Recuerdo que la
primera vez que visité la basílica de san Pedro en Roma me impresionaron las
enormes letras que circundan la base de la cúpula. Lo que se lee es lo
siguiente: “Tu es Petrus et super hanc
petram aedificabo ecclesiam meam” (Tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi iglesia). Es un versículo del Evangelio de Mateo que nos propone la
liturgia de este XXI Domingo del Tiempo Ordinario. Dado que tradicionalmente el “ministerio petrino” se ha
fundamentado en estas palabras, es comprensible que hayan corrido ríos de tinta
sobre el verdadero significado y alcance del dicho de Jesús. Yo prefiero abrir
el espacio y fijarme hoy en el juego de identidades que se establece entre Jesús
y Pedro porque, en el fondo, es el mismo juego que se produce en nuestra
experiencia de fe. Pedro revela quién es Jesús y Jesús revela quién es Pedro. A
la pregunta: ¿”Y vosotros, ¿quién decís
que soy yo?”, Mateo pone en labios de Pedro la confesión de fe de la
Iglesia: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo”. Es una confesión que contrasta con lo que dice “la gente”. En
tiempos de Jesús, la gente decía que era Elías o uno de los profetas. En los
años 70 del siglo pasado, se decía que era un “superestrella” (Jesus Christ Superstar), un payaso (Godspell) o un guerrillero (grupos liberacionistas). Hoy se lo
presenta como “un judío marginal”, un sanador, un sabio en la línea de Buda y
otros grandes hombres de la historia. No faltan en cada época algunos que lo
consideran un mito creado por la Iglesia para justificar su poder.
Confesar que Jesús es el Mesías
(el esperado por Israel) o el Hijo de
Dios (Dios hecho historia) significa que, a diferencia de otras personas a
las que admiramos, él puede determinar nuestra vida porque nuestra actitud ante él define
nuestra actitud ante Dios mismo. El creyente no admira
a Jesús (como puede admirar a Nelson Mandela, Teresa de Calcuta o Charles de
Foucauld) sino que cree en él. En
este horizonte de fe, en el que Pedro confiesa la verdadera identidad de Jesús,
el Maestro le revela a Pedro su nueva identidad: “Tú eres Pedro, tú eres la piedra”. Sobre la roca de esta confesión
de fe se construye la comunidad de la Iglesia. Ningún poder mundano podrá nunca
destruir esta roca. Jesús no promete a su comunidad que todo le irá bien, que sus
miembros (incluidos los dirigentes) serán perfectos, que no sufrirá
persecuciones, escándalos o desfallecimientos. No, lo que Jesús promete es que,
a pesar de todos los problemas y debilidades, la comunidad de la Iglesia será
siempre asistida por el Espíritu Santo para no dejar de confesar a Jesús como
el Hijo de Dios. No se trata de una cuestión abstractamente doctrinal, sino de
una fe que termina el verdadero significado de Jesús para cada ser humano y
para el mundo. Si él es solo un líder religioso, inspirador de actitudes
compasivas y solidarias, es homologable a Buda y a otras muchas personas relevantes
de la historia. Si él es “la revelación definitiva de Dios”, significa que
divide la historia en dos, que todo se mide por la actitud que tomemos ante él.
Mientras escribo estas líneas, llueve suavemente después de días intensos
de calor. Es una leve anticipación del otoño. Los medios hablan sobre la
manifestación que tuvo lugar ayer en Barcelona. Como se podía prever, ya ha estallado la guerra de interpretaciones. No tenemos remedio. Hasta el dolor puede ser manipulado. Yo me quedo dando
vueltas al “juego de identidades” que presenta el Evangelio de hoy. Solo sabré
quién soy yo cuando Jesús mismo me lo diga, cuando él pronuncie sobre mí unas
palabras parecidas a las que dirigió a Pedro: “Tú eres…”. Mi nuevo nombre es, al
mismo tiempo, mi misión en la vida. El relato de Mateo me ayuda también a
entender que me costará mucho escuchar la voz de Jesús si no soy capaz de
reconocerlo como el Hijo de Dios, si lo contemplo solo como un personaje
admirable, pero, en el fondo, lejano. ¿Cómo abrirme humildemente a la acción
del Espíritu Santo, que es el único que me permite confesar que “Jesús es el
Señor”? Las demás cosas me parecen muy secundarias.
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