Hoy se celebra la memoria
de Nuestra
Señora de Lourdes. La Iglesia la invoca como patrona de los enfermos;
por eso se celebra también hoy la Jornada
Mundial del Enfermo, instituida por san Juan Pablo II en 1992. Este año,
con motivo de su XXV edición, el papa Francisco ha dirigido un mensaje basado
en el Magnificat de María: El
asombro ante las obras que Dios realiza: «El Poderoso ha hecho obras grandes
por mí…» (Lc 1,49). Hace unos 30 años que visité el santuario de
Lourdes. Desde entonces no he tenido oportunidad de volver. Es verdad que, como
sucede en todos los santuarios, hay un aspecto comercial que escandaliza a
muchos. Ya se sabe que donde hay aglomeraciones humanas surgen enseguida los
vendedores de todo tipo. Esto sucedía también en tiempos de Jesús en torno al templo
de Jerusalén. Pero también es verdad que, más allá de los 67 milagros
reconocidos oficialmente por la Iglesia como tales, muchas personas encuentran
o reavivan la fe en Dios en contacto con la madre de Jesús. Como reconoció el
arzobispo anglicano Rowan Williams, en
su visita a Lourdes en septiembre de 2008, “María se nos presenta aquí como la
primera misionera, la primera mensajera del Evangelio”. Esto es válido para cualquier peregrino, pero de manera
especial para los enfermos que buscan en María un amparo. El lunes pasado
escribí algo sobre la experiencia
de la enfermedad. Cuando perdemos la firmeza, necesitamos buscar apoyo.
Eso es lo que significa María para los miles de personas que la invocan o que
acuden en peregrinación a Lourdes.
De todos modos, hoy
sábado quisiera fijar mis ojos en la oración mariana que, junto con el Avemaría,
más repetimos los cristianos: la Salve. Aunque ha recibido
varias atribuciones a lo largo de la historia, no se sabe quién fue su autor. Desde
hace más de siete siglos ha entrado en el acervo popular. El original latino ha
sido traducido a infinidad de lenguas. Junto al tono
gregoriano común, existen muchas versiones musicales en diferentes
estilos. Una de las más hermosas es la que cantan los cartujos,
pero no faltan versiones atrevidas como la llamada Salve rociera
(que es, más bien, un Avemaría) o como la versión rock que veremos en el vídeo final.
Os invito a fijar
nuestros ojos en la letra.
LATÍN
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ESPAÑOL
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Salve, Regina, Mater
misericordiae.
Vita dulcedo, et spes nostra, salve.
Ad te clamamus, exsules
filii Hevae.
Ad te suspiramus, gementes
et flentes,
in hac lacrimarum valle.
Eia, ergo, advocata
nostra,
illos tuos misericordes
oculos ad nos converte;
et Iesum, benedictum
fructum ventris tui,
nobis post hoc
exsilium ostende.
O clemens, O pia, O dulcis
Virgo Maria.
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Dios te salve, Reina y Madre
de Misericordia,
vida, dulzura y esperanza
nuestra, Dios te salve.
A ti clamamos los desterrados
hijos de Eva.
A ti suspiramos gimiendo y
llorando
en este valle de lágrimas.
Ea, pues, Señora abogada
nuestra,
vuelve a nosotros esos tus
ojos misericordiosos;
y después de este destierro,
muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.
Oh clemente, oh piadosa, oh
dulce Virgen María.
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Después del saludo
latino Salve –que todavía usamos a
menudo en el italiano moderno– se invoca a María con cinco títulos: reina, madre, vida, dulzura y esperanza. Cada uno de ellos nos adentra
en un misterio. Creo que hay dos que hoy resuenan más: madre de misericordia y esperanza,
quizá porque estamos faltos de perdón y de horizonte. Quienes invocan a la
Madre sienten que ella nos introduce en el amor de Dios, que es en sí mismo
fuente de esperanza y de consuelo.
Hay dos verbos que
describen lo que nosotros hacemos: clamar
y suspirar. Son dos verbos como de
otro tiempo. Hoy apenas los usamos. Sin embargo, expresan con una fuerza
extraordinaria que nuestro ruego no es una petición superficial sino algo que
nos sale de las entrañas, una necesidad, porque nos sentimos como exiliados –los desterrados hijos de Eva– que viven
en un valle de lágrimas. Esta última expresión –in hac lacrimarum valle– a muchos se les antoja exagerada y
deprimente. Parece ir en contra de una visión optimista de la vida inaugurada
con la resurrección de Jesús. A mí me gusta. No digo que no sea deudora de un
cierto pesimismo medieval, pero refleja poéticamente nuestra experiencia cotidiana:
esta vida no es un camino de rosas, no vamos de triunfo en triunfo,
experimentamos a cada paso el dolor, la enfermedad y la muerte. Como canta el
salmo: “Las lágrimas son mi pan noche y
día, mientras todo el día me repiten: «¿Dónde está tu Dios?»” (Sal 41,4).
A continuación María
es invocada con el sexto título: abogada
(es decir, defensora e intercesora). Ella es la “mujer fuerte” que nos libra
del mal. Le pedimos que vuelva a nosotros sus ojos, que tienen el color más
hermoso que uno pueda imaginar. No son azules ni verdes, marrones o negros: son
misericordiosos. No podrían ser de
otra manera tratándose de una Madre a la que hemos invocado como Madre de misericordia. Pero ella no es
solo abogada, es también misionera. Por
eso le pedimos que nos muestre a su Hijo Jesús, que nos lleve a él, que, del
mismo modo que Jesús se encarnó en su vientre joven, se encarne en nosotros mediante la fe.
El canto termina con
tres piropos lanzados a la Virgen María: clemente,
piadosa y dulce. Igual que
sucedía con los títulos iniciales, cada uno de estos tres rasgos resume un
mundo. El pueblo cristiano lo ha intuido; por eso no se cansa de repetirlos. Es probable que hoy, con una sensibilidad distinta, usemos otros, pero no podrían competir con las resonancias acumuladas a lo largo de la historia por los tres clásicos. Este es un tesoro que no tiene precio ni se puede improvisar.
Os dejo con un vídeo
que pone una nota de humor en este sábado mariano de febrero.
Qué grande y amorosa la Virgen María!!!
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