Faltan pocos minutos para que comience la gran manifestación de Barcelona.
Las imágenes darán la vuelta al mundo. Estará encabezada por el personal de emergencias
y seguridad seguido por las autoridades nacionales, autonómicas y locales y
miles de personas que quieren oponerse al terrorismo bajo
el lema No tinc por (No tengo miedo).
Si yo hubiera estado en Barcelona, habría participado. Creo que estos actos
tienen una gran carga simbólica. Congregan a un todo un pueblo contra un enemigo común que, por desgracia, logra unir a una
sociedad plural más que los supuestos ideales compartidos. Quizás esto es inevitable,
pero no es suficiente. Los mismos que hoy marchan unidos, mañana o pasado
mañana desenvainarán de nuevos sus espadas dialécticas y buscarán sus propios
intereses. No basta unirse para luchar contra
alguien. Es preciso luchar por los
valores que sostienen la convivencia. Por eso, aunque comprendo su origen popular,
no acaba de gustarme el lema. Suena negativo (no tengo) y apela al miedo. La
verdad es que yo sí tengo miedo de que algo semejante a los atentados de
Barcelona y Cambrils pueda repetirse en Roma, la ciudad donde vivo, objetivo declarado
de los yihadistas por ser el centro
espiritual de los cruzados. Yo sí tengo
miedo de que entremos en una espiral de violencia incesante. Yo sí tengo miedo
de que la tercera guerra mundial “a trozos” marque el primer tercio del siglo
XXI, mate a miles de personas y eche por tierra los objetivos del milenio. Por
eso, hubiera preferido un lema más propositivo, algo así como “Por una convivencia
pacífica” o “Todos somos hermanos”. Suena menos combativo, casi idílico, pero
señala con claridad el rumbo.
Durante las semanas que estoy pasando en España, he tomado más conciencia
de lo difícil que resulta convivir a todos los niveles, desde el familiar hasta
el político. Es como si, de unos años a esta parte, los viejos ideales de fraternidad
hubieran sido sustituidos por los de rivalidad. El homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre) se ha
impuesto al homo homini frater (el
hombre es un hermano para el hombre). Me lo cuentan algunos amigos que trabajan
en empresas multinacionales, que los explotan laboralmente y que, con su famosa
política de objetivos, promueven una lucha cainita entre los empleados. He
conocido más casos de parejas que se han separado o divorciado a los pocos años
de comenzar su relación porque no pueden resistir la convivencia. He asistido a
una curiosa reunión de vecinos en la que no había manera de ponerse de acuerdo
sobre asuntos nimios que afectaban al inmueble común porque cada uno defendía lo suyo. Lo percibo en esa pseudoreligión
moderna llamada fútbol. He oído a seguidores del Real Madrid decir pestes del Barça y a hinchas del Barça atacar al Real Madrid como si
representara el imperio del mal. ¿Es posible llegar a estos ridículos extremos,
incluso en personas que, en otras áreas de la vida, parecen razonables y
sensatas?
El campo de la política merece un trato aparte. Recuerdo que una vieja
enciclopedia de los primeros años del franquismo llegaba hasta contaminar la geografía
con su ideología imperial. Como pie de un mapamundi
ponía una frase que hace sonrojar a cualquiera. Sonaba más o menos así: “La Providencia ha colocado a España en el
lugar ideal. Ni muy al norte, para no estar sometida a los fríos polares, ni
muy al sur para no verse expuesta a los calores del trópico”. Vamos, que era
el centro del mundo mundial, el paraíso en la tierra. Cuando uno había imaginado que, después de 70
años, nadie cometería sandeces de este tipo, leo algunos folletos editados por
la Generalidad de Cataluña en la que se dicen cosas sobre la identidad catalana
(con todo tipo de tergiversaciones históricas y hasta climatológicas) que, si
no fuera porque alimentan el odio hacia el resto de España, podrían ser materia
de un vodevil. Es como si todos los que no son “la nostra gent”, que no pertenecen a “los nuestros” (¡curiosa
expresión!) fueran enemigos. Donald Trump sigue empeñado en completar el muro
que recorre la frontera con México. Detrás de fenómenos tan diversos, hay
siempre un denominador común: los “otros” (los inmigrantes latinos, Madrid, los
catalanes, los refugiados…) son mis “enemigos”, lobos que van a quitarme “lo
mío” (riqueza, lengua, cultura, religión, historia…) y de los cuales me tengo
que defender con uñas y dientes. Salta a la vista en la llamada cuestión catalana, pero la dinámica se
repite en todo el mundo con respecto a los inmigrantes, los musulmanes, los
homosexuales, los ateos, los de derecha, los de izquierda, los comunistas, los
conservadores… Los años en los que se buscaba crear una cultura de la
aceptación y de la fraternidad universal parecen haber entrado en hibernación.
Tal vez exagero un poco, pero reconozco que todo esto me produce una inmensa
tristeza. ¿Por qué un castellano católico como yo tiene que ser enemigo de un
catalán o de un musulmán? Anteayer caminé hasta un camping cercano a Vinuesa
para probar el estado de mi rodilla, tomarme un café y respirar el aire del
pinar. En la cafetería vi a una joven familia catalana hablando – como es
natural – en catalán. Estoy seguro de que algún energúmeno se lo hubiera
reprochado, como si ese hecho constituyera una afrenta. Yo me dirigí a ellos y les
pregunté si eran de Barcelona. Ante su respuesta afirmativa, les expresé mi cercanía
con motivo de los recientes atentados. Ellos me dieron las gracias muy cortésmente.
Me despedí deseándoles que disfrutaran de sus vacaciones en medio del bosque. Mientras
lo hacía, pensé: “He saludado a cuatro seres humanos (el matrimonio y dos
niños). Me importa un pimiento si son catalanes, gallegos, rumanos, ingleses, rusos,
argentinos, vascos, andaluces o castellanos”. Por el mero hecho de ser seres humanos
y vivir en una ciudad que ha sido golpeada por el terrorismo son “de los
nuestros”. Todo ser humano es “de los míos”. El color, la raza, la religión, el
pasaporte… no tienen ninguna importancia. ¿No habíamos quedado en que todos
formamos la gran familia humana, guiada por ideales de libertad, igualdad y
fraternidad? ¿No nos habíamos comprometido a luchar juntos por superar las
discriminaciones y crear un mundo más humano? Sí, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) iba en esa dirección tras la hecatombe de la Segunda
Guerra Mundial, pero el tiempo borra los malos recuerdos. Ya se sabe que “todo
el mundo busca sus intereses, excepto yo que busco los míos”. ¡Paciencia!
Efectivamente, hemos logrado que "todos formamos la gran familia humana, guiada por ideales de libertad, igualdad y fraternidad", pero si alguno no están dispuestos a esa libertad, igualdad y fraternidad, algo habrá que hacer. O no hacer nada es la solución?
ResponderEliminarEn todas las sociedades hay mucho por sanar. Manifestaciones movidas por emotividad de momento, mas no de conviccion
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