domingo, 21 de agosto de 2016

Hay últimos que serán primeros

Es evidente que el dicho de Jesús que figura en el título de esta entrada no se compagina con el espíritu olímpico. En los Juegos Olímpicos de Río que hoy se clausuran, el primero se lleva la medalla de oro y el último se hunde en el olvido. Pero para entender lo que Jesús nos dice en el evangelio de este XXI Domingo del Tiempo Ordinario hay que remontarse aguas arribas en el río de sus palabras. Me temo que este domingo voy a ser más largo de lo habitual. Mi reflexión tiene el tono de una homilía. Paciencia. Espero que la longitud no desanime a algunos de los lectores habituales del blog.

Es muy probable que todos nosotros, en diversos momentos de nuestra vida, hayamos sentido el deseo –incluso la necesidad– de preguntar a Jesús lo mismo que la persona anónima que aparece en el evangelio de hoy: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”.

Si esta pregunta la hubiéramos formulado hace 50 o 60 años, hubiera estado acompañada, con bastante probabilidad, por sentimientos de culpa y hasta de angustia. Muchas personas se formaron en una espiritualidad en la que “casi todo era pecado”. Se veía a Dios como el controlador que tomaba nota de nuestros deslices (sobre todo, en el campo sexual) para amargarnos la vida presente y castigarnos en la futura. En aquella época los escrúpulos eran un fenómeno frecuente en personas preocupadas por su salvación.

Hoy, víctimas de los vaivenes históricos, hemos pasado al extremo contrario. Para muchas personas bautizadas –especialmente jóvenes– “nada es pecado”. La pregunta por la salvación eterna –en el caso de que todavía se crea en una vida más allá de la muerte– carece de importancia. Se trata de disfrutar al máximo de la vida presente; al final, habrá un aprobado general. No merece la pena, pues, romperse la cabeza con este tipo de cuestiones o esforzarse por responder con rectitud.

Ambas posturas –presentadas aquí de forma un poco caricaturesca– son fruto de nuestra manera demasiado humana de ver las cosas. Ambas están muy condicionadas por el clima religioso, social y cultural de cada época. Pero lo que a nosotros verdaderamente nos interesa es escuchar la respuesta de Jesús, tal como se nos ofrece en el Evangelio de este domingo.

Lo primero que llama la atención es que Jesús no responde directamente a la pregunta que le formulan. No afirma si los salvados serán pocos o muchos. No entra en cálculos numéricos. La salvación es siempre una cuestión abierta en la que interviene la gracia de Dios, inequívocamente salvadora (“Dios quiere que todos los hombres sean salvados y lleguen al conocimiento de la verdad” -1 Tim 1,4-) y nuestra libre respuesta, que puede ser de aceptación o de rechazo. La primera lectura, con un lenguaje poético, nos presentaba el sueño de Dios: “Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua”. Todo ser humano está llamado a la plena comunión con Dios. Nadie queda excluido. Depende de nosotros aceptar esta invitación o rechazarla.

Jesús no se comporta, pues, como esos Testigos de Jehová que van de casa en casa “amenazando” con una interpretación literalista –y ridícula– del Apocalipsis donde se habla de que los salvados serán solo 144.000. Para Jesús, lo importante se resume en estas palabras: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”. Esta frase, leída fuera de su contexto, parece sugerirnos de nuevo un cristianismo basado en la negación y el sufrimiento. Sin embargo, la “puerta estrecha” no es otra que la del amor. Cuando vivimos centrados en nosotros mismos, llenos de soberbia o vanidad, no cabemos por la puerta que conduce a la vida. Lo que Jesús pide es, pues, una actitud de profunda humildad para acoger la salvación que Dios nos ofrece con gratitud y la salida de nosotros mismos hacia aquellos que están en necesidad. Hay un paralelismo entre el texto de Lucas que leemos hoy (Lc 13,22-30) y el pasaje de Mt 25,31-46, en el que Jesús habla del “juicio final”. En ambos, Jesús subraya que lo esencial no es haberlo invocado (“Señor, ábrenos”) o haber compartido con él la mesa (“Hemos comido y bebido contigo”) sino, sobre todo, haberlo reconocido en las personas que viven ya ahora “condenadas” a la exclusión: “En verdad os digo, siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). La actitud que tenemos ante los necesitados es, en definitiva, la actitud ante Jesús mismo y, por tanto, la que decide nuestra suerte final: “Estos [los que no han reconocido a Jesús en los necesitados] irán al eterno suplicio y los justos a la vida eterna” (Mt 25,46). Para nosotros, hombres y mujeres piadosos, las palabras de Jesús nos despiertan de una religiosidad demasiado devocional y nos devuelven al territorio en el que se libra la batalla de la salvación: la vida misma, con sus adhesiones y exclusiones.

