Ya estamos en
primavera. En el hemisferio norte comenzó ayer a las 11:29, hora de
Centroeuropa. O sea, que se
ha adelantado algo con respecto al calendario oficial. En el jardín de mi
casa romana hace ya semanas que los árboles han echado flores, comenzando por las
mimosas, que son siempre las más tempraneras. Quizá hubieran florecido antes
los almendros, pero no tenemos ninguno. Todos los años se repite el mismo
milagro. No dejo de asombrarme. Pero no tanto por el fenómeno botánico en sí
mismo –que es ya bastante sorprendente–, sino porque lo que observo en los
ciclos de la naturaleza me parece una instructiva parábola de lo que sucede en
la vida humana. Hace meses escribí algo sobre el
encanto de vivir sujetos al cambio de las estaciones. Al igual que en
la naturaleza, también en nosotros hay primavera, verano, otoño e
invierno… y otra vez primavera, como describía una hermosa película
coreana que os recomiendo. Nacemos (primavera), nos desarrollamos (verano), envejecemos
(otoño) y morimos (invierno). ¿Se acaba aquí la historia? ¡No, de ningún modo!
La primavera es como un mensaje cifrado que nos habla de que la resurrección
está inserta en la dinámica de la vida. Los cristianos no creemos –como los griegos– en el eterno... y aburrido retorno. Creemos en un Dios que nos ha hecho
para vivir en plenitud, no para morir. Por eso, cada vez que llega la primavera, aunque
estemos en plena Cuaresma, yo la vivo como si fuera la mañana de Pascua: ¡puro
anuncio de vida plena!
Es muy probable
que todo esto resuene poco en las personas urbanitas, crecidas en medio del asfalto,
con el móvil pegado a la oreja, conectadas a cuanto dispositivo electrónico se
ponga a su alcance, sin más contacto con la naturaleza que algún paseo por un parque escondido entre rascacielos. Todo esto es quizá inevitable, pero entonces no nos quejemos de que
vayamos perdiendo el sentido de la vida, de que no sepamos de dónde venimos ni
adónde vamos. Cuanto más nos alejamos de la tierra –la palabra primordial que
Dios ha pronunciado– menos comprendemos quiénes somos y Quién nos sostiene en
la existencia, cuál es nuestro origen y hacia dónde apunta nuestro final. Si tuviera que encontrar una terapia radical a
las enfermedades urbanas (aislamiento, individualismo, depresión, tristeza),
respondería de manera directa: ¡Volvamos a la tierra! Aprendamos de nuevo el
arte de preparar el terreno, sembrar la semilla, esperar que crezca, admirar
las flores, recoger sus frutos… Muchos de los grandes filósofos, místicos y
santos han experimentado esta vía curativa. La tierra se convierte en nuestra
maestra. Sin ínfulas de superioridad, nos va adentrando en el misterio del
universo y en nuestro propio misterio. Aprender a cultivar un jardín o un
huerto es quizá el
mejor método de reconciliarnos con el misterio de la vida. Aquí en
Italia –y quizá suceda lo mismo en otros países– está creciendo el número de
jóvenes urbanos que abandonan la ciudad y vuelven al campo para cultivar la tierra. Es como si la
crisis económica nos hubiera despertado del sueño tecnológico y nos hubiera
recordado que venimos de la tierra y a ella vamos.
¿Qué nos enseña
el cultivo de la tierra? Algo muy elemental: que la verdad, la bondad y la
belleza van unidas. El horticultor que siembra una semilla de tomate o el
jardinero que planta un rosal saben que en el proceso no hay trampa ni cartón. La tierra los libra de las apariencias,
los enfrenta a la verdad de sí mismos, los hace auténticos. El cultivo los hace también buenos (porque deben cultivar virtudes como la capacidad de admiración
y asombro, la humildad –palabra que viene de humus: tierra–, el trabajo sacrificado, la espera paciente, la
colaboración con otros, la transformación de los detritos en abonos…). La tierra es, por último, una fuente constante de belleza: desde los surcos recién arados hasta las mieses ondeantes,
la rosa madrugadora, los tomates rojizos o los racimos orondos que cuelgan de las vides. La tierra es una
universidad natural que nos enseña a ser humanos. Y también esta palabra –humano–
está emparentada etimológicamente con humus,
con la tierra. ¿Por qué la civilización industrial y postindustrial nos separa
tanto de la maestra tierra o recicla nuestra vinculación con ella en forma de un
ecologismo romántico e insustancial? Cortando estas raíces nos deshumaniza, nos
convierte en peleles o espantapájaros, fácilmente manipulables. Un ser sin
raíces se troncha o se seca.
Un ser
desvinculado de la tierra es un ser potencialmente ateo. No es extraño, pues,
que haya una llamativa coincidencia entre abandono de la tierra y ateísmo. Me resulta muy
pueril decir que las civilizaciones agrícolas son irracionales y utilizan a
Dios como tapagujeros de los fenómenos naturales desconocidos. Este es el
mantra al que nos ha sometido desde hace siglos la infatuada civilización
industrial. Practicar una sana secularización no significa renegar de Dios. Pero las cosas no son tan simples ni tan lineales,
como están haciéndonos ver hoy personas de una gran lucidez que están dando la
voz de alarma. La explotación indiscriminada de la tierra, propiciada por la
civilización industrial, nos ha llevado a un enorme desastre ecológico de
difícil arreglo. Hoy es ya preocupación común. Hace décadas era solo el grito de
unos vagos románticos que se oponían
al progreso. ¿Este es el famoso avance tan cacareado? Lo mismo está sucediendo con Dios. Para ser progresista hay que desembarazarse de él porque es un residuo pernicioso de las atrasadas
civilizaciones agrícolas. ¿Cuánto tiempo vamos a necesitar para darnos cuenta
de que también aquí estamos siendo víctimas de un tremendo orgullo? Desatender
las lecciones de la maestra tierra –la palabra primordial que Dios nos dirige antes de hablarnos a través de la palabra escrita– acabará
significando nuestra propia destrucción. De nuevo la etimología viene en nuestra ayuda: cultivo (tierra), cultura (hombre) y culto (Dios) proceden de la misma raíz. Por algo será. No separemos lo que va unido para bien de todos.
Me parece que la
primavera me ha alterado un poco las neuronas. Voy a necesitar un poco de música... primaveral.
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