En estos primeros
días de la Cuaresma resuena en mí la petición que uno de sus discípulos le
formula a Jesús: “Señor, enséñanos a orar”
(Lc 11,1). Esta petición no es una simple ocurrencia. El evangelista Lucas
precisa que el discípulo la presenta cuando Jesús acabó de orar. A nadie deja
indiferente la imagen de un hombre joven postrado en tierra y en completo silencio.
¿Qué hace Jesús cuando se retira al monte a primera hora de la mañana? ¿Por qué
es necesario comenzar la jornada orando? ¿En qué consiste exactamente esa
práctica que, por otra parte, era normal en cualquier judío devoto? ¿Por qué si
era normal el discípulo le pide a Jesús que les enseñe? ¿Es que no habían aprendido
desde niños a dirigirse a Yahvé con las plegarias de los Salmos? Si hoy le pidiéramos
a Jesús que nos enseñase a orar también a nosotros, ¿qué nos respondería?
A lo largo de mi
vida misionera he observado que para algunas personas orar es sinónimo de
rezar. Cuando escuchan que los cristianos no podemos vivir sin oración,
imaginan que se trata de dedicar algún tiempo a repetir las plegarias que
aprendieron desde niños, sobre todo el Padrenuestro y el Avemaría. Hay personas
que por su carácter, educación familiar o contexto social, son muy rezadoras.
En múltiples circunstancias (por ejemplo, al comenzar una comida o emprender un
viaje) rezan pidiendo a Dios su protección o dándole gracias por algún favor.
En general, estas personas sienten que la vida es muy frágil y que necesitamos
una especial protección de Dios. Sienten también que todo lo que recibimos es un
don suyo por el que tenemos que estar muy agradecidos. Rezar se convierte en un
hábito asociado a algunos momentos del día (por lo general, la mañana y la noche), a ciertas prácticas
(como comer, viajar, empezar una actividad) o a determinadas circunstancias (visitar una iglesia o santuario, acercarse a un cementerio, hacer un examen, padecer una enfermedad, someterse a una operación, etc.).
Para otras
personas –quizá en número menor– la oración es una forma única de situarse ante el
Misterio de Dios. A veces se expresa también a través de rezos, pero, por lo
general, adopta la forma del silencio, la quietud y la contemplación. Es como
interrumpir el curso ordinario de la jornada para sintonizar con otra onda que
va más allá de las normales preocupaciones. No consiste tanto en decirle
palabras a Dios cuanto en hacer silencio para percibir su voz. Orar es un
ejercicio de respiración pausada en el que los movimientos del cuerpo (inspirar
y expirar) reproducen los movimientos de la vida humana: recibir y dar; es decir,
amar. En este sentido, orar equivaldría a un ejercicio consciente de amor a
Dios y, en él, a todos los seres humanos, a toda la creación. Cada uno realiza
este ejercicio a su manera porque en el terreno del amor no hay dos modelos iguales.
Cualquiera que sea
nuestra forma de entender y vivir la oración, la Cuaresma constituye una invitación a cultivarla con más autenticidad y constancia. Es muy probable que, a medida que pasan los años y ganamos en
experiencia vital, adquiramos también mayor conciencia de que no sabemos orar, de que
hemos sucumbido a prácticas que nos dejan secos. Quizás experimentamos que la
oración se ha convertido en un soliloquio, en una rutina, en una simple proyección
de necesidades y deseos, en una inútil pérdida de tiempo. Entonces encontramos
fáciles excusas para sustituirla por otras prácticas que nos parecen más
productivas y menos infantiles. Suele ser el primer paso hacia el progresivo abandono. Por eso, al comienzo de esta Cuaresma, tal vez necesitamos comenzar
con un ejercicio sencillo, de precalentamiento. Bastaría situarse en un
ambiente tranquilo y repetir, al ritmo de la respiración, la frase del
discípulo: “Señor, enséñame a orar”.
El reconocimiento humilde de nuestra incapacidad nos sitúa ya en el umbral de
la verdadera oración. El Espíritu ora en nosotros cuando se da por nuestra
parte una actitud humilde y abierta. Lo demás vendrá por añadidura.
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