Si leo los
periódicos digitales o me asomo a los noticieros de la radio o la televisión,
me encuentro con un rosario de acontecimientos que requerirían mi atención y mi compromiso. En
los últimos días se ha hablado mucho del conflicto
político que se vive en Honduras –el primer país americano que visité
en el lejano 1994–, del viaje del papa Francisco a
Myanmar y Blangladesh y del problema
de los rohingyas. Me ha escandalizado la tragedia del mercado
de esclavos en Libia, sobre la que me gustaría detenerme, pero carezco
de información de primera mano. Los periódicos han hablado también de la
pérdida de un submarino argentino con más de 40 personas a bordo, de las
tensiones entre Corea del Norte y Estados Unidos, del flujo constante de
inmigrantes hacia las costas del sur de Europa, etc. Esta es la “agenda
internacional”, como suelen decir los periodistas. Pero, junto a ella, solapándose,
imponiéndose, está la “agenda personal”. Mientras uno se conmueve con las noticias
sobre los esclavos libios, tiene que prestar atención a los enfermos que hay en
la propia familia, a algunos problemas relacionales y económicos, a compromisos
inaplazables, a una cita con el dentista, a la renovación del permiso de
conducir… Es como si viviéramos a la vez en dos mundos: el mundo grande
(hecho de acontecimientos que pasarán a la historia y cuyo desarrollo se nos
escapa casi siempre de las manos) y el mundo pequeño (constituido por los sucesos de nuestra
vida personal, los que de verdad nos afectan en primer plano y sobre los que podemos intervenir oportunamente).
Los ecologistas acuñaron
hace décadas un eslógan que puede ayudarnos a combinar las dos agendas: “Piensa
globalmente, actúa localmente” (Think
Global, Act Local). Necesitamos prestar atención al marco amplio para saber
dónde estamos, qué pasa en el mundo, hacia dónde se dirige la historia. Sin
este contexto global, corremos el riesgo de encerrarnos en nuestras
preocupaciones domésticas, de convertir los pequeños problemas en grandes
dramas, de no sentirnos ciudadanos de la patria grande que es el mundo. Pero,
para no sucumbir al idealismo, para no perdernos en la retórica de los grandes
principios (“Salvemos el planeta”, “No a la guerra”, “Paremos el hambre”, “Construyamos la patria”)
tenemos que encarnarlos en las acciones que están a nuestro alcance y que, en
la mayoría de los casos, tienen que ver con la manera como tratamos a las personas
de nuestro entorno. No hay nada más contradictorio que ser un activista de las
grandes causas en la calle y ser un perfecto insolidario en casa. Por
desgracia, esta contradicción suele ser bastante común. Muchos de los
personajes famosos que han pasado a la historia por sus luchas sociales y políticas
han sido unos déspotas insufribles en el ámbito familiar.
En el evangelio
de este jueves 7 de diciembre, memoria de san Ambrosio de
Milán, Jesús habla de nuestra actitud ante la vida sirviéndose de dos metáforas:
la arena y la roca. A veces queremos construir nuestra casa personal
sobre la arena de la comodidad, el lucro y el bienestar. Es más fácil y placentero
a primera vista, pero basta que vengan las pruebas de la vida (desengaños,
enfermedades, crisis) para que comprobemos, con dolor, que nuestra casa se
hunde. La razón es sencilla: no tiene buenos cimientos. Por el contrario, quienes
construyen la casa de su vida sobre la roca (es decir, sobre fundamentos
sólidos) también están expuestos a las tormentas de la vida, pero pueden
resistirlas mejor. Con el salmista, podemos dirigirnos a Dios y decirle: “Tú eres mi roca y fortaleza, por amor de tu
nombre me conducirás y guiarás” (Sal 31,3). Apoyados en la roca fuerte que
es Dios y su Palabra, estaremos siempre atentos a la “agenda mundial” (porque
el mundo es nuestra casa, la familia de Dios) y, al mismo tiempo, concentraremos
nuestras energías en la “agenda personal” (porque es en el ámbito de nuestro
pequeño mundo donde podemos contribuir a las grandes transformaciones).
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