Nunca he estado en
ninguna de las dos ciudades autónomas españolas en territorio africano. No
conozco, por tanto, ni la famosa valla de
Ceuta ni la de Melilla. La
primera mide 8 kilómetros y la segunda 12. Ambas sirven para separar el territorio
español de la zona neutra limítrofe con Marruecos. Su propósito original era impedir
la inmigración ilegal y el contrabando comercial, pero se han trasformado, de hecho, en un
símbolo de la Europa fortaleza.
Se habla de valla pero, en realidad, se trata de una construcción de dos vallas
paralelas de tres metros de altura con alambres de púas encima. Las vallas están siendo
dobladas hasta los seis metros, bajo los auspicios del programa europeo Frontex. Cada cierto
trecho hay puestos de vigilancia. Entre ambas vallas hay caminos para facilitar el
paso de vehículos que patrullan la zona. Hay también cables bajo el suelo que conectan
una red de sensores electrónicos de ruido y movimiento. La valla está provista
de luces de alta intensidad, videocámaras de vigilancia y equipos de visión
nocturna.
Si hoy hablo de
este tema es por dos razones. Primera: el pasado viernes 17 de febrero
más de 400
personas lograron entrar en Ceuta por la valla de El Tarajal. Es una invasión en toda regla. Segunda: en los últimos meses se ha hablado mucho del famoso muro que
Donald Trump quiere construir entre Estados Unidos y México y quizá
hemos olvidado que tenemos otros muros en la puerta de entrada de nuestra casa europea. Tanto
España como Italia y Grecia están siendo los países por los que entran
–o intentan entrar– más inmigrantes sin
papeles. En la isla de Lampedusa no hay –que yo sepa– ningún muro, pero en Ceuta y Melilla hace casi 20 años que
existe la famosa valla de separación, que cada vez se ha ido reforzando más. Para unos es una medida disuasoria y protectora. Para otros, el símbolo de la injusticia y la vergüenza.
No me gusta hablar sobre temas de los que no tengo una experiencia directa o
convertir una reflexión en una arenga. Por eso, procuraré ser cauto. No es
justo lanzar juicios sobre los demás desde la comodidad de una oficina o desde un
sillón frente al televisor. Por otra parte, el teclado del ordenador aguanta cualquier cosa que uno quiera
escribir. Me pongo, en primer lugar, en la piel de los guardias civiles y policías que han
sido destinados a controlar la zona y comprendo su rabia e impotencia. Ellos
hacen el trabajo sucio para que nosotros vivamos tranquilos y no tengamos que mancharnos las manos. La paradoja es que
muchos de los que cuestionan estas vallas y el trabajo de las fuerzas del orden –entre los que tal vez nos
encontramos nosotros– no estarían dispuestos a que en su barrio o en su calle
vivieran las personas que se cuelan por ella. Hay que ser, pues, muy cautos y
evitar los eslóganes vacíos simplemente porque es lo que se lleva ahora, pero
sabiendo que, en el fondo, no comprometen a nada, no modifican lo más mínimo nuestro
estilo de vida.
Pero me pongo,
sobre todo, en la piel de quienes, tras meses o años de espera, sueñan con que,
atravesando la valla, va a empezar para ellos una vida nueva, aunque eso
signifique transcurrir semanas o meses en un Centro de Acogida Temporal para Inmigrantes
(los famosos CATI), con el temor de ser devueltos a sus países de origen. Es verdad que hay mafias que explotan a estas personas indefensas (hay que combatirlas).
Es verdad que entre los inmigrantes hay algunos muy violentos que atacan con
furia a las fuerzas de seguridad (hay que reducirlos). No excluyo tampoco que en casos aislados algunos sean
carne de cañón de intereses espurios, quintacolumnistas al servicio de los señores de la guerra y de la droga (hay que defenderse de manera proporcionada).
