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martes, 21 de marzo de 2017

La maestra tierra

Ya estamos en primavera. En el hemisferio norte comenzó ayer a las 11:29, hora de Centroeuropa. O sea, que se ha adelantado algo con respecto al calendario oficial. En el jardín de mi casa romana hace ya semanas que los árboles han echado flores, comenzando por las mimosas, que son siempre las más tempraneras. Quizá hubieran florecido antes los almendros, pero no tenemos ninguno. Todos los años se repite el mismo milagro. No dejo de asombrarme. Pero no tanto por el fenómeno botánico en sí mismo –que es ya bastante sorprendente–, sino porque lo que observo en los ciclos de la naturaleza me parece una instructiva parábola de lo que sucede en la vida humana. Hace meses escribí algo sobre el encanto de vivir sujetos al cambio de las estaciones. Al igual que en la naturaleza, también en nosotros hay primavera, verano, otoño e invierno… y otra vez primavera, como describía una hermosa película coreana que os recomiendo. Nacemos (primavera), nos desarrollamos (verano), envejecemos (otoño) y morimos (invierno). ¿Se acaba aquí la historia? ¡No, de ningún modo! La primavera es como un mensaje cifrado que nos habla de que la resurrección está inserta en la dinámica de la vida. Los cristianos no creemos –como los griegos– en el eterno... y aburrido retorno. Creemos en un Dios que nos ha hecho para vivir en plenitud, no para morir. Por eso, cada vez que llega la primavera, aunque estemos en plena Cuaresma, yo la vivo como si fuera la mañana de Pascua: ¡puro anuncio de vida plena!

Es muy probable que todo esto resuene poco en las personas urbanitas, crecidas en medio del asfalto, con el móvil pegado a la oreja, conectadas a cuanto dispositivo electrónico se ponga a su alcance, sin más contacto con la naturaleza que algún paseo por un parque escondido entre rascacielos. Todo esto es quizá inevitable, pero entonces no nos quejemos de que vayamos perdiendo el sentido de la vida, de que no sepamos de dónde venimos ni adónde vamos. Cuanto más nos alejamos de la tierra –la palabra primordial que Dios ha pronunciado– menos comprendemos quiénes somos y Quién nos sostiene en la existencia, cuál es nuestro origen y hacia dónde apunta nuestro final.  Si tuviera que encontrar una terapia radical a las enfermedades urbanas (aislamiento, individualismo, depresión, tristeza), respondería de manera directa: ¡Volvamos a la tierra! Aprendamos de nuevo el arte de preparar el terreno, sembrar la semilla, esperar que crezca, admirar las flores, recoger sus frutos… Muchos de los grandes filósofos, místicos y santos han experimentado esta vía curativa. La tierra se convierte en nuestra maestra. Sin ínfulas de superioridad, nos va adentrando en el misterio del universo y en nuestro propio misterio. Aprender a cultivar un jardín o un huerto es quizá el mejor método de reconciliarnos con el misterio de la vida. Aquí en Italia –y quizá suceda lo mismo en otros países– está creciendo el número de jóvenes urbanos que abandonan la ciudad y vuelven al campo para cultivar la tierra. Es como si la crisis económica nos hubiera despertado del sueño tecnológico y nos hubiera recordado que venimos de la tierra y a ella vamos.

¿Qué nos enseña el cultivo de la tierra? Algo muy elemental: que la verdad, la bondad y la belleza van unidas. El horticultor que siembra una semilla de tomate o el jardinero que planta un rosal saben que en el proceso no hay trampa ni cartón. La tierra los libra de las apariencias, los enfrenta a la verdad de sí mismos, los hace auténticos. El cultivo los hace también buenos (porque deben cultivar virtudes como la capacidad de admiración y asombro, la humildad –palabra que viene de humus: tierra–, el trabajo sacrificado, la espera paciente, la colaboración con otros, la transformación de los detritos en abonos…). La tierra es, por último, una fuente constante de belleza: desde los surcos recién arados hasta las mieses ondeantes, la rosa madrugadora, los tomates rojizos o los racimos orondos que cuelgan de las vides. La tierra es una universidad natural que nos enseña a ser humanos. Y también esta palabra –humano– está emparentada etimológicamente con humus, con la tierra. ¿Por qué la civilización industrial y postindustrial nos separa tanto de la maestra tierra o recicla nuestra vinculación con ella en forma de un ecologismo romántico e insustancial? Cortando estas raíces nos deshumaniza, nos convierte en peleles o espantapájaros, fácilmente manipulables. Un ser sin raíces se troncha o se seca.

Un ser desvinculado de la tierra es un ser potencialmente ateo. No es extraño, pues, que haya una llamativa coincidencia entre abandono de la tierra y ateísmo. Me resulta muy pueril decir que las civilizaciones agrícolas son irracionales y utilizan a Dios como tapagujeros de los fenómenos naturales desconocidos. Este es el mantra al que nos ha sometido desde hace siglos la infatuada civilización industrial. Practicar una sana secularización no significa renegar de Dios. Pero las cosas no son tan simples ni tan lineales, como están haciéndonos ver hoy personas de una gran lucidez que están dando la voz de alarma. La explotación indiscriminada de la tierra, propiciada por la civilización industrial, nos ha llevado a un enorme desastre ecológico de difícil arreglo. Hoy es ya preocupación común. Hace décadas era solo el grito de unos vagos románticos que se oponían al progreso. ¿Este es el famoso avance tan cacareado? Lo mismo está sucediendo con Dios. Para ser progresista hay que desembarazarse de él porque es un residuo pernicioso de las atrasadas civilizaciones agrícolas. ¿Cuánto tiempo vamos a necesitar para darnos cuenta de que también aquí estamos siendo víctimas de un tremendo orgullo? Desatender las lecciones de la maestra tierra –la palabra primordial que Dios nos dirige antes de hablarnos a través de la palabra escrita– acabará significando nuestra propia destrucción. De nuevo la etimología viene en nuestra ayuda: cultivo (tierra), cultura (hombre) y culto (Dios) proceden de la misma raíz. Por algo será. No separemos lo que va unido para bien de todos.

Me parece que la primavera me ha alterado un poco las neuronas. Voy a necesitar un poco de música... primaveral. 


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