llamado Saulo,
se pusieron también a apedrear a Esteban” (Hch 7,58). Este joven, llamado
Saulo, no es otro que el futuro Pablo de Tarso, el apóstol de Jesús. En este
momento, los separa la ideología, si
se me permite usar un término ajeno al Nuevo Testamento. Más adelante, los unirá
la experiencia de encuentro con el
mismo Jesús. Saulo colaboraba en la lapidación de Esteban y cree hacerlo “en
nombre de Dios”. Le parecía que acabar con los “blasfemos” era una forma
excelsa de darle gloria. Esteban respondió como lo hizo Jesús en la cruz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”
(Hch 7,60). No dejó espacio al odio o al resentimiento. Perdonó de corazón. La ideología separa; la fe une.
El caso de Esteban y de
Saulo me ayuda a comprender mejor lo que nos pasa hoy. En nombre de la ideología (religiosa, política, económica,
deportiva, cultural) somos capaces de cometer las más atroces calamidades. Soy consciente del carácter polisémico del término ideología. Aquí lo uso como equivalente a conjunto de ideas que tratan de imponer una determinada visión de la realidad. Para
las ideologías de cualquier tipo, los seres humanos no tienen ni rostro ni nombre
ni historia: son números, obstáculos, enemigos conquistables. Todo se justifica con
tal de lograr los objetivos. Para las ideologías, el fin sagrado (sociedad sin clases, independencia, unidad, victoria
del equipo, raza, excelencia cultural) justifica cualquier medio, incluso los
más aviesos e inhumanos. Nunca se puede combatir una ideología con otra. No
hacen sino retroalimentarse y reforzar sus extremos. Las ideologías solo se
superan -como sucedió en el caso de Esteban y Saulo- cuando se trascienden,
cuando van más allá de sí mismas y se abren a un bien superior. Esteban y Saulo
se encontraron entre ellos cuando
ambos se encontraron en Cristo. Esta
me parece la clave más profunda. Solo la experiencia de un encuentro interpersonal neutraliza el potencial diabólico de las ideologías.
El “enemigo” anónimo y sin rostro adquiere un nombre. Nos atrevemos a mirarlo
a los ojos. Descubrimos que ambos pertenecemos a la misma especie humana, que
ambos tenemos sueños y necesidades, que ambos estamos sostenidos por el mismo Amor.
¿No es esto lo que celebramos en Navidad? ¡Gracias, Esteban!
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