Pensamientos dominicales
Acabo de presidir
la misa dominical en francés en la parroquia Christ-Roi de Okondja, una pequeña población en el sur de Gabón.
Aquí no hay conexión a internet, así que no podré colgar este post hasta mañana cuando regrese a Franceville.
Hoy domingo ni siquiera tenemos corriente eléctrica. La misa ha durado 90
minutos, un tiempo breve tratándose de una misa dominical africana. La homilía,
pronunciada en obamba –la lengua
local– por uno de mis compañeros gaboneses, ha sido inusualmente corta. No ha
llegado a la media hora. En Europa hubiera sido un escándalo; aquí, es casi una
falta de cortesía hacer homilías tan cortas. Los cristianos disfrutan de la
misa. Es éste un verbo –disfrutar–
que nunca se aplica a la liturgia, pero no encuentro otro más apropiado para
describir el sentido de misterio, fraternidad y fiesta que se respira. Es
increíble ver cantar y bailar a un niño de diez años, a los jóvenes del coro y
a unas ancianas de edad incierta, que no han perdido el sentido del ritmo y
todavía tienen ganas de alabar al Señor con todo su cuerpo. Los salmos cobran
aquí un realismo liberador. No se puede decir: “¡Alabemos al Señor con tambores y cítaras!” y permanecer hierático
y serio, como quien asiste a un funeral o a una conferencia sobre los agujeros
negros. En África es inconcebible. Si los salmos invitan a danzar, la gente
danza; si invitan a aplaudir, la gente aplaude; si invitan a cantar, la gente
canta con ganas y buena afinación. No hacen sino ser fieles a la palabra de Dios.
Nosotros preferimos ser más fieles a nuestras costumbres domesticadas.
Anoche me fui a
la cama derrotado por la contemplación de la luna llena. Era una luna oronda,
anaranjada, que añadía más misterio al que ya se respira en medio de la selva.
Mientras la miraba un poco aturdido, pensaba en lo que a esa misma hora
estarían haciendo mis amigos y conocidos de Europa y América un sábado por la
noche. Muchos estarían cenando, tomando algo en los bares, o dando un paseo
para disfrutar del frescor de la noche. O tal vez viendo la televisión o
navegando por internet. Aquí, en este pueblo de Okondja, no es preciso añadir
nada al espectáculo que la misma naturaleza ofrece gratis. Uno se sumerge en un
mundo primordial en el que todo parece de primera mano. La luna entre palmeras
parecía casi un poster turístico más que una experiencia real. Pero, como nada
es perfecto, mis brazos desnudos fueron descortésmente visitados por algunos
mosquitos insidiosos. ¡Y eso que los había rociado de un repelente que me
vendieron en la farmacia como muy eficaz!
Es el asunto que peor llevo cada vez que viajo a un país tropical: el asedio de
los insectos. Esto me hace comprender mejor las condiciones en las que nuestros
misioneros tienen que vivir todo el año. Aunque –dicho sea de paso– los
mosquitos suelen ser más crueles con los extranjeros que con los nativos. Hace
años le oí decir a un amigo mío que los mosquitos eran los únicos seres
sobrantes en esta hermosa creación, que no comprendía por qué Dios les había
dado carta de naturaleza. A mí me sirven para crecer en paciencia. Los detesto
como profesores, pero reconozco que ponen a prueba mi capacidad de aguante
mejor que cualquier otro método ascético.
Veo a la gente de
Gabón frustrada. Parece claro que las elecciones del pasado año fueron ganadas
por la oposición. Sin embargo, el Tribunal Constitucional dio como ganador, una
vez más, al presidente Ali Bongo. La presión de su clan fue enorme. Aquí no importan
tanto los resultados cuanto el futuro de los colaboradores: “¿Qué va a ser de nosotros, la gente de tu
clan, que hemos medrado a tu sombra y hemos vivido del cuento?”. Quien sube
al poder, coloca a todos los suyos –sean competentes o no– en puestos bien
remunerados. El presidente se convierte así en una especie de “dador de trabajo”
para su tropa. Y, claro, perder las elecciones significa dejar en la calle a un
buen número de enchufados. Este es un lujo que uno no se puede permitir. Sin
llegar a estos extremos, ¿no sucede algo parecido con los partidos políticos
europeos? Comprendo la necesidad de contar con algunos cargos de confianza,
pero la mayoría de los trabajadores públicos tendrían que ser personas
preparadas para ello, no peones colocados a dedo. La dedocracia tiene que ser sustituida por la meritocracia. No pueden depender siempre del gobernante de turno.
El Evangelio del
domingo nos invita a acercarnos a Jesús cuando nos sintamos “cansados y agobiados”. El amigo
Fernando Armellini explica bien el sentido de estas palabras de Jesús. Yo me
limito a poner el acento en el alivio que Jesús promete: “Yo os aliviaré”. Todavía hay mucha gente que vive –mejor sería
decir padece– su experiencia
religiosa como si fuera un fardo, como una costumbre que no aporta nada
liberador a su manera de vivir. Jesús nunca habla en estos términos. Presenta
el encuentro con él como un alivio, una experiencia que hace la vida
soportable, ligera, satisfactoria. El amor es siempre exigente, pero no
agobiante. La fe exige constancia, pero no cansa. La esperanza es para personas
fuertes, pero no para superhombres.
Antes de emprender este viaje a Gabón,
celebré el sacramento de la reconciliación. El confesor, un anciano simpático y
sabio, me repitió varias veces que lo que importa en la vida no es lo que
nosotros hacemos sino lo que Jesús hace a través de nosotros. Lo decía como
quien destila una lección aprendida a fuerza de años. Sí, yo también creo que
lo más importante no es hacer muchas cosas, ni siquiera buenas cosas, sino dejar que él las haga. Esta convicción de que él
lleva las riendas de nuestra vida es la verdadera razón del alivio que nos
produce el encuentro con Jesús. Estamos agobiados cuando creemos que todo
reposa sobre nuestros débiles hombros, que tenemos que sacar las castañas del
fuego nosotros solos. Sentimos alivio cuando nos convencemos de que la historia
–la nuestra personal y la del mundo, ambas complejas y desconcertantes– es
guiada por el Espíritu de Jesús. No por eso nos volvemos perezosos y pusilánimes:
solo personas aliviadas que, con su
saber estar confiado, alivian a los
demás. A esto aspiro con permiso de los mosquitos insidiosos. Por cierto, la
cocinera acaba de colocar sobre la mesa una piña troceada que con su aroma
dulzón parece decir: Cómeme. No
conviene retrasar mucho este festín. ¡Buena semana a todos desde un rincón sureño
de la selva gabonesa!
Gracias Gonzalo, por compartir desde estas tierras lejanas de Africa pero que tu nos acercas.
ResponderEliminarGracias por hacerte eco del mensaje liberador...
Buena estancia y buen trabajo.
Un abrazo
Me encanta tu buen humor, tu alegría, tus enseñanzas y tu confianza en estos que leemos con ansiedad las noticias que relatas con tanta claridad. Paciencia con los insectos a los cuales eres especialmente vulnerable. Gracias amigo. Disfruta para que disfrutemos también. Un abrazo.
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