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sábado, 4 de marzo de 2017

La vida como espectáculo

Por carácter, contexto social y formación no soy muy dado al espectáculo. Prefiero siempre la discreción. Pero comprendo que hay gustos para todo. Hay personas que solo se sienten bien consigo mismas si dan la nota, provocan, llaman la atención y ocupan siempre el centro en un alarde de exhibicionismo impúdico. En los últimos días los periódicos y televisiones de España han hablado mucho sobre un drag queen disfrazado de la Virgen María y de Jesucristo crucificado durante los carnavales de Las Palmas de Gran Canaria. Ha habido opiniones para todos los gustos, aunque, en general, han predominado las críticas a lo que se considera una actuación irreverente e incluso una ofensa a la religión. También se ha debatido mucho sobre el famoso autobús de la asociación Hazte Oír que realiza una campaña contra los transexuales y que ha sido inmovilizado por la policía municipal de Madrid. Ambos asuntos calientan enseguida las redes sociales, reabren los debates sobre la libertad de expresión y sus límites, el significado público de la religión, las relaciones entre ética y ley, etc. Son temas demasiado complejos para resolverlos en un par de brochazos. No se trata de multiplicar las críticas a unos y a otros o de empezar campañas de desagravios, prohibiciones, etc. Lo urgente es reflexionar sobre el significado profundo de fenómenos como estos, que son solo indicadores de algo mucho más extendido.


A pesar de su enorme diferencia, ambos fenómenos entran dentro de la sociedad del espectáculo. Pretenden impactar, provocar emociones, llevar las cosas hasta el límite, tensar la cuerda para que se rompa por algún extremo y haya más de qué hablar. Vivimos de tal manera dominados por los medios de comunicación que para que algo sea conocido o valorado tiene que codificarse como si se tratara de un espectáculo. Es decir, tiene que romper la monotonía de la vida ordinaria, despertar, provocar y, si se considera conveniente, escandalizar. Hace tiempo que no se apela a la razón y ni siquiera al sentimiento. En tiempos de posverdad, los principios y los valores cuentan poco. Se trata de remover las vísceras, de agitar los demonios que todos llevamos dentro. Sucede en la llamada telebasura y hasta ha empezado a practicarse en los parlamentos. Ya no se habla tanto de los argumentos de los oradores y de sus proyectos sino de las performances que se les ocurren a algunos políticos para que los medios hablen de ellos: darse un beso en los labios, llevar camisetas con mensajes, levantar carteles, etc. Para ser político hay que hacerse cómico o payaso. ¡Que se lo pregunten al italiano Beppe Grillo, fundador del movimiento Cinque Stelle!


La vida se está reduciendo a mero espectáculo. ¡Hasta la liturgia se considera demasiado aburrida si procede según el rito ordinario! Muchos esperan que el cura de turno sorprenda al auditorio con alguna ocurrencia cada domingo para entretener al personal y no hacerle pensar demasiado. Pareciera que el aburrimiento se ha convertido en el principal pecado de una sociedad que aspira a divertirse. En realidad, la sociedad del entretenimiento es una sociedad capitalista. Aplica el principio de máximo beneficio con el mínimo esfuerzo.  Hace años Sperber y Wilson propusieron con su Teoría de la Relevancia que un oyente interpreta un mensaje según el principio de máximo interés y mínimo esfuerzo. En esto se basan los llamados reality shows y, en general, todos los espectáculos.


Naturalmente, no estoy en contra del entretenimiento y de la dimensión lúdica de la vida. El ocio es tan necesario como el negocio para el equilibrio humano. La diversión y la fiesta forman parte de una vida sana. Incluso la sátira y el ditirambo. Me rebelo contra la espectacularización de todo, contra la reducción de la complejidad humana a pura mercancía. En el fondo, creo que esta tendencia imparable levanta acta de la superficialidad en la que vivimos. Cuando no encontramos dentro de nosotros mismos razones suficientes para vivir, necesitamos rellenar el vacío con elementos de fuera. El espectáculo nos saca de nosotros y nos obliga a jugar la partida de la vida en un campo que apenas nos concierne, en un campo alquilado, en el que son otros los que imponen las condiciones. La solución no es fácil porque vivimos en la cultura del entretenimiento que, por otra parte, es un poderosísimo motor económico. Solo quien aprende a descubrir el maravilloso espectáculo interior puede descolgarse de tantos productos que, además de ser a menudo de muy baja calidad, resultan adictivos.

Quizá el ayuno que la Iglesia nos propone en el tiempo de Cuaresma tenga que ver algo con todo esto. En  el pasado se hablaba de abstenerse de comer carne y otros alimentos para hacer una purificación corporal que nos predispusiera a la escucha atenta de la Palabra de Dios. Creo que hoy un ayuno significativo tendría que purificarnos del exceso de estímulos que nos empujan siempre hacia fuera de nosotros mismos y que, en consecuencia, no nos permiten disfrutar de nuestra verdadera identidad. El ayuno nos desintoxica de tantos elementos contaminantes que se han infiltrado en nuestra vida. Es verdad que los clásicos hablaban del gran teatro del mundo, pero la vida es algo más que un espectáculo que se juega fuera y que hay que alimentar con continuos estímulos. La vida es, sobre todo, un milagro que acontece dentro. El ayuno, en definitiva, es un viaje desde la superficialidad de la vida entendida como espectáculo a la profundidad de la vida entendida como don y misterio. 

1 comentario:

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