lunes, 6 de noviembre de 2017

Pasión por la "y"

Escribo a bordo del avión que me lleva de Roma a Lisboa. Son las 8 de la mañana. Acabamos de sobrevolar la isla de Cerdeña. Desde la ventanilla del asiento 6A se ve un interminable manto de nubes algodonosas. Por encima luce un sol radiante. Este mero hecho me hace pensar. Abajo todo se ve oscuro; arriba luminoso, aunque en este momento la asistente de vuelo nos comunica que estamos atravesando un área de ligeras turbulencias. Ayer, a primera hora de la tarde, descargó una fortísima tormenta sobre la ciudad de Roma. De repente, se hizo casi de noche. Otra vez los contrastes. Esta alternancia de calma y tormenta, de luz y oscuridad se produce también en las vidas de cada uno de nosotros. Para no dejarnos dominar por sentimientos maníacos o depresivos necesitamos ambas perspectivas. Cuando solo hay luz tendemos a olvidar que la vida tiene también una cara sombría. Cuando nos sumerge la noche, relegamos la esperanza de que somos “hijos de la luz”, como acabo de recitar en el himno de laudes con ayuda de mi móvil.

No quiero perderme en una nube poética. Pretendo escribir algo sobre la necesidad que tenemos de afrontar las cosas desde diversas perspectivas para poder acoger la verdad que se nos revela, para abrirnos humildemente a su misterio. No somos nosotros quienes poseemos la verdad y la usamos según nuestro antojo. Es, más bien, la verdad la que nos atrae y nos posee a nosotros. Quien, por temperamento o educación, tiene una mentalidad conservadora, necesita tener amigos progresistas, leer periódicos que acentúen otros valores (“Temo al hombre de un solo libro”), dejarse cuestionar en sus convicciones rígidas. Y viceversa. Los progresistas necesitan dejarse moderar por el valor de la tradición y no calificar de facha todo cuanto no se ajusta a sus convicciones. Quien se siente seducido por el independentismo necesita abrirse a la opinión de quien cree que la historia camina hacia una interdependencia cada vez mayor. Y quien aborrece los separatismos y divisiones tiene que escuchar la voz de quien valora muchos los rasgos identitarios y se siente a gusto en la belleza de lo pequeño, en el reducto seguro de la tribu. Quien considera que la religión sigue siendo un obstáculo para el verdadero desarrollo humano haría bien en visitar un monasterio y charlar con un monje o en acercarse a un misionero para saber cuáles son las motivaciones últimas que lo mueven a entregar su vida en las periferias. Quien se siente hijo fiel de la Iglesia y mira con altivez o lástima a quienes dudan o no creen, necesita dejarse cuestionar por las preguntas y críticas de los agnósticos y ateos para caer en la cuenta de que tal vez la fe de bastantes creyentes tiene mucho de costumbre, de rutina y aun de miedo. Los hombres necesitamos hacer un esfuerzo para ver las cosas como las ven las mujeres y viceversa. De lo contrario, los tópicos sexistas arruinan una enriquecedora reciprocidad. Los célibes necesitamos tener amigos casados que nos hagan ver la belleza y el combate del matrimonio. Los casados se enriquecerían mucho si descubrieran que el celibato es también una reserva de humanidad. Los europeos, demasiado seguros de nosotros mismos, veríamos el mundo de otra manera si escucháramos con respeto y atención la voz de los asiáticos, africanos y americanos. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito.

Tecleo estas notas en el momento en que mi avión acaba de sobrevolar Mallorca y se aproxima ya a la costa valenciana. Atrás queda il bel paese, mi segunda patria. En Italia, los españoles tenemos fama de ser muy extremistas: o blanco o negro; o centralistas o separatistas; o meapilas o anticlericales; o revolucionarios o inflexibles… Sentimos pasión por la disyuntiva “o” más que por la copulativa “y”: o Dios o el hombre; o tradición o modernidad; o rojos o azules; o madridistas o culés; o taurinos o antitaurinos; o velazqueños o picassianos… Tendemos a ser muy dualistas, a dividir el mundo en dos mitades irreconciliables. Esto nos hace muy críticos, luchadores, constantes y apasionados, pero, al mismo tiempo, nos dificulta saborear esa finezza italiana o ese compromise anglosajón que favorecen la convivencia. Estas actitudes conciliadoras no implican claudicar de nuestras convicciones, sino saber renunciar a aquellos aspectos que impiden una armonía pacífica en las sociedades pluralistas. Morir a uno mismo es la manera de resucitar en el todo.

El llamado “conflicto catalán” no es sino una manifestación más de esta dificultad histórica para poner el acento en lo que nos une más que en lo que nos separa, para encontrar fórmulas imaginativas que superen el dualismo y sepan aprovechar lo mejor de cada parte en unidades superiores. Nuestro pétreo catolicismo no nos ayuda mucho a caminar en esta dirección, a menos que lo oxigenemos con una espiritualidad más pneumatológica; es decir, más abierta a la acción del Espíritu Santo, que es el único que garantiza la unidad en la diversidad; que une pasado, presente y futuro; que reparte dones diversos para la construcción del único edificio o para el funcionamiento del mismo cuerpo. Estoy convencido de que se requiere una espiritualidad así para vivir los contrastes de la vida moderna no como antinomias excluyentes sino como armónicos de la realidad. Sin actitudes de apertura y flexibilidad, resulta imposible abordar los muchos conflictos que se viven en nuestras  sociedades pluralistas. Pensar en unidades homogéneas (monolingüísticas, monoculturales, etc.) va contra esa biodiversidad que el Espíritu Santo crea para que todos podamos madurar en un ecosistema complejo y enriquecedor.

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