Me encanta el
verbo agobiar, que el diccionario de
la RAE describe así: “Imponer a alguien
actividad o esfuerzo excesivos, preocupar gravemente, causar gran sufrimiento”. Me encanta por su expresividad, no porque defienda lo que significa. En la
traducción española del Evangelio que se proclama en este VIII
Domingo del Tiempo Ordinario este verbo aparece cuatro veces. Le confío
a Fernando
Armellini que nos explique el conjunto de las tres lecturas y, de
manera especial, el contexto y significado de este Evangelio. Yo me voy a
concentrar en estas palabras de Jesús: “No
os agobiéis”. Me parecen dirigidas a cada uno de nosotros en estos tiempos
de sobrecarga.
Quizá me equivoque, pero percibo a mucha gente agobiada (hoy diríamos,
sirviéndonos de un anglicismo en uso, estresada),
con la sensación de tener que cargar un peso superior al que pueden soportar,
como si la vida fuera una carrera de obstáculos y cada día hubiera que sortearlos
con un pesado fardo en la espalda. Creo que bastantes agobios vienen por la
precaria situación económica que muchas personas están padeciendo. Con sueldos
de 800 o 900 euros mensuales, ¿es posible sacar adelante una familia con
dignidad? Veo agobio en muchos padres jóvenes con respecto a la situación de
sus hijos. El proteccionismo excesivo y el miedo al futuro los agobian. Veo
agobio en los jóvenes que, después de haber concluido sus estudios
universitarios, no ven perspectivas laborales a la altura de sus capacidades y expectativas.
Veo agobio en algunos institutos religiosos que contemplan el progresivo
envejecimiento como la antesala de la muerte. Veo agobio en una Europa que atraviesa
momentos de perplejidad y desencanto. Algunos vaticinan que si Marine Le Pen gana
las próximas elecciones francesas y suben los partidos de extrema derecha en Alemania,
la Unión Europea tiene los días contados.
Jesús de Nazaret era muy
sensible al agobio –¡qué palabra!– de la gente. Veía a los pobres de su tiempo no
solo preocupados por el mañana sino agobiados por la comida y el vestido; en
definitiva, por el sustento diario. Él es un hombre a ras de suelo. Sabe que
los seres humanos tenemos necesidades básicas que cubrir: alimento, vivienda,
educación, sanidad. No es un iluso idealista que se contente con lanzar
palabras al viento. Pero quiere desplazar el centro de gravedad para que
sepamos lo que de verdad importa. La auténtica preocupación de los seres
humanos debería ser ponerse a disposición de Dios para secundar su plan sobre
el mundo (“Buscad sobre todo el Reino de
Dios y su justicia”) porque Dios ya se ha puesto incondicionalmente de
nuestra parte. No nos va a faltar lo necesario: “Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso”.
Los que se dedican a buscar a Dios también comen, beben, se visten, viajan, se
ponen enfermos, alquilan una casa, van al cine y hacen regalos de cumpleaños.
Nadie como Dios conoce lo que necesitamos para vivir con la dignidad de hijos,
no con la vergüenza de esclavos.
Sin embargo, no
siempre vemos la protección de Dios en las situaciones concretas de la
vida cotidiana. Tenemos la sensación de que se ha despreocupado de nosotros. Y
no digamos de los que están en la cuneta de la vida. Hemos acuñado incluso una frase expresiva y
ofensiva a un tiempo: Están como dejados
de la mano de Dios. Nos cuesta creer en las palabras que se leen en la
primera lectura de hoy: “¿Puede una madre
olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues,
aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré” (Is 49,15). ¡Mira que es
difícil que una madre se olvide de sus hijos! He conocido algún caso, pero
siempre había alguna patología de por medio. En el caso de Dios, su preocupación
por nosotros no tiene excepciones. Ninguno de sus hijos somos de segunda clase.
A través de innumerables mediaciones, que casi nunca percibimos, Él cuida de nosotros,
aunque no siempre satisfaga nuestras expectativas y mucho menos nuestros
caprichos.
A pesar de todo, muchas personas siguen sin creer en Él. Les parece que Dios es el consuelo
barato para hacer más llevaderas las penalidades de esta vida. Por eso se
buscan otro dios más tangible, al
alcance de la mano. El dios más
universal –aquí sí que hay pocas diferencias culturales– es el dios dinero (mamona). Uno cree que lo que realmente nos asegura la vida es
disponer de abundantes recursos económicos. Lo demás son cuentos chinos. Con dinero podemos comprar bienes
materiales, educación, diversión, salud… y hasta amor mercenario. El dinero produce una sensación de omnipotencia. Y como nunca
estamos saciados, siempre queremos más. El dinero es la droga más adictiva que
existe. Conozco personas que son incapaces de salir a la calle a dar un simple paseo sin
dinero en el bolsillo. Llevar dinero al alcance de la mano es como llevar un seguro de vida.
Jesús no puede
ser más crítico contra la idolatría del dinero, que –aunque siempre ha estado
presente– hoy seduce a más personas porque parece rellenar el vacío que produce
la ausencia de Dios. A veces, queremos encender dos velas: una a Dios (por si
acaso existe) y otra al dinero (para asegurarnos de que, al menos, tenemos un
punto de apoyo). Sin embargo, las palabras de Jesús son inequívocas: “No podéis servir a Dios y al dinero”
(Mt 6,24). Creo que este doble vasallaje es el que nos impide disfrutar del
amor providente de Dios, que alimenta a los pájaros y viste a los lirios del
campo. Esto explica por qué muchas personas religiosas, pero interiormente avaras,
no acaban de experimentar la alegría de la fe, la paz que brota de la confianza
en Dios, la esperanza en un futuro que nunca se le escapa a Dios de las manos. La
pregunta de Jesús todavía me escuece: “¿No
valéis vosotros más que ellos?”. En teoría sí, valemos más que los pájaros y los lirios, pero cuando ponemos nuestra
confianza en el dinero nos estamos colocando en un nivel inferior a ellos. Nos mineralizamos. Habría que preguntarle por qué al monje que vendió su Ferrari.
Este domingo es
una oportunidad para orar con el salmo 61 que se propone en la misa de hoy como
salmo responsorial: “Sólo en Dios
descansa mi alma, / porque de él viene mi salvación; / sólo él es mi roca y mi
salvación, / mi alcázar: no vacilaré”. Santa Teresa de Jesús supo expresar
esta experiencia de la suficiencia de Dios con el poema que la comunidad ecuménica
de Taizé
ha musicalizado. Os invito a escucharlo en el video que figura a continuación.
Nada te turbe,
nada te espante.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Nada te turbe,
nada te espante,
solo Dios basta.
Bello escrito y bello mensaje.
ResponderEliminarGracias por este buen escrito.
Joaquín Sarabia.
Gonzalo, gracias por ayudarnos en la reflexión de hoy.
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