Es evidente que el
dicho de Jesús que figura en el título de esta entrada no se compagina con el
espíritu olímpico. En los Juegos Olímpicos de Río que hoy se clausuran, el
primero se lleva la medalla de oro y el último se hunde en el olvido. Pero para
entender lo que Jesús nos dice en el evangelio de este XXI Domingo del Tiempo Ordinario hay que remontarse aguas arribas
en el río de sus palabras. Me temo que este domingo voy a ser más largo de lo
habitual. Mi reflexión tiene el tono de una homilía. Paciencia. Espero que la longitud no desanime a algunos de los lectores habituales del blog.
Es muy probable que
todos nosotros, en diversos momentos de nuestra vida, hayamos sentido el deseo
–incluso la necesidad– de preguntar a Jesús lo mismo que la persona anónima que
aparece en el evangelio de hoy: “Señor,
¿serán pocos los que se salven?”.
Si esta pregunta la
hubiéramos formulado hace 50 o 60 años, hubiera estado acompañada, con bastante
probabilidad, por sentimientos de culpa y hasta de angustia. Muchas personas se
formaron en una espiritualidad en la que “casi todo era pecado”. Se veía a Dios
como el controlador que tomaba nota de nuestros deslices (sobre todo, en el
campo sexual) para amargarnos la vida presente y castigarnos en la futura. En
aquella época los escrúpulos eran un fenómeno frecuente en personas preocupadas
por su salvación.
Hoy, víctimas de
los vaivenes históricos, hemos pasado al extremo contrario. Para muchas
personas bautizadas –especialmente jóvenes– “nada es pecado”. La pregunta por
la salvación eterna –en el caso de que todavía se crea en una vida más allá de
la muerte– carece de importancia. Se trata de disfrutar al máximo de la vida
presente; al final, habrá un aprobado general. No merece la pena, pues,
romperse la cabeza con este tipo de cuestiones o esforzarse por responder con
rectitud.
Ambas posturas
–presentadas aquí de forma un poco caricaturesca– son fruto de nuestra manera demasiado
humana de ver las cosas. Ambas están muy condicionadas por el clima religioso, social
y cultural de cada época. Pero lo que a
nosotros verdaderamente nos interesa es escuchar la respuesta de Jesús, tal
como se nos ofrece en el Evangelio de este domingo.
Lo primero que
llama la atención es que Jesús no responde directamente a la pregunta que le
formulan. No afirma si los salvados serán pocos o muchos. No entra en cálculos
numéricos. La salvación es siempre una
cuestión abierta en la que interviene la gracia de Dios, inequívocamente
salvadora (“Dios quiere que todos los
hombres sean salvados y lleguen al conocimiento de la verdad” -1 Tim 1,4-)
y nuestra libre respuesta, que puede ser de aceptación o de rechazo. La primera
lectura, con un lenguaje poético, nos presentaba el sueño de Dios: “Yo vendré para reunir a las naciones de
toda lengua”. Todo ser humano está llamado a la plena comunión con Dios.
Nadie queda excluido. Depende de nosotros aceptar esta invitación o rechazarla.