Dado que no siempre vemos las cosas de esta manera, Dios mismo –como buen padre– nos va educando en el camino de la vida con algunas pruebas y “castigos”. Este es el mensaje de la segunda lectura de hoy (cf. Hb 12,5-7.11-13). En ella hemos leído: “Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor, no te enfades por su represión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos. Aceptad la corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos?”. Este lenguaje no suena muy actual y, sin embargo, está lleno de sabiduría. Donde hay verdadero amor, hay corrección. Hoy se dice que muchos padres, en su tarea educativa, no saben poner límites a sus hijos. De este modo, los están condenando, paradójicamente, a una vida sin referencias, a una profunda inseguridad personal y quizá también a respuestas arbitrarias e incluso violentas. Dios no se comporta así. Cuando Dios nos pone límites, cuando permite algunas pruebas (una enfermedad, un fracaso afectivo o económico, una crisis de fe) nunca es para amargarnos la vida sino todo lo contrario: para ayudarnos a “reducir” todo aquello que nos impide entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida plena. ¡Lástima que a veces nos comportamos como los niños que tienen de todo y ya no saben apreciar los verdaderos regalos!

La mayoría de los lectores de este blog hemos sido bautizados de niños, hemos crecido en un ambiente cristiano, hemos tenido una buena preparación para la confirmación y la primera comunión, disponemos de muchas facilidades para participar en la Eucaristía ... Y, sin embargo, nos permitimos jugar con estas cosas, incluso despreciarlas. En este contexto de desafección, las palabras de Jesús suenan duras: “Vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa del Reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que seran últimos”.

Cuando, como misionero, veo la “deserción” de tantos bautizados europeos y, por contra, el entusiasmo de tantos “nuevos cristianos” de África y Asia, pienso que se están cumpliendo al pie de la letra las palabras de Jesús. Necesitamos períodos de crisis para comprender el gran regalo de la fe y de la pertenencia a la comunidad de la Iglesia. Necesitamos que “los últimos” nos enseñen de nuevo cómo ser cristianos a aquellos que nos hemos considerado “primeros”, pero que hemos perdido la vitalidad de la fe.

Es verdad que la palabra de Dios de este domingo parece dura, pero no olvidemos que toda palabra de Jesús es siempre salvífica. Pone el dedo en la llaga para sanarla. En medio de nuestras contradicciones, nuestras crisis, nuestras pérdidas de rumbo, él vuelve a indicarnos con claridad dónde está la puerta que conduce a la plenitud. No es la puerta ancha del hedonismo, sino la puerta estrecha del amor. La primera conduce a un placer inmediato, pero efímero. La segunda exige morir a nuestro egoísmo, pero nos introduce en la misma vida eterna de Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn 4,8). ¿Existe otro tipo de salvación por el que merezca la pena arriesgar todo?


1 comentario:

  1. Luis Manteiga Pousa31 de enero de 2023, 16:06

    Ojalá haya una vida eterna y que sea buena o, por lo menos, aceptable.

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