Hoy es el Día Mundial
del Teatro. Con ocasión de esta jornada, la actriz francesa Isabelle Huppert ha compartido su
experiencia: “El
teatro representa para mí la ausencia del odio… El teatro nos protege, nos da cobijo... Creo que el teatro nos ama tanto como
lo amamos nosotros”.
Reconozco que hace tiempo que no voy al teatro y mucho más tiempo que no actúo sobre un escenario,
pero siempre he sentido pasión por él. Tengo una prima que, además de ser guionista de cine y televisión, es autora de obras de teatro y otra que es actriz amateur. Algo me toca de cerca. Por otra parte, yo me muevo en el campo de la liturgia, que tiene también un importante componente teatral. No se puede ser buen presidente de una asamblea eucarística, por ejemplo, sin un cierto dominio del espacio, de la palabra, de los gestos y del ritmo. Todo ello forma parte de la representación.
Me gusta el teatro porque es un laboratorio que permite explorar a fondo muchas experiencias que en la vida corriente se quedan a mitad de camino por falta de tiempo, por pudor o por banalidad. Lo que vivimos a diario (el amor, el odio, los celos, la verdad, la mentira, la belleza, el tedio, la búsqueda, el aburrimiento, la risa, el llanto, la nostalgia, el dolor, la fe, el sinsentido, la desesperación, la esperanza…) puede ser aceptado, profundizado y expresado con todos los resortes y matices que están en manos de los buenos actores. Ellos actúan –nunca mejor dicho– como un espejo en el que vemos reflejadas nuestras experiencias. Al hacerlo, nos entendemos mejor a nosotros mismos, comprendemos al ser humano en general y tomamos conciencia de la complejidad de la vida. El teatro es una medicina contra la superficialidad que nos envuelve porque representa un viaje a las capas profundas de la existencia. Por eso, es importante valorar el trabajo no solo de los actores sino de todos aquellos que trabajan entre bambalinas. Lo que no se ve es esencial para que todo funcione.
Me gusta el teatro porque es un laboratorio que permite explorar a fondo muchas experiencias que en la vida corriente se quedan a mitad de camino por falta de tiempo, por pudor o por banalidad. Lo que vivimos a diario (el amor, el odio, los celos, la verdad, la mentira, la belleza, el tedio, la búsqueda, el aburrimiento, la risa, el llanto, la nostalgia, el dolor, la fe, el sinsentido, la desesperación, la esperanza…) puede ser aceptado, profundizado y expresado con todos los resortes y matices que están en manos de los buenos actores. Ellos actúan –nunca mejor dicho– como un espejo en el que vemos reflejadas nuestras experiencias. Al hacerlo, nos entendemos mejor a nosotros mismos, comprendemos al ser humano en general y tomamos conciencia de la complejidad de la vida. El teatro es una medicina contra la superficialidad que nos envuelve porque representa un viaje a las capas profundas de la existencia. Por eso, es importante valorar el trabajo no solo de los actores sino de todos aquellos que trabajan entre bambalinas. Lo que no se ve es esencial para que todo funcione.
El teatro es
también una experiencia catártica y liberadora. Nos libra, en primer lugar, del
miedo a nosotros mismos. Cuando vemos nuestros temores y silencios encarnados sobre un
escenario, caemos en la cuenta de que no somos los monstruos que pensábamos
ser. Muchos son igual de monstruosos que nosotros. En el fondo, todo personaje teatral saca a la luz algo que todos llevamos dentro. El teatro nos libra también del moralismo con el que contaminamos la verdad de la vida. El
buen teatro no va distribuyendo etiquetas de bueno o malo a los
distintos personajes o situaciones. Se limita a permitirles expresarse, a mostrar
su verdad desnuda, para que el ejercicio de la autenticidad (o la falta de
ella) dé a cada uno su consistencia (o su inconsistencia). El buen teatro es asimismo un
espejo del mundo, aunque –en palabras de Calderón
de la Barca (1660-1681)– el mundo es, más bien, como un inmenso teatro
en el que cada uno desempeñamos nuestro papel. En su clásica obra El gran teatro
del mundo, publicada por primera vez en Madrid en 1665, lleva a las
tablas esta concepción de la vida. El gran auto sacramental se cierra con estas palabras puestas en boca del personaje del
Mundo:
Y pues representaciones
es aquesta vida toda,
merezca alcanzar perdón
de las unas y las otras.
El teatro nos
ayuda comprender mejor nuestro rol en la sociedad. Viendo cómo
actúan los actores sobre el escenario, aprendemos a actuar en la vida
corriente, a separar la persona que somos del personaje que a menudo representamos.
Nuestro rol puede estar ligado al Rolex que llevamos en la muñeca, pero es bueno saber que
esa no es nuestra verdad más profunda, nuestra verdadera identidad. Una de las mentiras que emponzoñan la
vida social es que con frecuencia no sabemos si estamos representando un rol o
estamos siendo nosotros mismos. Cuando nuestra autoestima es baja, tendemos a
cubrir nuestra desnudez con el ropaje del rol: “Soy el director de este banco. Soy el jefe de estudios. Soy el dueño
de esta empresa. Soy el párroco”. Y nos quedamos tan tranquilos. No hay nada más triste que comprobar que una persona no sabe ser ella misma si no se cubre con la máscara del personaje que representa, con un rol socialmente aceptable. Una de las cosas que me gustan de la lengua italiana es que, por lo general, usa verbos distintos para las personas y para los roles. No se suele decir: “Sono il parrocco”
(soy el párroco) sino “Faccio il parrocco”
(es decir, hago el párroco, este es mi trabajo). El verbo ser se aplica a las personas; el verbo hacer a los personajes. No siempre coincide lo que somos con lo que hacemos y viceversa. Aquí se abre un inmenso terreno para el
debate. ¡Se alza el telón. Bienvenidos al teatro!
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