Junto con mis compañeros del gobierno general, llevo varios días
examinando y aprobando los balances y presupuestos de todos los organismos (provincias y delegaciones) de
mi congregación. Es un trabajo de equipo. La economía no es mi especialidad,
pero uno no puede desentenderse de la administración de la casa común. No hay
comunión de vida sin economía compartida y viceversa. Ambas palabras vienen del
griego y ambas han adquirido un significado teológico. En griego, comunión se
dice koinonía (es decir, lo que tenemos en común). Economía
se dice oikonomía (es decir, la norma que regula la
casa). No es necesario romperse la cabeza para descubrir que toda comunidad
auténtica se basa en lo que tenemos en común (comunión) convenientemente administrado (economía). Ya en los Hechos de los Apóstoles leemos que la
primitiva comunidad cristiana expresaba su comunión mediante la puesta en común
de sus bienes: “Los creyentes estaban
todos unidos y poseían todo en común. Vendían bienes y posesiones y las
repartían según la necesidad de cada uno” (Hch 2,44). Pues esto es, ni más
ni menos, lo que vive una comunidad religiosa y, a su manera, también muchas familias y grupos de vida.
Más de una vez algunos de mis amigos me han preguntado cómo funciona la economía de mi congregación claretiana. Es un sistema sencillo. No hay secretos. Todo lo que cada misionero recibe (salarios, pensiones,
donativos, etc.) va a la caja común de la comunidad y es administrado por el
ecónomo local según un presupuesto aprobado cada año por la misma comunidad. Todo lo que la comunidad ahorra va a la provincia (que
es un conjunto de comunidades gobernadas por un superior con su consejo), dado
que una comunidad no puede acumular. Todas las provincias de la congregación,
incluso las más necesitadas, comparten con la administración general según sus posibilidades.
Este es, por así decir, el camino de ascenso de la comunión de bienes. Luego se
da un camino de descenso. La administración general envía cada año el dinero
necesario a las provincias que no pueden cuadrar sus presupuestos con los
recursos propios. Las provincias hacen lo mismo con sus comunidades
necesitadas. Y cada comunidad provee a las necesidades de todos sus miembros.
Teniendo en cuenta que no es lo mismo vivir en Nueva York o Roma que en una
remota misión de Kenia o Timor Oriental, uno puede imaginar los equilibrios que
hay que hacer para que todos puedan vivir con dignidad y atender a sus
compromisos misioneros. Lo que estamos haciendo estos días es ajustar los presupuestos
entre los que donan y los que reciben, de manera que la economía refleje bien la comunión. Más que un problema técnico es una cuestión espiritual.
A veces hay
personas que, por falta de información adecuada o por prejuicios, no entienden esto o imaginan
extraños manejos. Recuerdo al respecto una anécdota ocurrida hace bastantes años en un colegio mayor regentado por los misioneros claretianos. Uno de los universitarios se
enfadó con un claretiano del equipo directivo por algún problema disciplinario.
Estas cosas pasan. Al joven no se le ocurrió un modo mejor de herir al
claretiano que espetarle esta frase: “Pues
sepa usted que con lo que mi padre paga por mí en este colegio mayor ustedes
están alimentando a sus seminaristas”. El claretiano respiró hondo, mantuvo
la calma y le respondió en la misma clave, pero sin alzar mucho la voz: “En parte, es cierto lo que dices. Pero
conviene que recuerdes que con lo que yo y otras muchas personas pagamos en la
consulta de tu padre médico, él te está costeando los estudios y todos tus
gastos”. Se hizo silencio. Todos dependemos de todos. No hay nadie autosuficiente.
El dinero no llueve del cielo ni se encuentra
esparcido por la calle. Lo lógico es que sea el fruto de un trabajo honrado, competente
y solidario. Una congregación religiosa necesita trabajar para conseguir
recursos con los que cubrir las necesidades de sus miembros, atender a la formación
de los jóvenes, cuidar a los ancianos y enfermos y, sobre todo, realizar su misión y ayudar a los pobres. Necesita también llevar un estilo de vida sobrio, que no reproduzca el consumismo ambiental y que permita ahorrar. Como es lógico, muchos de
los compromisos evangelizadores no generan ningún ingreso económico; al contrario, es
necesario subvencionarlos porque están al servicio de los pobres. ¿Qué rédito produce, por ejemplo, atender pastoralmente veinte
aldeas en la misión del Norte de Potosí en Bolivia o abrir escuelitas
rurales en Bozmila, en la India? Todo esto sería imposible sin una confianza ilimitada en la providencia de Dios (que siempre cuida de sus hijos) y en la generosidad de muchos
benefactores que nos ayudan con sus donaciones. Exige, además, una buena organización que facilite la compartición de bienes, de manera que
quien tenga dé y quien necesite reciba. Puedo asegurar que el sistema funciona, pero requiere cultivar unas profundas actitudes espirituales y hábitos de transparencia y honradez. Sin conciencia de formar un solo cuerpo, no se comprende por qué uno debe compartir sus bienes con los demás. No basta, pues, utilizar un mismo plan de cuentas y un buen sistema informático. No basta la buena voluntad o efímeros sentimientos solidarios. Se requiere una sólida espiritualidad. La cartera no se mueve si antes no la hecho el corazón.
Como cualquier
realidad humana, también ésta tiene sus limitaciones. No está exenta de fallos y hasta
de abusos y escándalos en algunos casos. Pero eso no invalida su sentido. Quien
comparte la vida, debe compartir los bienes. Donde hay comunión (koinonía) hay economía (oikononía) solidaria. Hablando en griego, para que todo el mundo entienda. ¿Se podría organizar de un modo parecido la vida social para ir superando las diferencias abismales que observamos entre ricos y pobres? ¡Este es el reto de quienes están trabajando en el campo de la economía de comunión y de la economía solidaria!
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