Los atentados de
Barcelona y Cambrils forman parte de una cadena que se extiende por varios
lugares del mundo. Tienen más relieve mediático que otros, pero las víctimas
son siempre seres humanos, personas infieles
a los ojos de algunos extremistas musulmanes. Los terroristas, aunque hayan
nacido en el propio país donde producen la muerte, son vistos casi siempre como
extranjeros. En el caso de los
atentados de Barcelona y Cambrils, los medios subrayan que se trata de jóvenes
de ascendencia marroquí. Entonces se disparan los prejuicios que todos albergamos
frente al extranjero… pobre. Cuando se trata de extranjeros ricos, suelen
desaparecer las trabas. Resulta providencial que hoy, en este XX Domingo del Tiempo Ordinario, la liturgia nos proponga un mensaje que tiene que ver con la
actitud de Dios ante el extranjero. El pueblo de Israel, con intensidades
diversas, ha sido un pueblo muy nacionalista. El hecho de ser pequeño y verse
rodeado por imperios grandes y la experiencia de sentirse elegido por Dios
contribuyen a replegarse sobre sí mismo. El profeta Isaías anuncia que Dios
atraerá a los extranjeros a su monte santo. Su casa es “casa de oración y así la llamarán todos los pueblos”. El salmo 66
refuerza esta idea universalista: “Oh
Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”.
El evangelio de
Mateo presenta a Jesús saliendo de los confines de Israel. Se dirige a las ciudades
cananeas de Tiro y Sidón, en la costa mediterránea. La construcción del relato
es una pieza maestra. Jesús aparece como un judío cabal que debe dirigirse solo
a las ovejas descarriadas de Israel. Una mujer sirofenicia le insiste en que
cure a su hija endemoniada. La respuesta de Jesús no puede ser más displicente:
“No está bien echar a los perros [es decir, a los infieles] el pan de los hijos”.
Ni siquiera este refrán xenófobo intimida a la mujer, que lleva al extremo la
comparación canina: “Tienes razón, Señor,
pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
Jesús ya no resiste más. Se siente derrotado por la confianza y la insistencia
de la mujer. Yendo más allá de los límites étnicos y geográficos, prorrumpe en
una alabanza: “Mujer, ¡qué grande es tu
fe!”. El evangelista Mateo escribe, sobre todo, para creyentes provenientes
del judaísmo que, a veces, tienen problemas para aceptar en la comunidad a
hermanos de otras proveniencias. Para ayudarles a superar sus prejuicios, cuenta
con maestría la historia de Jesús. También él tuvo que hacer un camino para
comprender que la salvación de Dios está dirigida a todos, que lo que cuenta no
es la raza, la lengua, el sexo o la profesión sino la fe. Donde un hombre o una
mujer se abren a Dios, allí se produce el milagro de la fe y de la comunión con
todos los demás creyentes.
Quien nunca ha
salido de su pueblo, ciudad o país puede tener problemas para saber lo que
significa sentirse extranjero en
tierra extraña. Hay culturas que suelen ser exquisitas en el trato a los que
vienen de fuera, pero otras son muy celosas de su identidad y tienden a ver al
extranjero como enemigo. ¿Qué significa ser local o extranjero? En realidad,
todos somos mestizos, fruto de innumerables intercambios, habitantes de un
planeta común, miembros de la única familia humana. No existen los pueblos pata negra que puedan presumir – ¿cabe
presumir de esto? – de intachable pureza étnica, lingüística o cultural. La
iglesia de Jesús es católica porque
acoge en su seno a cualquier ser humano que confiese a Jesús como el Hijo de
Dios. No se identifica con un país o una tradición sino que acoge y desafía a
todas. Es un signo y un instrumento del mundo nuevo que Dios
quiere. Solo cuando nos situamos en esta perspectiva, podemos afrontar con una
mirada nueva los muchos problemas que hoy tenemos en relación con los
inmigrantes, la construcción de sociedades multiculturales y multirreligiosas,
etc.
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