¡Qué raro que el año
pasado, tal día como hoy, no dijera ni una sola palabra sobre santa Marta, cuya memoria es tan
popular! Quizá estaba pendiente de la JMJ de Cracovia o tal vez no quise
repetir lo que ya había escrito el 8 de marzo cuando hablé de La trabajadora Marta de Betania. Ahora,
en el día de su fiesta, quiero contemplarla desde otro ángulo: no solo como mujer servicial y atareada sino como la amiga de
Jesús que aprende a creer en él, después de haberle reprochado que no hubiera
acudido a tiempo a curar a su hermano Lázaro, reproche que, por otra parte, implicaba
ya una gran fe en el poder taumatúrgico de Jesús. La frase que el evangelio de
Juan pone en sus labios es una confesión de fe: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que
tenía que venir al mundo” (Jn 11,27). Sería interesante hacer la exégesis de este
pasaje, pero no es el momento. Partiendo del caso de Marta, me limitaré a hablar
de una situación que me inquieta en los últimos años y que tiene que ver con la postura de la mujer ante la fe. Se suele decir, con trazo muy grueso, que en el siglo XVIII la Iglesia perdió a los intelectuales y artistas; en el XIX, a los obreros; en el XX, a los jóvenes; y en el XXI... puede perder a las mujeres, su auténtica reserva espiritual.
Desde niño he creído que
la mujer es más religiosa que el
varón, o, por lo menos, más practicante. Puede parecer un trasnochado prejuicio sexista, pero me parece que muchas personas piensan lo mismo, incluyendo algunas mujeres críticas. Basta asomarse a una iglesia
para comprobar que las mujeres suelen ser más que los hombres a la hora
de la práctica religiosa. Es como si su experiencia de “generadoras de la vida”
las introdujera en la esfera de lo sagrado, como si fueran la expresión humana de
la creatividad y misericordia de Dios. Pero las cosas no son ni tan obvias ni
tan universales. Conozco mujeres de mi generación que exhiben un agnosticismo
impúdico, cuando no un ateísmo combativo. Es como si, en su camino de liberación personal,
hubieran necesitado desembarazarse del corsé religioso, último residuo del
patriarcalismo cultural dominante. Basta echar un vistazo a las campañas agresivas de algunos movimientos feministas que reivindican el derecho al aborto o al uso libre del propio cuerpo. Creer en Dios significa para ellas alimentar
un mito que no hace sino perpetuar el predominio del varón sobre la mujer.
Según estas feministas, el relato del Génesis, en el que se describe con gruesos símbolos la
creación de la mujer a partir de la costilla del varón, legitima teológicamente
esta manera de ver las cosas. Podría poner algunos ejemplos un poco chocantes
de teólogas feministas que se han cebado con este relato y que, en su afán desmitificador, le han dado la vuelta como a un calcetín.
Casi todas mis amigas son
creyentes. Algunas son un constante punto de referencia para mí por su
profundidad, sensibilidad, honradez y compromiso. Pero otras mujeres de mi entorno, pertenecientes al segundo círculo
relacional, son abiertamente agnósticas, al igual que varias intelectuales, políticas, escritoras y
artistas de moda. El agnosticismo es, hasta cierto punto, la postura más cómoda, aunque conlleva también una fuerte dosis de inseguridad y tristeza. Le sitúa a uno como en tierra
de nadie. Aparentemente, no tienes que pagar impuestos racionales y emocionales, pero eso no significa que todo esté resuelto. Basta suspender el juicio sin dar muchas explicaciones. Es suficiente con decir −eso sí, con gesto circunspecto− que
no hay argumentos para afirmar que Dios existe o que no existe. Denota, a
primera vista, una clara superioridad intelectual; además, uno se libra de ser
acusado de creyente pasado de moda o de profesar un ateísmo dogmático que canta mucho en tiempos de creencias
líquidas. El agnóstico no tiene que defender los colores de ningún equipo. Puede
ser respetuoso o cínico sin dar muchas explicaciones. Todo depende de su
talante, del interlocutor y del momento. iHasta se puede permitir hacer una aproximación fingidamente académica a Despacito!
¿Qué tiene que ver todo
esto con la buena de Marta de Betania? Nada y todo. Nada porque Marta es una
mujer de una época en la que era inimaginable concebir la vida sin Dios; por tanto, su vida está muy alejada de la vida de las mujeres de hoy. Todo
porque simboliza el tránsito de una fe, basada en la admiración, a una fe que confiesa
el misterio de Jesús. Es, pues, una creyente que evoluciona. En el versículo de Juan, citado antes, se acumulan tres títulos
cristológicos sobrecargados de significado: Señor, Mesías e Hijo de Dios. En
Marta veo a todas las mujeres que fueron educadas de niñas en la fe cristiana,
la abandonaron en su adolescencia y juventud y ahora, en plena madurez, se
hacen preguntas que no acaban de encontrar respuesta. En Marta veo a mis amigas
inquietas, inconformistas, hartas del machismo ibérico y del clericalismo
eclesial y, al mismo tiempo, sensibles al Misterio que se cuela por las
rendijas de la vida cotidiana. Mujeres fuertes, independientes, a veces un poco
arrogantes, pero con una capacidad de ternura que necesita encontrar un
destinatario a la altura de su anhelo. Ese destinatario no puede ser otro que Dios mismo. No es imposible que, de la mano de Jesús, encuentren
lo que buscan. Nunca es demasiado tarde. Por cierto, Dios no es ningún enemigo de la realización femenina sino su más claro promotor.
Buenos días Gonzalo... No puedo vivir sin creer en Dios aunque todo el día esté discutiendo con Él y en mis tres novelas aparece la figura de Dios, a veces tamizada y los personajes debatiéndose en la creencia... Feliz finde
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