Jesús no se
comporta, pues, como esos Testigos de Jehová que van de casa en casa
“amenazando” con una interpretación literalista –y ridícula– del Apocalipsis
donde se habla de que los salvados serán solo 144.000. Para Jesús, lo importante se resume en estas palabras: “Esforzaos en entrar por la puerta
estrecha”. Esta frase, leída fuera de su contexto, parece sugerirnos de
nuevo un cristianismo basado en la negación y el sufrimiento. Sin embargo, la “puerta estrecha” no es otra que la del
amor. Cuando vivimos centrados en nosotros mismos, llenos de soberbia o
vanidad, no cabemos por la puerta que conduce a la vida. Lo que Jesús pide es,
pues, una actitud de profunda humildad
para acoger la salvación que Dios nos ofrece con gratitud y la salida de nosotros mismos hacia aquellos
que están en necesidad. Hay un paralelismo entre el texto de Lucas que leemos
hoy (Lc 13,22-30) y el pasaje de Mt 25,31-46, en el que Jesús habla del “juicio
final”. En ambos, Jesús subraya que lo esencial no es haberlo invocado (“Señor, ábrenos”) o haber compartido
con él la mesa (“Hemos comido y bebido
contigo”) sino, sobre todo, haberlo
reconocido en las personas que viven ya ahora “condenadas” a la exclusión: “En verdad os digo, siempre que lo hicisteis
con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt
25,40). La actitud que tenemos ante los necesitados es, en definitiva, la
actitud ante Jesús mismo y, por tanto, la que decide nuestra suerte final: “Estos [los que no han reconocido a Jesús en
los necesitados] irán al eterno suplicio y los justos a la vida eterna” (Mt
25,46). Para nosotros, hombres y mujeres piadosos, las palabras de Jesús nos
despiertan de una religiosidad demasiado devocional y nos devuelven al
territorio en el que se libra la batalla de la salvación: la vida misma, con
sus adhesiones y exclusiones.
Dado que no siempre
vemos las cosas de esta manera, Dios
mismo –como buen padre– nos va educando en el camino de la vida con algunas
pruebas y “castigos”. Este es el mensaje de la segunda lectura de hoy (cf.
Hb 12,5-7.11-13). En ella hemos leído: “Hijo
mío, no rechaces el castigo del Señor, no te enfades por su represión; porque
el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos. Aceptad la
corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus
hijos?”. Este lenguaje no suena muy actual y, sin embargo, está lleno de
sabiduría. Donde hay verdadero amor, hay
corrección. Hoy se dice que muchos padres, en su tarea educativa, no saben
poner límites a sus hijos. De este modo, los están condenando, paradójicamente,
a una vida sin referencias, a una profunda inseguridad personal y quizá también
a respuestas arbitrarias e incluso violentas. Dios no se comporta así. Cuando
Dios nos pone límites, cuando permite algunas pruebas (una enfermedad, un
fracaso afectivo o económico, una crisis de fe) nunca es para amargarnos la
vida sino todo lo contrario: para ayudarnos a “reducir” todo aquello que nos
impide entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida plena. ¡Lástima que a
veces nos comportamos como los niños que tienen de todo y ya no saben apreciar
los verdaderos regalos!
La mayoría de los
lectores de este blog hemos sido
bautizados de niños, hemos crecido en un ambiente cristiano, hemos tenido una
buena preparación para la confirmación y la primera comunión, disponemos de muchas
facilidades para participar en la Eucaristía ... Y, sin embargo, nos permitimos
jugar con estas cosas, incluso despreciarlas. En este contexto de desafección,
las palabras de Jesús suenan duras: “Vendrán
de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa del Reino
de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que seran últimos”.
Cuando, como
misionero, veo la “deserción” de tantos bautizados europeos y, por contra, el
entusiasmo de tantos “nuevos cristianos” de África y Asia, pienso que se están cumpliendo
al pie de la letra las palabras de Jesús. Necesitamos
períodos de crisis para comprender el gran regalo de la fe y de la pertenencia
a la comunidad de la Iglesia. Necesitamos que “los últimos” nos enseñen de
nuevo cómo ser cristianos a aquellos que nos hemos considerado “primeros”, pero
que hemos perdido la vitalidad de la fe.
Es verdad que la
palabra de Dios de este domingo parece dura, pero no olvidemos que toda palabra de Jesús es siempre salvífica.
Pone el dedo en la llaga para sanarla. En medio de nuestras contradicciones,
nuestras crisis, nuestras pérdidas de rumbo, él vuelve a indicarnos con
claridad dónde está la puerta que conduce a la plenitud. No es la puerta ancha del
hedonismo, sino la puerta estrecha
del amor. La primera conduce a un placer inmediato, pero efímero. La
segunda exige morir a nuestro egoísmo, pero nos introduce en la misma vida eterna
de Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn
4,8). ¿Existe otro tipo de salvación por el que merezca la pena arriesgar todo?
Ojalá haya una vida eterna y que sea buena o, por lo menos, aceptable.
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