Debería escribir
algo sobre san José, el
hombre que hablaba con los hechos, porque este año celebramos hoy su
fiesta. Bueno, en realidad tendría que haber sido ayer 19, pero, al caer en domingo
de Cuaresma, la celebración litúrgica se ha trasladado a hoy. Debería escribir
algo sobre el carpintero de Nazaret, pero prefiero fijarme en un hecho que me
ha dado vueltas en la cabeza a lo largo de la pasada semana. Se me acumularon
tantos trabajos y compromisos que, por primera vez en más de un año, no encontré
tiempo para escribir en este Rincón. Fue
una semana sobrecargada de puntos de
vista, como si se me hubiera concedido durante siete días tomar más conciencia
del inmenso caleidoscopio que somos los seres humanos.
Gente que quiere
suprimir la transmisión de la misa en televisión y gente que la
defiende con uñas y dientes. Gente que acude en masa a Medugorje porque cree que allí se aparece la Virgen y gente que
considera que todo
es una farsa. Gente que aplaude la primavera del papa Francisco y gente que habla de que, en el fondo, la suya es solo una revolución cosmética.
Gente que, con motivo del Día del Seminario,
pide a Dios que haya más vocaciones sacerdotales y gente que se ensaña con esta
casta “hipócrita y anacrónica”. Gente que sueña con sociedades multiculturales
y multirreligiosas y gente que vaticina la pronta
islamización de Europa. Gente a
favor de la maternidad subrogada
y gente en contra de los
vientres de alquiler. La lista de contrastes y divergencias es interminable. Enseguida
me vino a la mente la célebre frase atribuida al torero Rafael
Gómez Ortega, El Gallo, cuando, al enterarse de que Ortega y Gasset era filósofo, respondió con gracejo sevillano: “Hay
gente pa’ to’”. Es verdad: hay gente para todas las ideas, opiniones,
gustos y disgustos. Basta asomarse a las sesiones de cualquier parlamento, a una tertulia televisiva o a un foro de internet. Lo que podría ser una expresión de la riqueza y variedad con las que Dios ha creado el universo es, con mucha frecuencia, fuente de enfrentamientos y odios. Nos falta aplicar a la vida humana el principio ecológico que rige la admirable diversidad y sobreabundancia de la naturaleza.
¿Cómo podemos
vivir juntos con ideas y sentimientos tan distintos y, a menudo, enfrentados?
¿Qué extraño virus transforma la belleza de la diversidad en el cáncer de la
mutua exclusión? ¿Por qué somos tan dilemáticos? ¿Por qué las partes se olvidan del todo y el todo no tiene en cuenta las partes? ¿Por qué oponemos siempre lo
blanco a lo negro, las derechas a las izquierdas, la fe a la ciencia, la
justicia a la caridad, el centro a la periferia, la inculturación a la interculturalidad? ¿Es posible vivir en este mundo tan plural sin caer en
el relativismo, sin andar confundidos o incluso sin perder el sentido del humor?
Contrastes y diferencias ha habido siempre, pero ahora, en las sociedades de la
información, parecen multiplicarse y amplificarse. Uno
tiene la impresión de que no hay una sola idea o causa que concite la anuencia
de todos, ni siquiera el himno o la bandera del propio país. En el pasado era Dios. Casi nadie dudaba de su
existencia, aunque luego su vida discurriera por cauces que contradecían esa
fe. Hoy, Dios es probablemente la cuestión más debatida. Hace pocos días, el ministro
turco de Asuntos Exteriores llegó a afirmar que Europa
será pronto escenario de nuevas “guerras de religión”. ¡Como si no hubiéramos tenido ya bastantes a lo largo de los siglos!
¿Cómo navegar con
serenidad en este mar proceloso en el que por la mañana uno se desayuna con un
joven rapero que confiesa que cree en Dios, o con
Bill Gates que afirma que “tiene
sentido creer en Dios”, y por la noche se va a la cama con unas declaraciones
de Stephen Hawking en las que sostiene que “Dios
no existe”? Si nos movemos en la superficie de las cosas, las
contradicciones acabarán provocando en nosotros una gran confusión, una perezosa parálisis y quizá una
incurable tristeza. Necesitamos bucear en la profundidad, situarnos allí donde todo se
esclarece, donde descubrimos la verdad sin convertirnos en sus esbirros, donde
aprendemos a combinar una gran confianza en nuestra fe cristiana y una gran capacidad de
apertura a los destellos de verdad que pueden existir en cualquier ser
humano, donde todo se unifica en una síntesis que no es producto de nuestros esfuerzos conciliadores sino fruto de la acción del Espíritu de Dios que crea la unidad en la diversidad.
En el fondo, caemos en la cuenta de que en esta vida –como ya nos
advirtió Jesús– crecen en el mismo campo el trigo y la cizaña. Nos seduce la tentación de eliminar
esta última de forma rápida y violenta, pero Jesús ve las cosas de otra manera. Nos pide ser humildes (no poseemos la verdad sino que la buscamos) y pacientes (las cosas no
son tan simples como a veces creemos). De hecho, he comprobado que las personas
más profundas y más enraizadas en Dios son, al mismo tiempo, las más
comprensivas y tolerantes porque saben hasta qué punto confundimos la Verdad –Yo soy la verdad, dice Jesús– con nuestras propias convicciones y hasta con nuestras manías y tozudeces. Cada
vez que una postura nos extrañe, en vez de condenarla de inmediato, sería más
sensato preguntarnos: “¿Qué parte de verdad contiene? ¿Cómo puedo aprender de alguien
que, a primera vista, me resulta extraño y distante?”. Una actitud así no levanta muros sino que tiende puentes. Solo los creyentes de verdad, los buscadores humildes de la Verdad, tienen esta libertad de espíritu.
Un comentario muy acertado sobre las contradicciones que apreciamos cada día. Y una conclusión muy constructiva y crsitiana que conforta ante tanta confusión. Gracias.
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