Ayer, un amigo de
Facebook escribió en mi muro un
comentario que me ha hecho pensar. Yo hablaba del “cristianismo subjetivo” como
una tendencia de nuestro tiempo, sobre todo entre los jóvenes. Él añadía un
nuevo punto de reflexión: “Pienso también
que lo que está en entredicho es, sobre todo, si la Iglesia es o no es la
representación de Dios en la Tierra; de ahí que se pueda ser creyente aun saltándose
la doctrina oficial de la Iglesia”. Le agradezco que pusiera el dedo en la
llaga. Su reflexión va en la línea de los muchos que resumen su postura crítica
en el célebre dilema “Jesús (o Dios) sí –
Iglesia no”. Para ellos, Jesús es un hombre libre que llega al corazón, que
da un sentido a la vida. La Iglesia, por el contrario, es una institución
obsoleta que ha manipulado la doctrina de Jesús y que solo persigue su propia
supervivencia. Esta es una postura típica, aunque no exclusiva, de muchos
cristianos europeos y americanos. Apenas la he encontrado en las comunidades
cristianas de Asia y de África. Es propia de los países en los que la Iglesia
ha ejercido un papel preponderante a lo largo de los siglos; es decir, prácticamente
en todos los países europeos, sea como Iglesia católica u ortodoxa o como iglesias protestantes.
Aunque legal y culturalmente las cosas han cambiado mucho, perduran todavía los
efectos del régimen de cristiandad. Salvo casos aislados, no se ingresaba en la
Iglesia por conversión personal a Jesús y su Evangelio (se suponía que ésta llegaría
después) sino simplemente por pertenencia cultural. No se seguía un itinerario
catecumenal de preparación sino que se practicaban los ritos (¿sacramentos?) que
socialmente estaban asociados a los momentos cruciales de la vida: comienzo (bautismo),
fin de la infancia (primera comunión), adolescencia (confirmación), elección de
estado (matrimonio u orden sacerdotal), fin de la vida (unción de los enfermos).
Cuando todo es cristiano, uno puede
sospechar que se trata más de un fenómeno cultural que de una genuina experiencia
religiosa.
Hoy vivimos
todavía las consecuencias de este modelo, hasta el punto de que muchos jóvenes europeos,
que no han vivido ya oficialmente un régimen de cristiandad, no experimentan a
la Iglesia como su hogar espiritual (lo
que sí sucede entre los cristianos de otros lugares del mundo) sino en muchos
casos como una especie de comisaría que
dicta normas y vigila sus comportamientos,
o como un muro que se interpone entre ellos y Dios y que no hace sino poner
cortapisas a lo que ellos consideran normal y apetecible. El campo de la
sexualidad es quizás el más llamativo, pero la distancia o la brecha se extiende
otras dimensiones de la vida. Es lógico, por tanto, que prescindan de la
doctrina de la Iglesia cuando no la sienten como una expresión positiva que les
ayuda en su relación personal con Dios. Pertenecer
a la Iglesia les parece algo respetable, pero más bien como residuo cultural
que como algo atrayente para la gente de hoy. Como contraste, en los países
donde la Iglesia es minoría (y, por tanto, apenas tiene influencia en la vida
social) o está sometida a persecución, los cristianos la viven como su casa. Se sienten orgullosos de
pertenecer a ella, participan en sus actividades, colaboran económicamente a su
sostenimiento, pastores y fieles caminan de la mano y se apoyan. Las cosas, pues, no se viven de la misma
manera en todos los lugares del mundo. Mientras que para muchos jóvenes de
Europa y América, la Iglesia puede ser percibida como una comisaría, para otros millones de jóvenes es el hogar en el que maduran su fe, viven la
fraternidad y expresan su compromiso social. Al papa Francisco le gusta usar
otra metáfora más en consonancia con las heridas que todos sufrimos en la
batalla de la vida cotidiana. El habla a menudo de la Iglesia como un hospital de campaña, como el lugar que
nos acoge y nos cura, sin pedirnos ninguna tarjeta sanitaria al ingresar y sin
pasarnos factura al salir.
Mi amigo de Facebook se preguntaba “si la Iglesia es o no es la representación
de Dios en la Tierra”. La pregunta tiene un hondo calado teológico. La
Iglesia nunca se presenta a sí misma como “representación de Dios en la Tierra”.
Esta categoría se aplica, más bien, a Jesús: él es el rostro visible del Dios invisible. La Iglesia se entiende como la comunidad que, animada y
guiada por el Espíritu Santo, prolonga en la historia el Evangelio de Jesús. O,
si se prefiere, siguiendo la doctrina del Concilio Vaticano II, la Iglesia es
un signo y un instrumento del Jesús que es “luz de los pueblos” (Lumen Gentium). En cuanto signo, hace visible el proyecto de Dios
en la historia. En cuanto instrumento,
nos proporciona los medios que nos ayudan a vivirlo (la Palabra de Dios, los
sacramentos, la comunidad, etc.). No es fácil llegar a este grado de madurez,
sobre todo cuando se multiplican los indicadores negativos en el seno de la propia
Iglesia. Algunos hombres de nuestro tiempo, como Carlo Carretto, experimentaron
en carne propia las dificultades que supone vivir la fe en esta Iglesia concreta, pero supieron hacerlo con gran lucidez y
honradez. Es probable que los demás necesitemos un largo proceso de
purificación histórica hasta llegar a descubrir que no hay cuerpo (la Iglesia)
sin cabeza (Jesús), ni cabeza (Jesús) separada del cuerpo (la Iglesia). Mientras,
los jóvenes críticos nos obligan a no dejarnos llevar por la rutina, a plantear
las cosas con profundidad.
Buenos días Gonzalo... me ha hecho gracia lo de comisaria y hogar. Lo que es cierto es que la iglesia no tiene un CV ejemplar. Y la humanidad necesita YA pastores que lleven la palabra de Dios... Réplicas del Papa Francisco
ResponderEliminarPienso que necesitamos más "testigos" en la Iglesia, que "maestros"... El testigo refleja lo que vive, lo que cree, lo que espera, lo que ama, lo que lucha... El "maestro", generalmente, habla de oídas...
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