Sí, llevo varios
días escondido en un rincón de la
sierra de Urbión, en el noroeste de la provincia de Soria. Es una tierra amada
por los poetas. Supieron cantarla Gerardo Diego, Gustavo Adolfo Bécquer, Vicente
García de Diego y otros muchos. El sevillano Antonio Machado se enamoró de ella
y de sus gentes, hasta el punto de que llegó a contraer matrimonio con la joven
soriana Leonor, muerta prematuramente a la edad de 17 años. Su cuerpo yace en
el cementerio de El Espino. Resumiendo su experiencia soriana, el catedrático
poeta llegó a escribir: “Cinco años en la
tierra de Soria, hoy para mí sagrada, orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo
esencial castellano”. Antonio Machado fue un andaluz enamorado de los paisajes
dilatados y de la luz de Castilla. Yo, que soy castellano viejo, me reconozco
en sus juicios, no siempre laudatorios. Desconfiaría de alguien que solo sabe
decir cosas buenas de una tierra o un país. El mismo que admira la Castilla
profunda, de horizontes inmensos y alma grande, denuncia con claridad sus
miserias. No hay ni pizca de adulación o autocomplacencia. Su conocido poema La tierra de Alvargonzález está ambientado en estos parajes y es una prueba de ello.
Aprovechando la relativa
quietud de las vacaciones estivales, me detengo a charlar un rato con el poeta de la vida cotidiana. Tiene la rara virtud de ser admirado por tirios y
troyanos, lo que no es fácil en un país tan extremista como el mío. Nos
sentamos en una terraza junto a la Audiencia de Soria, cuya campana siempre “da la una” para que funcione la rima: “Soria, tan bella bajo la luna”. Lleva
puesto su sombrero y, a un lado de la silla, descansa su bastón de caminante,
un símbolo más elocuente de lo que a primera vista parece.
Buenos días, don Antonio,
¿cómo se encuentra?
Un insatisfecho
como yo nunca se encuentra; más bien, se busca. Ando buscándome desde hace
tiempo, a ver si doy con mi misterio. ¿No ha visto usted esos cartelones que
ponen en las películas americanas con la palabra Wanted? Pues pareciera que yo llevo uno colgado del pecho.
Reconozco que soy un tipo un poco atolondrado, de pobre aliño indumentario,
pero con corazón de niño.
Filosófico lo encuentro, don
Antonio.
Ya sabe que,
aunque sea catedrático de francés en este viejo instituto soriano que ahora
lleva mi nombre, siempre me ha interesado mucho la filosofía. Si no sabemos de
dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos, ¿qué pintamos aquí? Pertenezco a
una generación que no se contenta con respuestas enlatadas. En mí hay una
verdadera pasión por la verdad, no la tuya o la mía, sino la verdad que todos
buscamos.
Pues siento decirle que hoy
estamos viviendo en el tiempo de la posverdad.
No entiendo qué
quiere decirme. Esa palabra no está en mi vocabulario, pero mucho me temo que
es un eufemismo para evitar hablar de falsedad y aun de mentira. No están los
tiempos para aguantar el peso de la verdad. Me parece que las gentes prefieren
refugiarse en las rutinas, los tópicos o –como decís ahora– en lo “políticamente
correcto”. Está un poco descuidado el oficio de pensar.
Quizá porque no sabemos cuál
es el camino por el que debemos transitar.
Siempre queremos
que nos digan lo que tenemos que hacer, que nos marquen las pautas. El ser
humano tiene algo de borrego. Hace años escribí aquello que mi admirado Joan
Manuel Serrat ha hecho tan popular: “Caminante,
no hay camino, se hace camino al andar”. Creo que es la frase más conocida
de cuantas he escrito a lo largo de mi vida. Me dicen que muchos la repiten
como un mantra. Hasta han hecho posters y camisetas con ella. Sí, creo que el
día que escribí ese poema tuve una especial visita de las musas. Sentía que el
ser humano es, por esencia, viator,
caminante, peregrino, que la vida no es una repetición de lo mismo sino una
aventura que debemos arrostrar. Por eso, me desaniman tanto las personas
conformistas, que siempre quieren hacer las mismas cosas, que no admiten el más
mínimo cambio, que no pueden soportar una duda, que son como una noria que da
infinitas vueltas sin moverse nunca de su sitio.
Quizá por eso siempre ha
sido usted tan crítico con la España que dormita.
Sí, no se puede
tener moral de hidalgos, de nobles venidos a menos que viven de recuerdos
gloriosos y no saben ganarse el pan con el trabajo cotidiano. Admiro a las
personas que piensan, sueñan, inventan, abren caminos, se aventuran, encajan
los fracasos, vuelven a comenzar… Me parece que sin este espíritu emprendedor,
la vida carece de sentido. Si yo soy aprendiz de poeta es porque quiero ir
siempre un poco más allá, perforar las cosas rutinarias, estirar el significado
de las palabras, ensayar nuevas sonoridades, adentrarme en el bosque espeso de
nuestra identidad.
¿Le gusta ser conocido como
el poeta de las cosas pequeñas?
Sí, y eso lo he
aprendido en Castilla, donde la luz da a cada cosa su verdadera dimensión. No
se necesita ser grandioso para ser grande. Tampoco es necesario deslumbrar para
iluminar. Si algo admiro del castellano es su capacidad de llamar al pan, pan y
al vino, vino, aunque a veces también se enroca en su terquedad. El arte
consiste en desvelar delicadamente el secreto que esconde cada cosa, desde una
simple margarita o un álamo del Duero hasta el corazón humano. Pero no hay que
pretender domesticar las cosas, sino dejar que fluyan con suavidad y contemplarlas
con admiración. Sí, soy un hombre que no hay perdido la capacidad de admirar el
milagro de la vida. Quizá por eso tengo un espíritu infantil, a pesar de que
hace mucho tiempo que peino canas.
¿Usted cree en Dios, don
Antonio?
Me extrañaba que
no me hiciera esta pregunta. Usted sabe que algunos me han tildado de masón y
descreído. Otros han visto atisbos de fe en muchos de mis poemas. Si le soy
sincero, no soy tan obtuso como para pensar que este mundo nuestro es solo
producto del azar. No olvide que un poeta es siempre un explorador del
infinito. Pero, por otra parte, me repugna una fe entendida como dogmatismo. Si
antes le dije que soy un aprendiz de poeta, ahora tendría que responderle
diciendo que soy un aprendiz de creyente, un eterno buscador. No crea que con
estas palabras me salgo por la tangente. Es la forma como yo vivo mi
personal relación con Dios.
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