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viernes, 3 de marzo de 2017

Señor, enséñanos a orar

En estos primeros días de la Cuaresma resuena en mí la petición que uno de sus discípulos le formula a Jesús: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Esta petición no es una simple ocurrencia. El evangelista Lucas precisa que el discípulo la presenta cuando Jesús acabó de orar. A nadie deja indiferente la imagen de un hombre joven postrado en tierra y en completo silencio. ¿Qué hace Jesús cuando se retira al monte a primera hora de la mañana? ¿Por qué es necesario comenzar la jornada orando? ¿En qué consiste exactamente esa práctica que, por otra parte, era normal en cualquier judío devoto? ¿Por qué si era normal el discípulo le pide a Jesús que les enseñe? ¿Es que no habían aprendido desde niños a dirigirse a Yahvé con las plegarias de los Salmos? Si hoy le pidiéramos a Jesús que nos enseñase a orar también a nosotros, ¿qué nos respondería?

A lo largo de mi vida misionera he observado que para algunas personas orar es sinónimo de rezar. Cuando escuchan que los cristianos no podemos vivir sin oración, imaginan que se trata de dedicar algún tiempo a repetir las plegarias que aprendieron desde niños, sobre todo el Padrenuestro y el Avemaría. Hay personas que por su carácter, educación familiar o contexto social, son muy rezadoras. En múltiples circunstancias (por ejemplo, al comenzar una comida o emprender un viaje) rezan pidiendo a Dios su protección o dándole gracias por algún favor. En general, estas personas sienten que la vida es muy frágil y que necesitamos una especial protección de Dios. Sienten también que todo lo que recibimos es un don suyo por el que tenemos que estar muy agradecidos. Rezar se convierte en un hábito asociado a algunos momentos del día (por lo general, la mañana y la noche), a ciertas prácticas (como comer, viajar, empezar una actividad) o a determinadas circunstancias (visitar una iglesia o santuario, acercarse a un cementerio, hacer un examen, padecer una enfermedad, someterse a una operación, etc.).

Para otras personas –quizá en número menor– la oración es una forma única de situarse ante el Misterio de Dios. A veces se expresa también a través de rezos, pero, por lo general, adopta la forma del silencio, la quietud y la contemplación. Es como interrumpir el curso ordinario de la jornada para sintonizar con otra onda que va más allá de las normales preocupaciones. No consiste tanto en decirle palabras a Dios cuanto en hacer silencio para percibir su voz. Orar es un ejercicio de respiración pausada en el que los movimientos del cuerpo (inspirar y expirar) reproducen los movimientos de la vida humana: recibir y dar; es decir, amar. En este sentido, orar equivaldría a un ejercicio consciente de amor a Dios y, en él, a todos los seres humanos, a toda la creación. Cada uno realiza este ejercicio a su manera porque en el terreno del amor no hay dos modelos iguales.

Cualquiera que sea nuestra forma de entender y vivir la oración, la Cuaresma constituye una invitación a cultivarla con más autenticidad y constancia. Es muy probable que, a medida que pasan los años y ganamos en experiencia vital, adquiramos también mayor conciencia de que no sabemos orar, de que hemos sucumbido a prácticas que nos dejan secos. Quizás experimentamos que la oración se ha convertido en un soliloquio, en una rutina, en una simple proyección de necesidades y deseos, en una inútil pérdida de tiempo. Entonces encontramos fáciles excusas para sustituirla por otras prácticas que nos parecen más productivas y menos infantiles. Suele ser el primer paso hacia el progresivo abandono. Por eso, al comienzo de esta Cuaresma, tal vez necesitamos comenzar con un ejercicio sencillo, de precalentamiento. Bastaría situarse en un ambiente tranquilo y repetir, al ritmo de la respiración, la frase del discípulo: “Señor, enséñame a orar”. El reconocimiento humilde de nuestra incapacidad nos sitúa ya en el umbral de la verdadera oración. El Espíritu ora en nosotros cuando se da por nuestra parte una actitud humilde y abierta. Lo demás vendrá por añadidura. 


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