Hacía años que no
visitaba mi antigua alma mater,
aunque en varias ocasiones había pasado por delante de su fachada camino de la Fontana di Trevi.
Ayer decidí volver unas horas a la Universidad
Pontificia Gregoriana, ubicaba en la plaza de la Pilotta, a medio
camino entre la plaza Venecia y el palacio del Quirinal, en pleno corazón de
Roma. Aunque está emplazada en Italia, goza de extraterritorialidad. Es como si
estuviera situada dentro de la Ciudad del Vaticano. El actual edificio data de
la segunda década del siglo XX. Sin embargo, su fachada clásica se asemeja mucho a
los edificios del Renacimiento italiano. Tras algunos años de vacas flacas, hoy
la Gregoriana –como es
conocida popularmente– sigue gozando de gran prestigio. A ella llegan alumnos
de todo el mundo. Consta de seis facultades (Teología, Derecho Canónico,
Filosofía, Historia y Bienes Culturales de la Iglesia, Misionología y Ciencias Sociales),
dos institutos (Espiritualidad y Psicología) y seis centros dedicados a asuntos particulares: formación de formadores (Pietro Favre), estudios judíos (Cardenal Bea), fe y
cultura (Alberto Hurtado), estudios interreligiosos, protección de menores y
espiritualidad ignaciana.
Al cruzar el
umbral y penetrar en el gran atrio, sentí un poco de nostalgia. Hace 36 años
acudía cada mañana a este lugar con mi maletín –no se estilaban entonces las mochilas– y muchas ganas de ampliar horizontes. Eran los
primeros compases del pontificado de Juan Pablo II, apenas recuperado de su atentado en la plaza de san Pedro. Se comenzaba a percibir una cierta
vuelta atrás, pero la mayoría de los profesores respiraba todavía el aire renovador del Vaticano
II. Tuve a algunos de los grandes, ya fallecidos: Juan Alfaro, René
Latourelle, Zoltan Alszeghy, Jean Galot, etc. Hoy suenan otros nombres con los que no estoy familiarizado. Los aires son también muy diferentes. La Compañía de Jesús –responsable de la gestión de la Universidad– camina al ritmo del
papa Francisco. La Gregoriana se ha convertido en una especie de think tank de este pontificado. Deambulé por el atrio, amueblado con enormes mesas redondas
donde los alumnos pueden conectarse a la red wifi, visité la capilla (que sigue igual que en mis tiempos de
estudiante), entré en algunas aulas (remozadas con nuevo mobiliario y medios
electrónicos), compré un par de libros en la librería y acabé recalando en la cafetería
del fondo. Aquí es donde más cambios noté. Todo me parecía nuevo: la
decoración, el personal y, sobre todo, el ambiente. Hay muchos más colletti romani que en mis tiempos. A principios de los años 80 un cappuccino costaba 500 liras. Hoy se puede
tomar por 90 céntimos de euro. Los precios siguen siendo populares, adecuados
al bolsillo de los estudiantes.
Cuando salí de
nuevo a la calle, respiré hondo, caminé despacio hacia la Via del Corso, la
recorrí entera y regresé a casa a pie, disfrutando de una hermosa mañana primaveral.
Por fuera, todo invitaba a la alegría: gentes que inundaban las tiendas,
turistas armados de móviles inquietos, pintores y músicos callejeros… Por
dentro, experimentaba un doble sentimiento. Por una parte, de suave nostalgia;
por otra, de escepticismo. El recuerdo de los años de estudiante y luego de
profesor (más de 20 en total) me retrotraía al ambiente académico, a la
lectura, al grupo de estudio, a las clases, a la pasión por repensar los temas
centrales de la teología y vincularlos con las grandes cuestiones humanas. La
nostalgia tenía un sabor agridulce: remembranza de viejos amigos esparcidos por el mundo y quizá también de oportunidades perdidas. Pero, por otra, experimentaba la sensación
de que este mundillo padece una suerte de solipsismo e inflación. Ojeando algunas novedades
de la librería, viendo a los alumnos con sus ordenadores y tabletas, leyendo
las listas de cursos en los tablones de anuncios, pensaba que el ambiente universitario
–y quizá más el eclesiástico– tiene mucho de endogámico y hasta de superfluo.
¿Es necesario dedicar tanta inteligencia, tanta energía, tanto tiempo y dinero a
pensar y escribir sobre cosas que muy indirectamente tienen que ver con las preocupaciones
de los seres humanos y que poquísimas personas leen? ¿Quién compra un libro sobre el
análisis gramatical del Nuevo Testamento en griego o todos los volúmenes de las
obras completas de Karl Rahner? ¿Para qué sirven la mayoría de las tesis doctorales que se publican, excepto para obtener el título de doctor? ¿Es necesario decir en 800 páginas, cargadas de aparato crítico, lo que se podría presentar con claridad en 50 o 100? Es como si la inflación solo se justificara por necesidades internas, no por utilidad social.
Enfilando ya la Piazza del Popolo me dejé conquistar –y quizá redimir– por el
adagio Solo
lo inútil es necesario. Muchas de las cosas que pensamos y
escribimos no tienen una aplicación inmediata. Puede que algunas sean incluso perfectamente
prescindibles: producción vacía para mantener en pie el mundillo académico (con
sus puestos, cargos, ritos, vanidades, celos, envidias y miserias). Pero hay también un trabajo serio de pensamiento que
busca la inteligibilidad del misterioso ser humano. Sin este trabajo de
búsqueda personal y de diálogo interdisciplinar, acabaríamos siendo prisioneros de
nuestras producciones, meros números de un sistema anónimo. Es necesario que
alguien nos mantenga en actitud de vigilancia, nos recuerde que el camino está abierto,
que hay vida más allá del último modelo de Smartphone
o de coche. La filosofía y la teología no tienen apenas mercado, pero, por eso
mismo, vuelan con gran libertad, sin atarse demasiado a las presiones de los grupos de poder y a las modas creadas por los medios de comunicación. Nos invitan a preguntarnos de dónde venimos y adónde vamos. Y hasta se atreven a sugerir el camino entre ambos puntos.
Por cierto, el cappuccino y el cornetto estaban más que aceptables. Tendré que volver otro día.
Por cierto, el cappuccino y el cornetto estaban más que aceptables. Tendré que volver otro día.
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