Pero en la mayoría de los casos, cuando
uno arriesga la vida saltando una valla con cuchillas y púas o cruzando el Mediterráneo en una balsa neumática, no es por negocio, placer o aventura: es por pura necesidad. Trata de escapar
de la guerra, el hambre, la persecución y la miseria. Con papeles o sin papeles, se trata de seres humanos. Y como tales
deben ser tratados siempre y sin ninguna excepción. Esto tendría que ser incuestionable. Pero parece
que no siempre ha sido así. Se han reportado casos de abusos de diverso tipo,
algunos muy graves. Y el mayor abuso es condenar a los inmigrantes a que mueran ahogados en el Mediterráneo, nuestro gran cementerio, como clama con frecuencia el papa Francisco. Algunas
ONGs han denunciado también que Ceuta
y Melilla son una especie de limbo legal en el que los inmigrantes no
gozan de los derechos que les corresponden. El arzobispo de Tánger –el español Santiago
Agrelo– que conoce más de cerca la situación, se muestra siempre muy crítico
con las políticas de la Unión Europea en materia de inmigración: “No podemos humillar a los pobres
haciéndolos partícipes de los desechos de nuestra riqueza”.
¿Cómo proceder
para que las cosas no siguen un curso degradante? Los más críticos con estas invasiones (entre los que se cuentan
muchos políticos y personas de bien) señalan que es necesario regular el flujo de inmigrantes para evitar los problemas
que acarrea una inmigración incontrolada: acceso al mercado laboral y a la sanidad, seguridad ciudadana, etc. Tienen toda la razón, pero los
que conocen bien el tema saben que a menudo se trata de pura retórica porque para
un africano que no sea rico, político, deportista de élite, sacerdote o profesional cualificado es
casi imposible entrar legalmente en Europa. Yo mismo he tenido una
experiencia directa de las dificultades que implica el proceso. La viví hace
unos años en la Embajada de España en Kinshasa. ¡Y eso que se trataba de
solicitar el visado para dos estudiantes claretianos con todos los papeles en
regla! No quiero ni pensar en lo que sucede con los miles de personas que no
tienen más motivo para viajar que la necesidad de sobrevivir. El problema es
muy complejo. La solución no puede ser simple. Implica varios niveles: desde cambiar de raíz el sistema económico internacional (que siempre beneficia a los más poderosos), moderar nuestro consumismo absurdo y fomentar las inversiones económicas que generen empleo en los países de los que proceden los
inmigrantes... hasta potenciar los proyectos de solidaridad y cooperación, luchar contra la corrupción local e internacional y entrenar
a los policías del Sahel para frenar el tráfico incontrolado y, sobre todo, las
mafias explotadoras.
Pero las imprescindibles medidas estructurales a
medio y largo plazo no deberían ser una excusa para no afrontar con el máximo de
humanidad los problemas a corto plazo. Es muy fácil montar una pancarta y salir
a la calle gritando: “Más puentes y menos
muros”. ¿A quién no le suena bien una frase tan redonda como ésta? Pero cuando bajamos al terreno de la vida cotidiana, no son muchas las personas capaces
de asumir los costes humanos y económicos que supone el ejercicio de la solidaridad. Como signo de que sí hay algunas, me alegra enormemente la masiva
manifestación que tuvo lugar el pasado sábado en Barcelona en favor de
la acogida de refugiados bajo el lema “¡Basta
de excusas! Acojamos ahora”. Según el acuerdo adoptado hace un año y medio
por los países miembros de la UE, España debería haber acogido a 17.000
personas, pero hasta ahora solo ha aceptado a poco más de 700. Está claro que
hay que moverse. ¿Estamos dispuestos a hacerlo? Ya hay muchas organizaciones que han pasado de la conmoción a la acción. Recuerdo la red Andalucia Acoge o la asociación Karibu, por ejemplo. Pero hay muchas más. Dentro de unos días os contaré
la iniciativa que ha tomado mi propia comunidad en coordinación con el Centro
Astalli de Roma. Es una gota de agua en el océano, pero más vale algo que nada. Al final, siempre es más fuerte la solidaridad que la indiferencia. Es el arma de que disponemos los seres humanos para reflejar la preocupación de Dios por todos sus hijos, sobre todo por los más indefensos.
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