De vuelta a Roma, me dispongo a celebrar con alegría la fiesta de la Presentación del Señor, antes conocida como La Candelaria. Esta tarde me acercaré a la basílica de San Pedro
para participar en la celebración presidida por el papa Francisco. Encontraré a miles de religiosas y religiosos de
muchos países porque hoy se celebra la Jornada
Mundial de la Vida Consagrada, una iniciativa de san Juan Pablo II con el
fin de agradecer a Dios el don de la vida consagrada a su Iglesia y reforzar el
sentido de comunión. Para muchas personas, los religiosos somos invisibles a
menos que desarrollemos algún trabajo de los que se consideran útiles para la sociedad. Pocas personas
ponen reparos al hecho de que las Misioneras de la Caridad, por ejemplo, se ocupen de los más
pobres de los pobres o de que muchas congregaciones femeninas abran comedores
sociales para los parados o se ocupen de los niños huérfanos o de los ancianos.
A muchos les cuesta más entender qué pintamos los religiosos en el campo de la
educación. Pocos comprenden para qué
sirve la vida contemplativa, cuál es la utilidad social de algunos miles de
hombres y mujeres consagrados a la oración. Por otra parte, en esta Europa en
la que vivo, la vida religiosa está declinando en número. En España, por
ejemplo, se
cierra un convento de clausura al mes.
He reflexionado
mucho sobre el significado de la vida consagrada en la Iglesia. En primer
lugar, porque necesitaba comprender mejor mi propio estilo de vida; en segundo
lugar, para ayudar a otras personas a vivir con más lucidez y fidelidad esta
peculiar forma de ser cristianos. Hoy sale a las librerías un libro mío
titulado La crisis como oportunidad. Hacia una vida religiosa pequeña y parabólica. En él explico cómo veo la situación que estamos atravesando
y hacia dónde podríamos encaminar nuestros pasos. En contra de lo que pudiera
parecer, no soy pesimista. Me parece que nos encontramos en un momento de
profunda transformación. El declive numérico, que a primera vista certifica un fracaso, puede ser una oportunidad –como tantas otras veces en la historia–
para quitar las cenizas acumuladas y volver a soplar sobre las brasas
encendidas. Después de 40 años como religioso no tengo demasiado interés en
elaborar una teología de la vida consagrada. Abundan los ensayos y reflexiones. No
carecemos de propuestas idealistas que nos hablan de consagración, comunión y misión, que nos trazan el mapa de lo que debería ser hoy la vida consagrada. Mi interés se centra en acercarme a las
vidas de algunos de nosotros para comprobar cómo se viven estos valores en la normalidad de la vida cotidiana.
¿Qué sucede cuando el Espíritu de Dios se apodera de una persona normal y la va
transformando a lo largo del tiempo? ¿Qué procesos mentales y afectivos se
producen? ¿Cómo afecta esta experiencia al compromiso en el mundo? ¿Qué relación hay entre contemplación de Dios y servicio a los pobres? ¿Cómo se abordan el cansancio, la rutina y el aburrimiento? ¿Qué significa la soledad? Yo no me escandalizo cuando compruebo de cerca mi fragilidad y la de
tantos otros consagrados y consagradas. La contemplo desde la única óptica
posible: la elección de Jesús. Él no escogió como discípulos suyos a gente
notable sino a gente corriente, con lagunas, desequilibrios, inconsistencias y
pecados. Refiriéndose a los primeros cristianos en general, Pablo escribió un
texto magnífico en su primera carta a la comunidad de Corinto (1 Cor 1,26-31):
“Observad, hermanos, quiénes habéis sido llamados: no muchos sabios en lo humano, no muchos poderosos, no muchos nobles; antes bien, Dios ha elegido los locos del mundo para humillar a los sabios, Dios ha elegido a los débiles del mundo para humillar a los fuertes, a los plebeyos y despreciados del mundo ha elegido Dios, a los que nada son, para anular a los que son algo. Y así nadie podrá engreírse frente a Dios. Gracias a Él vosotros sois del Mesías Jesús, que se ha convertido para vosotros en sabiduría de Dios y justicia y consagración y redención. Así se cumple lo escrito: Quien se gloría que se gloríe en el Señor.”
Las personas
consagradas no estamos hechas de una pasta distinta al resto de las personas. Procedemos
de familias corrientes. Hemos frecuentado las mismas escuelas que la mayoría.
Tenemos sueños y fracasos. Nos ilusionamos y nos cansamos. Amamos la vida comunitaria
y a veces naufragamos en el individualismo. Queremos seguir a Jesús casto,
pobre y obediente, pero nos sentimos seducidos por otros valores como el sexo,
el dinero y el poder. Profesamos estar disponibles para ser enviados donde sea
necesario, pero a veces nos atamos a un lugar, una posición o un grupo de
personas. Lo hermoso de una vida como ésta no es que sea inmaculada sino que,
en la debilidad de la existencia humana, muestra que la gracia de Dios es
soberana, que cuando uno se deja llevar por el Espíritu de Dios, todo acaba
teniendo un sentido, incluidos los retrocesos y fracasos. Las personas
consagradas no somos un modelo de perfección (hay personas mucho más logradas
que nosotros), sino testigos de la misericordia de Dios, pecadores que se saben
perdonados y quieren mostrar que el amor de Dios es suficiente para dar sentido
a la vida humana. No somos necesarios por lo que hacemos, por la posible
utilidad social de nuestro trabajo, sino por lo que somos: seres humanos
seducidos por Dios y siempre en vías de conversión y transformación.
Sé que a los jóvenes
les cuesta entender una vida que parece caminar a contrapié de la vida de la mayoría
de la gente. Sé que no es fácil aceptar ser un don nadie cuando desde niños
hemos sido formados para tener éxito. Sé que estamos tentados de justificar
nuestra vida a base de un expediente brillante de servicios sociales. Sé que la
historia registra momentos de abundancia y momentos de escasez. Todo esto es coyuntural. Pero sé también que el Espíritu siempre atraerá a algunos –a veces,
a muy pocos– para vivir, en el entramado de la vida ordinaria, el
desconcertante estilo de vida de Jesús de Nazaret. No porque sean los mejores o
porque deslumbren con sus cualidades, sino porque en la Iglesia son necesarias
algunas personas que visibilicen descaradamente aquellos valores que son
esenciales para todos los que queremos vivir el Evangelio. Desde este rincón,
felicito hoy de corazón a los miles de hombres y mujeres consagrados (algo
menos de un millón) dispersos por el mundo, a esa inmensa minoría que experimenta a veces los estertores de la
crisis, pero que vive una profunda alegría que nada ni nadie nos podrá
arrebatar. Estamos llamados a ser testigos de la esperanza y la alegría.
Gracias Gonzalo por tu vida consagrada y en ti como representante de tantas y tantos que callada y honestamente viven en la confianza de Dios de manera gratuita y muchas veces heroica. ¡¡Que San Pedro sea esta tarde una gran candela para iluminar el mundo!! Un abrazo
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