martes, 2 de mayo de 2017

Silencio, se ora

Muy pocas veces he asistido a un rodaje de cine, pero siempre he disfrutado con el ritual que se sigue. Después de las explicaciones oportunas, salta una orden: “Silencio, se rueda”. No se oye una mosca. Solo los diálogos de los actores u otros ruidos ligados al desarrollo de la escena. Acabada la toma, todos (actores y técnicos) reanudan el parloteo hasta nueva orden. Hace unos días me contaba un amigo mío croata que cuando fue a visitar a su familia la pasada Semana Santa, sus padres, para evitar que los niños de la casa lo molestaran mientras se retiraba a su cuarto, colgaban un cartelito con este aviso: “Silencio, se ora”. Parece que dio muy buen resultado. No creo que esta sea una costumbre habitual en los hogares cristianos. Y, sin embargo, el gesto de esta familia croata me hizo comprender cómo el hogar puede convertirse también en un lugar de oración si se garantizan unas condiciones mínimas.

En España viven unos amigos que han reservado una pequeña habitación de su casa como oratorio. No creo que tenga más de seis metros cuadrados. El suelo es de moqueta, de manera que siempre entran descalzos. Como descubrieron la importancia de la oración visitando la comunidad ecuménica de Taizé, siguen su estética y su método. Han colocado varios iconos en la pared. En el centro está la cruz de san Francisco. Hay velas de diversos colores y la Biblia sobre un atril. Sobre la moqueta han dispuesto algunos banquitos que ayudan a orar arrodillados. El ambiente es solo un atrio, pero ayuda a disponerse para la oración. No es lo mismo estar frente al televisor, arrellanado sobre un sofá, que postrado contemplando un icono. La postura corporal expresa también una actitud. La liturgia nos ofrece una gama de posturas: de pie, sentados y arrodillados. La última está desapareciendo porque resulta incómoda para algunas personas y, sobre todo, porque se considera humillante cuando, en realidad, expresa una actitud de apertura al Misterio que nos envuelve y de escucha atenta y sobrecogida. 

Estoy convencido de que si todos los días encontráramos un tiempo breve para hacer silencio y escuchar la Palabra, muchas cosas cambiarían en nuestra vida personal y familiar. Esa cita matutina o vespertina con el Dios “que no duerme” nos permitiría conectar con el fondo de nuestro ser, superar muchas dependencias tóxicas y, sobre todo, percibir el murmullo de Dios a modo de una fuentecilla discreta que no deja nunca de manar. Me produce tristeza que, teniendo al alcance de la mano un camino tan sencillo para alcanzar la armonía y la felicidad, nos distraigamos con la panoplia de entretenimientos externos que nos vende la sociedad de consumo. Estoy hablando de quince o veinte minutos cada día, aunque la tradición espiritual siempre aconseja una hora. Sé que para muchas personas constituye casi un lujo disponer de un tiempo así, pero se sorprenderían de los beneficios psicofísicos que produce y, sobre todo, darían a su vida espiritual una hondura que no se alcanza de ninguna otra manera.

Hace años una familia amiga me dijo cómo educaban ellos a sus hijos pequeños en el aprecio de la oración. No se me olvidan sus consejos. Jamás los obligaban a nada, ni les enseñaban fórmulas de memoria. Sencillamente, cuando llegaba la tarde, los padres se retiraban solos al “cuartito de la oración”. Con mucho cariño pedían a sus hijos pequeños que no hicieran ruido porque papá y mamá “iban a hablar un ratito con Dios”. Como es lógico, esto picaba la curiosidad infantil. Los niños insistían en entrar. Los papás se mantenían firmes: “No, esto es solo para los mayores. Vosotros ahora tenéis que jugar”. Como el interés no cejaba, al final, los padres iban dosificando la participación de los pequeños: “Está bien. Hoy podéis entrar, pero solo un par de minutos. Luego, seguís jugando”. Sin largas peroratas, los niños comprendían que eso de orar era cosa seria, algo de mayores, no un juego de niños (como a veces pensamos los adultos). Como no eran obligados a nada, ellos mismos iban marcando el ritmo de su iniciación hasta sentir que también necesitaban estar un tiempo “para hablar con Dios”.

En algunos lugares (por ejemplo, en Kerala y ciertos países de Latinoamérica) muchas familias cristianas se reúnen antes o después de la cena para rezar el rosario. En los ambientes en los que yo suelo moverme esta costumbre –si es que alguna vez existió– ha desaparecido hace muchos años. La televisión primero y luego internet se han encargado de colonizar ese tiempo dedicado a la oración familiar. ¿No sería posible redescubrir el significado de la oración en familia comenzando por pequeñas experiencias personales de silencio que, poco a poco, fueran preparando para la oración en común? A veces, se puede seguir el rosario tradicional, la Liturgia de las Horas, o un método sencillo como el de la comunidad de Taizé. Lo que importa es nutrir una interioridad que está llamada a volcarse por entero el resto de la jornada

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