Anteanoche se
produjo una tormenta veraniega en los cielos de Vinuesa. Fue un espectáculo
formidable de relámpagos, truenos, viento y agua. Todo el mundo decía que ya
era hora. Estamos viviendo un verano muy seco y caluroso. Los aficionados a las
setas se alegraron por un motivo añadido: las lluvias de finales de agosto son augurio
de una buena recolección de níscalos y otras especies durante el otoño ya
cercano. Casi recuperado de mi lesión de rodilla, aproveché el descenso de la
temperatura para dar mi primer gran paseo por el pinar. Me cuesta encontrar las
palabras justas para describir lo que siento cada vez que sigo una ruta
forestal o me interno en la espesura boscosa a través de alguna senda. Es como
entrar en contacto directo con la naturaleza primordial: la tierra, el aire, el
sol, el agua, el cielo, las nubes, las masas de pinos, robles y hayas… He
tenido la fortuna de visitar paisajes impresionantes en muchos lugares del
mundo: desde el parque Serengueti en Tanzania hasta las montañas nevadas de
Bariloche en Argentina pasando por los Alpes suizos, los Highlands escoceses, la costa californiana o las planicies de la
estepa rusa. Guardo un recuerdo entrañable de las islas panameñas de Guna Yala (de
las que me enamoré en 1994) y de las impresionantes y desérticas alturas del
Norte de Potosí en Bolivia. Me impresionaron la Gran Muralla China, el Lago
Victoria y el abigarrado ambiente de Calcuta. El mundo está lleno de más
maravillas de las reconocidas por la UNESCO. Pero debo confesar que en ningún
lugar del mundo he sentido lo que cada verano experimento cuando camino por los
pinares de mi tierra. No es ridículo chovinismo sino un sentimiento de gratitud
que hunde sus raíces en mi experiencia infantil, cuando el mundo adquirió los
perfiles del primer paisaje al que se abrieron mis ojos de niño, a lomos de un
caballo guiado por mi abuelo.
Hace años
organicé algunos campamentos con niños y jóvenes en estos parajes. Varias
noches dormimos al raso, sin la protección de la tienda de campaña, expuestos a
las estrellas y al relente nocturno, tumbados sobre la tierra. Organizamos marchas
a pie hasta la Laguna Negra y los Picos de Urbión, donde nace el río Duero. Navegamos
por el embalse de la Cuerda del Pozo. Contamos historias en torno al fuego,
cuando las normas antiincendios no eran tan estrictas como en la actualidad. Eran
proezas de juventud, vividas con amigos
de entonces. Ahora disfruto caminando solo. Durante muchos minutos me sorprendo
pensando… en nada. Dejo la mente en blanco, en una especie de stand by que me relaja. Sigo el ritmo de
mis pisadas, acompaso la respiración y me dejo acariciar por suaves ráfagas de brisa
fresca que atemperan el calor de media mañana. Cuando desde la altura diviso el
pueblo agazapado en el valle del Revinuesa, recuerdo siempre las palabras de
Jesús al contemplar Jerusalén desde el monte de los Olivos: “Si supieras lo que conduce a la paz!”. Recuerdo
algunos de los misterios gozosos y dolorosos de mi gente. Los gloriosos llegarán
en el momento oportuno. A tres kilómetros de distancia, sobre la falda del
monte, el pueblo parece diminuto, rodeado de árboles y cielo. Los tejados
rojizos contrastan con la masa verdosa de los pinos. Me acomodo en una roca y me
quedo un largo rato contemplando la estampa. Desde cerca, un pueblo es un
muestrario de diversidad no siempre bien integrada. Desde lejos, todo parece un
conjunto unitario y armónico. Caigo en la cuenta de que para comprender cualquier
realidad, incluyendo mi propio yo, es preciso combinar siempre la dinámica cerca-lejos. De cerca se perciben los
detalles; de lejos se aprecia el conjunto. Ambas miradas son esenciales y
complementarias.
Comenzando el último
mes de verano, las moscas se vuelven tercas. Es el único elemento perturbador a
lo largo de un paseo apacible y entrañable. Ni siquiera la rodilla se rebela.
Me pregunto cuántas veces he recorrido estos lugares que parecen siempre los
mismos mientras yo he cambiado tanto. La estabilidad de los montes me recuerda
que, aunque ya no soy lo mismo que
hace treinta o cuarenta años, sigo siendo el
mismo. Xabier Zubiri me ayudó a profundizar en la permanencia de la
identidad personal en el continuo cambio (incluido el de las células
corporales) de las experiencias. Es el misterio de la vida: somos cambiando; cambiamos
siendo. No necesito leer ningún libro para comprenderlo. Los riachuelos de la
sierra y las crestas de estos montes me lo susurran por si yo quiero quedarme
con la copla. Aquí nada se impone, todo se ofrece. El sudor me recuerda que,
incluso las experiencias más placenteras, tienen siempre algo de arduas. No hay
satisfacción sin combate. A medida que el camino asciende se vuelve un repecho
trabajoso. Disminuyo un tanto la velocidad para ganar resuello. Así disfrutaré
más de los descansos. A más altura, más perspectiva. Me encanta el valle y su
ambiente protector, pero necesito también horizontes amplios. Las gentes
serranas necesitamos abrirnos de vez en cuando a las inmensas llanuras de
Castilla; si no, nos volvemos un poco abertzales,
narcisos que se miran en el espejo de una tierra hermosa que no agota el mundo.
Ningún repliegue ayuda a madurar. Somos éxtasis continuo, apertura, encuentro,
diálogo. Nunca entiendo mejor lo que sucede en el valle que cuando lo contemplo
desde la altura. Es hora de bajar. Me aguardan otras historias. Mañana será
otro día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.