Formo parte de una comunidad compuesta por 30 personas provenientes de 15 países distintos. Nuestra lengua común es el italiano, pero a menudo hablamos en español, inglés, francés y otros idiomas. Comemos comida italiana, lo que no obsta para que de vez en cuando aparezcan en la mesa otros productos: condimentos picantes de la India, mate argentino, dulces filipinos, chorizo y turrón de España... El hecho de convivir personas de diversas proveniencias es un hecho neutro, una expresión del multiculturalismo que caracteriza hoy a la vida religiosa y también al mundo globalizado. Puede ser enriquecedor o frustrante, fuente de crecimiento u ocasión de conductas regresivas. Depende de cómo se acepte el hecho y, sobre todo, de cómo se maneje el proceso de integración.
La mayoría de nuestras ciudades europeas son también multiculturales y multiétnicas. Vivimos tiempos de mezclas. Es verdad que hay grupos humanos (desde familias a naciones enteras) que reivindican sus señas particulares con pasión, pero no es fácil poner límites y señalar fronteras, decir dónde termina lo mío y dónde empieza lo del otro. Los nacionalismos excluyentes parecen tenerlo claro, pero la realidad es mucho más compleja. Las identidades son cambiantes y flexibles, se combinan de diferentes modos creando nuevas síntesis que asumen lo mejor de las precedentes. Hoy se insiste mucho –sobre todo, en el ámbito de la vida religiosa– en que no debemos contentarnos con aceptar el hecho de que procedemos de culturas diversas (multiculturalidad) sino que tenemos que caminar hacia un diálogo cultural que nos enriquezca a todos (interculturalidad). El desafío puede sonar atractivo y hasta imprescindible, pero no es nada fácil. Partiendo de mi limitada experiencia, se me ha ocurrido escribir este
La mayoría de nuestras ciudades europeas son también multiculturales y multiétnicas. Vivimos tiempos de mezclas. Es verdad que hay grupos humanos (desde familias a naciones enteras) que reivindican sus señas particulares con pasión, pero no es fácil poner límites y señalar fronteras, decir dónde termina lo mío y dónde empieza lo del otro. Los nacionalismos excluyentes parecen tenerlo claro, pero la realidad es mucho más compleja. Las identidades son cambiantes y flexibles, se combinan de diferentes modos creando nuevas síntesis que asumen lo mejor de las precedentes. Hoy se insiste mucho –sobre todo, en el ámbito de la vida religiosa– en que no debemos contentarnos con aceptar el hecho de que procedemos de culturas diversas (multiculturalidad) sino que tenemos que caminar hacia un diálogo cultural que nos enriquezca a todos (interculturalidad). El desafío puede sonar atractivo y hasta imprescindible, pero no es nada fácil. Partiendo de mi limitada experiencia, se me ha ocurrido escribir este
DÉCALOGO DE UNA COMUNIDAD INTERCULTURAL
(Úsese con moderación y buen humor)
(Úsese con moderación y buen humor)
Una comunidad religiosa interculural es un pequeño laboratorio en el que se ensayan fórmulas de vida que, salvadas las diferencias, pueden ser útiles en otros ámbitos (familiares, sociales, etc.). No está escrito el guion. Cada día hay que estar agradeciendo los logros y pidiendo perdón por los errores. Por eso, las comunidades interculturales son también escuelas de espiritualidad, porque ponen a prueba nuestras convicciones, exigen una continua purificación de actitudes y nos empujan a ensayar nuevas destrezas. Apurando un poco la simbología, se podria decir que una comunidad intercultural es una Cuaresma permanente, una oportunidad de conversión y un tiempo de camino.
Gracias Gonzalo, buen decálogo y para tener en cuenta el subtítulo. También es válido para los seglares que te seguimos, ya que nos movemos, muchos, en familias interculturales y en ambientes interculturales.
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