Estoy de nuevo en
Libreville, la capital de Gabón. Este país africano, con sus enormes selvas tropicales, es uno de los grandes “pulmones verdes” del
planeta. Viajando en avión de hélice se contempla la masa interminable
de vegetación y los meandros de algunos ríos caudalosos. Los días pasados en
Franceville, Akieni y Okondja han estado llenos de encuentros. Pero hay algunos
que han dejado una huella especial. El domingo por la tarde visité varios
poblados de la zona de Okondja. Vi de cerca cómo vive la gente pobre. Vi sus
cabañas de madera cubiertas con planchas de cinc, sus pequeñas plantaciones de mandioca y plátano, sus
capillitas elementales. En medio de ese ambiente sencillo, me impresionó una anciana
ciega cuyo nombre ignoro. En su situación, es probable que otras personas estuvieran desesperadas.
Ella mostraba una serenidad y una alegría inexplicables. No me gusta poner
fotos personales en este Rincón. Y
menos de personas conocidas. Tampoco prodigo las fotos en Facebook. Me parece una exhibición innecesaria, aunque respeto a
quienes les gusta retransmitir su vida por las redes sociales. Hoy, sin
embargo, voy a hacer una excepción. Voy a poner la foto que un compañero tomó
con mi móvil a petición mía. En ella aparecemos la anciana ciega, algunos
niños correteando con expresiones de asombro ante un hombre blanco y yo mismo. Tomé la
mano derecha de la anciana. La apreté suavemente. Yo no podía hablar en su
lengua. Ella no hablaba ni entendía francés. A través de ese gesto sencillo quise transmitirle toda mi
cercanía. Ella acababa de recibir la comunión.
Era su gran deseo. No esperaba ni vestidos nuevos ni siquiera comida. Esperaba
a Jesús. Y Jesús se quedó con ella.
Agarrado a su
mano débil, sin que me diera tiempo a reaccionar, sentí que a menudo estamos viviendo en
un mundo falso. Las personas que tienen a su alcance casi todo para ser felices
se inventan problemas. Situaciones normales (como engordar un par de kilos, escuchar
un comentario crítico, no disponer de internet o recortar algún día las vacaciones) se convierten en
grandes problemas. Tanto en las familias como en las comunidades religiosas
podemos quedar atrapados por minucias que complican la vida innecesariamente. Los
problemitas se convierten en problemones que ponen en marcha dinámicas
destructivas y absurdas. De poco sirven los consejos psicológicos. No hay mejor
terapia que afrontar problemas de verdad, vivir situaciones en las que uno se juega
la vida y la muerte. Cuando uno está cerca de personas que apenas tienen lo imprescindible
para la subsistencia y, a pesar de ello, no se desesperan, no engrosan las
filas de los ricos depresivos, entonces comprende hasta qué punto la mayor
parte de nuestros problemas cotidianos son solo problemitas de gente
satisfecha. La vida cómoda nos vuelve débiles y susceptibles.
La mano arrugada
de la anciana, la expresión neutra de los ojos provocada por la ceguera, su voz apagada pero firme, su saber estar, me sacaron un poco de mis casillas. Es
imposible volver a casa como si no existieran personas como ella, como si uno
pudiera vivir ignorando que millones de seres humanos viven en condiciones
miserables. La tentación inmediata de muchos misioneros y voluntarios es la de
proveerles de lo que está al alcance de su mano: pozos de agua, casitas de
cemento, placas solares, etc. Son signos eficaces de solidaridad, pero me
parece que lo que más valoran estas personas no es la irrupción de miembros de
una ONG con un proyecto bajo el brazo, sino el acompañamiento diario, cercano,
de personas que han decidido caminar junto a ellas, que han entregado sus vidas
para que ellas puedan ir haciendo su propio camino. Cuando veo a mis hermanos
visitando estos poblados de manera regular, entrando en las cabañas de la
gente, hablando con ellos en la lengua local, llamando a las personas por su
nombre, comprendo que merece la pena. Estas historias no tienen la
espectacularidad de un proyecto de traída de agua, no hay placas de ONGs ni
logos. Todo se desarrolla en el anonimato. Pero me parece que es así como Jesús
saldría al encuentro de la anciana ciega y de todos sus paisanos de poblado. No hay mayor revolución que la de la ternura. Sus efectos son profundos, transformadores y duraderos.
¡Gracias, Gonzalo! Como tantas veces, tus palabras encuentran en mí un eco profundo y me ayudan a verbalizar lo que quiero que sean actitudes de vida.
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