Ya se sabe que el
Evangelio del I
Domingo de Cuaresma presenta siempre el relato de las tentaciones de
Jesús. En la versión de Mateo que leemos este año (ciclo A) constituyen un verdadero manual de supervivencia. También
hoy os aconsejo tomaros tiempo para leer la larga pero interesantísima reflexión
de Fernando
Armellini. Eso me ahorra explicaciones que alargarían mucho este post. Imaginar a Jesús como un hombre tentado –es decir, sometido a prueba– lo acerca mucho a lo que nosotros vivimos a
diario: “Como él mismo sufrió la prueba puede ayudar a los que son probados” (Heb 2,18). Para la Biblia, una tentación no
es solo una incitación al mal sino, sobre todo, una prueba para verificar la solidez de nuestras decisiones, una
ocasión de crecimiento. Uno no puede ser aprobado
en la carrera de la vida sin ser probado. Este es el contenido fundamental del relato
del Génesis que se proclama en la primera lectura. Adán y Eva –es decir, cada
uno de nosotros– somos probados para ver si nos dejamos llevar por las promesas
de una felicidad aparente o nos fiamos de la palabra de Dios. La felicidad aparente –tan cacareada hoy en la
sociedad de consumo– fácilmente “llama al
mal bien y al bien mal, toma las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, lo
amargo por dulce y lo dulce por amargo” (Is 5,20). En otras palabras, la felicidad
aparente es, por esencia, engañosa.
Jesús revive en
carne propia el mito de Adán y Eva y, sobre todo, las pruebas que el pueblo de
Israel experimentó en el desierto. Esta es la perspectiva de Mateo. Por eso sitúa también a Jesús en el desierto durante un período de cuarenta días que evoca los cuarenta años del pueblo en camino desde Egipto hacia la tierra prometida. Se trata de tres maneras
erróneas de relacionarse con las cosas, con Dios y con las personas. El
evangelista ha construido un relato didáctico en el que este paralelismo es
evidente. Al mismo tiempo, coloca delante de nosotros un espejo para ver cómo
afrontamos nosotros estas mismas pruebas. En realidad, se trata de una
confrontación entre dos palabras: la del diablo (que nos invita siempre a
colocarnos en el centro) y la de Dios (que nos invita a fiarnos de Él). Esta tensión está en el centro de las tres tentaciones (palabra contra palabra):
- La primera tentación se refiere a la relación con las cosas. El diablo seduce a Jesús con palabras lisonjeras para que no se contente con el pan de cada día sino que caiga en la tentación fácil de acumular, en la avidez de quien pone su seguridad en los bienes de este mundo. Es la tentación que todo ser humano tiene y que hoy reviste la forma de publicidad, consumismo, explotación e injusticia. Jesús la afronta de cara. Contrapone la fuerza de la Palabra de Dios a la sutil insinuación de la palabra diabólica: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3).
- La segunda tentación afronta nuestra manera equivocada de relacionarnos con Dios. El diablo quiere convencer a Jesús de que Dios es el recurso fácil para resolver todos los problemas de la vida. Lanzarse del alero del templo y esperar que los ángeles impidan la caída es una forma simbólica de referirse a un Dios mágico, al alcance de la mano, servidor de nuestros caprichos. Jesús, que ama al Padre sobre todas las cosas, no se deja derrotar por invitaciones tan insidiosas. Responde también con la fuerza de la Palabra: “No tentarás al Señor, tu Dios” (cf. Dt 6,16).
- La tercera tentación afecta a la relación con los otros. Es quizás la más seductora de todas. Es la tentación del poder, del dominio de las otras personas. Cuando no sabemos relacionarnos con ellas a través del amor escogemos el atajo de la manipulación y la fuerza. Pero Jesús no se deja tampoco arrastrar por esta tentación que los seres humanos padecemos. Encuentra de nuevo fuerza en la Palabra: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto” (cf. Dt 6,13).
Jesús, desde el
punto de vista humano, fue una persona inteligente, lúcida, valiente, atractiva.
Tenía magnetismo, encandilaba a la gente. Podría haber tenido un éxito
arrollador si hubiera seguido los dictados de lo políticamente correcto. No hubiera acabado en la cruz si hubiera adorado
a Satanás; es decir, si se hubiera
plegado a los principios de este mundo: competitividad, recurso a la fuerza y
la opresión, alianza con los poderosos, utilización de sus métodos violentos,
etc. Pero Jesús, dejándose guiar por la Palabra de Dios, escogió el camino
opuesto: se hizo siervo, se colocó el último de la fila, se relacionó con las cosas,
con Dios y con los demás desde el amor y no desde el dominio y la
explotación. No cayó en la tentación de Adán y Eva sino que la venció. Superó
la prueba. Fue aprobado.
Cuando volvemos a
meditar estas cosas experimentamos un escalofrío que nos recorre todo el
cuerpo. En el espejo que Mateo nos coloca delante vemos reflejado al Jesús que
vence con la auténtica Palabra de
Dios la palabra adulterada del
diablo, que también se remite a la Escritura pero retorciéndola y manipulándola. En ese mismo espejo nos vemos también reflejados nosotros, hombres y mujeres que a
diario somos asaeteados por palabras seductoras que tratan de engañarnos: “Lo
de Dios es un cuento chino, aprovecha la vida”, “Deja ya de preocuparte por los
demás, que se ocupen otros”, “A vivir, que son dos días”, “El que no pisa no
avanza”… ¿Cuánto tiempo podemos resistir sin dejarnos llevar por estas
insinuaciones que hoy se han hecho cultura dominante? ¿De qué armas disponemos
para el combate? ¿Basta con ser inteligente o tener una voluntad de hierro? La
respuesta de Mateo es clara. Solo podemos hacer frente a estas tentaciones
sirviéndonos del arma que Jesús empleó: la Palabra de Dios. En el fondo, cuando
la Iglesia coloca el relato de las tentaciones al principio de la Cuaresma, nos
está trasmitiendo un mensaje nítido: si quieres avanzar por el camino de la
vida, si quieres superar las tentaciones, necesitas alimentarte con la Palabra
de Dios. No hay mucho más que añadir.
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