sábado, 18 de febrero de 2017

Creer es de locos

Hay una frase del católico británico G. K. Chesterton que siempre me ha sacudido: “Un ser humano que tiene fe ha de estar preparado, no solo a ser un mártir, sino a ser un loco”. Me viene a la mente porque en la primera lectura de la misa de este sábado, el autor de la carta los Hebreos habla de la fe como “fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve” (Hb 11,1). ¿De qué garantía estamos hablando?  ¿No es de locos fiarse de lo que no podemos comprobar? El polifacético alemán Ernest Bornemann  lo decía con rotundidad: “Yo no creo en nada. Para mí la fe es algo tan odioso como lo es el pecado para los creyentes. El que sabe, no puede creer. El que cree, no puede saber. Fe ciega es una tautología, pues la fe es siempre ciega”. Por el contrario, el literato ruso León Tolstoi, estaba convencido de que “no se vive sin la fe. La fe es el conocimiento del significado de la vida humana. La fe es la fuerza de la vida. Si el hombre vive es porque cree en algo”. ¿Con qué carta nos quedamos?


¿Cuántas veces hemos experimentado lo difícil –y, a la vez, sencillo– que es creer? ¿Cuántas veces, al menos en ciertos contextos, hemos sentido o pensado que tal vez tienen razón los que con cinismo anuncian que “probablemente Dios no existe” y que, por lo tanto, lo mejor es dejar de preocuparse y disfrutar de la vida? Todo creyente encierra dentro un ateo potencial o, por lo menos, un agnóstico. Es verdad que la fe, en cuanto don de Dios, es una luz que no conoce ocaso, porque Dios nunca retira sus dones (cf. Rm 11,29), aun cuando pueda someter al creyente a una purificación pasiva, tal como enseñan los místicos. Pero también es verdad que, en cuanto respuesta humana, la fe no está exenta de las vicisitudes y limitaciones que afectan al ser humano. De ahí que la fe se vea hostigada e impulsada a un tiempo, que se la experimente como cercanía y como lejanía, como certeza y como duda, como luz y como oscuridad. La fe, en definitiva, es un acto personal dinámico y participa del dinamismo de la inteligen­cia, de la afectividad y de la voluntad. Por eso todos nosotros, incluso en los momentos más luminosos, podemos reconocernos siempre en las palabras del padre del muchacho epiléptico: “Creo, ayuda a mi poca fe” (Mc 9,24).


Muchas de las dificultades que tenemos para vivir nuestra fe hoy no provienen solo del ambiente o de la falta de espíritu ascético sino de un desconocimiento de nuestro propio yo, de la instalación habi­tual en la superficialidad; es decir, en esa actitud que hace de lo que aparece lo real y que no es capaz de adentrarse en las pro­fundidades del ser. Y si Dios es “más íntimo a mí que yo mismo” (san Agustín), “lo que preocupa últimamente al hombre” (Paul Tillich), el que vive en la superficialidad no está humanamente preparado para acoger el don gratuito de su gracia. En el centro de una gran ciudad es muy difícil contemplar las estrellas durante la noche. La contaminación lumínica impide vislumbrar los puntitos de luz en el firmamento negro. Los que mejor ven las estrellas en las ciudades son los poceros, los que se asoman al cielo desde el subsuelo. Hay que descender abajo para ver bien lo de arriba. En la superficie uno se deja seducir por la luz (cercana, pero pobre) de los anuncios de neón y no logra ver la luz (lejana, pero rica) de las estrellas. La superficialidad es eso: contentarse con la luz que se percibe en la superficie.


En esta clave se sitúan muchas personas, sin que influya demasiado su nivel cultural o su extracción social. En buena medida, la superficialidad es el troquel que modela nuestra visión de la realidad. Somos capaces de ir muy lejos, tanto en el mundo microscópico como en el macroscópico, tanto en el nivel de las ideas conscientes como en el de los impulsos subconscien­tes. Pero nos resulta culturalmente arduo salirnos de la órbita de lo simplemente “problemático” para introducirnos en la órbita del “misterio”. Por eso nos resulta también difícil adentrarnos en el Misterio Dios. O mejor dicho: por eso estamos poco preparados para acoger su adveni­miento. Mientras derrochamos energías en enfrentarnos a Él como problema, estamos desatendiendo sus insinuaciones en cuanto Misterio. Los problemas (incluido el de Dios), por complicados que sean, son siempre superficiales. Se refieren solo a lo que controlamos, a lo que podemos tarde o temprano re-solver (o sea, “destruir”). Y Dios es el incontrolable, el indestructible, por naturaleza. Sin un profundo cambio de clave no hay, pues, posibilidad de encuentro con Él.


No se puede creer desde la superficialidad, a menos que se reduzca la fe a una forma penúltima o se la deforme haciendo de ella un simple conocimiento, una fugaz volición o un sentimiento banal. Esto significa que, con frecuencia, la languidez espiritual que padecemos no proviene tanto del olvido de algunas prácticas religiosas o devocionales cuanto de una infraestructura humana muy empobrecida. Si la cultura actual favorece la superficialidad, el predominio de la forma sobre el fondo, se comprenderá hasta qué punto es necesario el aprendizaje de la profundidad como camino hacia la experiencia religiosa. El activismo, el abuso de los estímulos que desarrollan la sensoriali­dad en detrimento de la creatividad, la incapacidad de retiro y de recogimiento son algunas actitudes y conductas actuales que frenan o retardan la entrada en esa profundidad donde Dios se descubre como el Tú Absoluto. A veces nos resulta incómodo desenmascarar estas añadiduras porque revisten formas socialmente relevantes: dedicación intensa al trabajo, uso continuo de Internet, búsqueda obsesiva de entretenimiento, etc. Pero es necesario hacerlo si queremos llegar al fondo.

Santa Teresa de Calcuta acuñó una frase que sintetiza bien un circuito que, partiendo del silencio, llega a la paz: “El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz”. ¿No estamos deseando vivir hoy un mundo en paz? El camino es arduo, pero claro. Os dejo con un poema de José Luis Martín Descalzo que me encanta: 
En medio de la sombra y de la herida
me preguntan si creo en Ti. Y digo
que tengo todo cuando estoy contigo:
el sol, la luz, la paz, el bien, la vida.

Sin Ti, el sol es luz descolorida.
Sin Ti, la paz es un cruel castigo.
Sin Ti, no hay bien ni corazón amigo.
Sin Ti, la vida es muerte repetida.

Contigo el sol es luz enamorada
y contigo la paz es paz florida.
Contigo el bien es casa reposada

y contigo la vida es sangre ardida.
Pues, si me faltas Tú, no tengo nada:
ni sol, ni luz, ni paz, ni bien, ni vida.


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