Hace mucho tiempo
que no trabajo directamente con jóvenes, aunque tengo contacto con algunos de
los llamados millennials;
es decir, los que nacieron entre 1982 y 2004, a caballo entre dos milenios. En
España son más de ocho millones. Algunos de sus rasgos me resultan bastante lejanos, pero procuro sintonizar con su manera de ver la vida. Sé que muchos adultos los etiquetan de
perezosos (porque se quedan en casa de los padres hasta pasados los 30 años),
narcisistas (porque se gustan a sí mismos y lo demuestran en las redes
sociales) y consentidos (porque nacieron con todo a su favor y creen que les es debido). Lo cual no obsta
para que los jóvenes españoles entre 18 y 34 años sean también críticos,
exigentes, reformistas, poco materialistas, comprometidos, digitales y
participativos. Dicen que son la generación más preparada y con menos
posibilidades de sacar partido a su preparación. No sé si es verdad. El concepto de preparación suele referirse a conocimientos y destrezas, pero la preparación para la vida comporta muchas
más cosas que una licenciatura, un par de masters
y dos lenguas extranjeras. Exige algunas convicciones y actitudes sin las
cuales, por excelente que sea la cualificación académica, uno no se abre camino
o se viene abajo a las primeras de cambio. Es verdad que las posibilidades
laborales han disminuido (basta ver la alta
tasa de paro juvenil), pero también lo es que caminamos hacia una nueva
concepción y organización del trabajo y que conviene prepararse para ella.
Como misionero,
me preocupa, sobre todo, la
actitud de los jóvenes hacia la fe y la justicia. Solo el 36% dan su
aprobación a las instituciones religiosas. Sin embargo, la aprobación de los
movimientos sociales y de las ONGs sube hasta más del 80%. Para ellos, un “buen
ciudadano” es, por este orden, quien trata de entender a la gente con opiniones
distintas (tolerancia), ayuda a las
personas con menos posibilidades (solidaridad)
y no evade impuestos (sentido cívico).
La familia, los amigos, el trabajo, los estudios, el sexo, ganar dinero y la política
son –también por ese orden– sus prioridades. Suelo ser bastante escéptico con
respecto a las encuestas, pero ofrecen un primer acercamiento. De ellas se
deriva que la preocupación religiosa no aparece como algo destacado en el
horizonte de los millennials; por lo
menos, de manera explícita. Son muy sensibles –eso sí– a las relaciones cercanas
(familia y amigos) y, en general, se muestran tolerantes (han vivido desde
niños en sociedades abiertas) y solidarios (sintonizan con las corrientes en
boga). La imagen que yo tengo de aquellos con quienes me relaciono encaja
bastante bien en estos parámetros. Sin querer sacar conclusiones apresuradas,
esto significa que si perciben la religión como algo frío, intolerante e
insolidario, no van a sentirse atraídos por ella. Y, por desgracia, esa es la
imagen con la que a menudo suele presentarse en los medios de comunicación
social porque siempre hay hechos deplorables que la sustentan.
Estamos
comenzando la Cuaresma. ¿Habría alguna manera de compartir con esta joven
generación la experiencia de que Jesús es lo más cálido que le puede suceder a un ser
humano? ¿Es tan difícil mostrar que el encuentro con él no nos
convierte en talibanes de la fe sino que dilata hasta el infinito la capacidad
de comprensión y acogida, que un seguidor auténtico de Jesús es siempre una
persona abierta y tolerante porque él mismo es un buscador? ¿Hace falta subrayar
que no hay fe verdadera sin solidaridad con los más necesitados, que Cristo se
hace el encontradizo en los más vulnerables e indefensos? Cuando veo a grupos
de jóvenes sumergidos en el botellón del
fin de semana o seducidos por propuestas totalitarias que les dan seguridad –estoy pensando en la
película La ola,
que vi el sábado– siento ganas de decirles que hay Alguien que los está esperando,
que los acepta como son, que tiene para ellos una propuesta de vida inimaginable.
Naturalmente, detesto hacerlo al estilo de muchos predicadores pentecostales que venden el Evangelio como si fuera un producto de limpieza, pero
confieso que no sé cuál es la manera mejor. Tan cerca de ellos con el corazón y, a veces, tan
lejos en las palabras y actitudes. Alguien tiene que ayudarnos a rellenar esta brecha. No podemos privarles del mejor tesoro de nuestras vidas.
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