¿Cómo es posible
que los discípulos de Jesús, que vivían codo a codo con él, lo confundieran con
un fantasma? El relato evangélico que nos propone este XIX Domingo del Tiempo Ordinario es, en realidad, un itinerario
de fe. Hay un contraste entre dos
escenarios: el monte (en el que Jesús pasa la noche orando) y el lago de
Genesaret (en el que los discípulos se enfrentan a un viento contrario). Hay también
un contraste entre dos actitudes: mientras
Jesús alimenta su relación con el Padre desde la confianza filial, los
discípulos se atemorizan ante el mar revuelto (símbolo del mal) y desconfían. Sin
que los discípulos se lo pidan, Jesús toma la iniciativa: se acerca caminando
sobre las aguas; es decir, se hace presente en sus vidas como Señor que vence
el mal. Y, de nuevo, un contraste entre dos
reacciones: mientras los discípulos creen que ese personaje advenedizo es
una fantasma y se ponen a gritar,
Jesús se autopresenta con la fórmula enfática Yo soy, que alude a la divinidad, y los invita a no tener miedo, a
superar su falta de fe. El relato concluye con Jesús navegando con los suyos a
bordo de la barca mientras todos los pasajeros prorrumpen en una rotunda
confesión de fe: “Realmente eres Hijo de
Dios” (Mt 14,23). Antes de este “final feliz” hay un intermedio pedagógico.
Pedro quiere una prueba de que Jesús
no es un fantasma: le pide que le mande ir hacia él caminando sobre el agua.
Pero, naturalmente, se acobarda ante la fuerza del viento, y comienza a
hundirse. No tiene más remedio que impetrar: “Señor, sálvame”. Jesús lo toma de la mano y lo sostiene.
¿Resulta difícil
contemplarnos en este espejo? La barca es un claro símbolo de la Iglesia en su
conjunto, de cada una de nuestras comunidades y de nosotros mismos. Mientras la
navegación es tranquila, no nos importa que Jesús esté ausente, nos bastamos a nosotros mismos para gobernarla. Pero
cuando él se nos acerca en medio de las tormentas de la vida, aquí comienzan
los problemas. Nos cuesta reconocer la presencia de Jesús junto a nosotros. Nos
parece que si él estuviera realmente, todo sería fácil, nos cuesta compaginar
su presencia con los vientos que sacuden nuestra barquichuela. ¿Por qué, si
Jesús nos ha prometido que estaría con nosotros “hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,28), se producen tantas
deserciones de bautizados, tantos escándalos en quienes tendrían que ser guías
de la comunidad, tantas incoherencias entre lo que decimos y lo que hacemos?
¿Por qué las cosas no nos van bien? ¿Por qué la fe no nos sirve para encontrar
trabajo, resolver una crisis afectiva o encontrar una solución al cáncer? Como Pedro, tentamos a Jesús para comprobar
si de veras está con nosotros o no. Le pedimos que haga el tipo de milagro
que a nosotros nos parece eficaz. Pedro le pidió que le mandara ir hacia él
caminando sobre las aguas; nosotros le pedimos… (Cada uno ponga en este paréntesis
sus peticiones habituales). El mensaje que el evangelio de Mateo quiere
transmitir a los cristianos de todos los tiempos es neto: lo que de verdad importa es reconocer a Jesús como Hijo de Dios, creer
firmemente en él, contra viento y marea. Todo lo demás se nos dará por
añadidura.
Necesitamos
creyentes imaginativos, eficaces, comprometidos, dinámicos. Es verdad. Pero, a
mi modo de ver, la verdadera necesidad de la Iglesia es contar con miembros
que, en medio de los temporales de la vida, confiesen con los labios y con el corazón que Jesús es el Hijo de Dios;
es decir, hombres y mujeres que se arriesguen a vivir la aventura de la fe
hasta sus últimas consecuencias. Sin ellos, los fantasmas acabarán amenazando la estabilidad de la barca personal y
eclesial.
No me olvido de
que hoy, 13 de agosto, es un día muy especial para los misioneros claretianos:
celebramos la memoria de los Beatos Mártires de Barbastro. Para aquellos que no conocéis su historia, os recomiendo
ver la película Un Dios prohibido (2014). Es probable que un escalofrío os
recorra todo el cuerpo. Ellos sí que supieron confesar a Jesús en medio de las
pruebas a que fueron sometidos. Para ellos, Jesús no era un fantasma, sino su
verdadero Rey. El canto que los acompañó hasta el martirio testifica esta fe: “Por ti, Rey mío, la sangre dar”.
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