jueves, 31 de julio de 2025

Gustar internamente


Termina el mes de julio. Millones de personas se aprestan a comenzar sus vacaciones. Ya se sabe que en Europa el mes de agosto es el mes vacacional por excelencia, aunque las cosas ya no son como hace años. Quizás la pregunta más importante no es dónde vamos a pasar este tiempo de descanso, sino con quién. 

Mientras vivieron mis padres, para mí las vacaciones eran un tiempo para estar con ellos. Lo del lugar no tenía la más mínima importancia. El lugar eran ellos. No me interesaba visitar otros sitios. Me pasaba todo el año viajando de un lugar a otro por varios continentes, así que no tenía necesidad de añadir más a la lista. Mi prioridad era muy clara. 

Ahora las cosas han cambiado un poco, aunque sigo pasando las vacaciones en familia. Restrinjo los viajes al mínimo. Me interesa (por este orden) encontrarme con personas a las que veo solo una vez al año, perderme por el monte, leer, escribir algo y descansar. Sobre todo, descansar.


¿Por qué hay personas que vuelven frustradas de las vacaciones? Imagino que habrá una panoplia de razones. En algunos casos, puede ser el resultado de haber albergado expectativas desmedidas que la realidad no ha satisfecho. En otros, la convivencia intensiva con familiares y amigos puede haber originado malentendidos, suspicacias, dificultades para sincronizar gustos y ritmos, etc. Puede que la frustración nazca también de haber convertido las vacaciones en una montaña rusa de viajes, encuentros, fiestas, etc., sin tiempo para descansar y no hacer nada. Al final, las vacaciones pueden llegar a ser más trabajosas y agotadoras que el ritmo ordinario. 

Con el paso del tiempo, uno aprende a moderar sus deseos y a sacar partido de las cosas pequeñas: una conversación amigable compartiendo un café o una cerveza, un paseo nocturno contemplando las estrellas, una cena con amigos, la lectura sosegada de una novela, etc. Lo importante es realizar todas estas cosas con el máximo de atención, sin prisas, estando a lo que estamos. Cada uno de estos momentos no es un sumando más de una suma interminable, sino una experiencia escogida que merece ser disfrutada. 

Uno de los consejos que da Ignacio de Loyola, cuya fiesta celebramos precisamente hoy, al que va a empezar los ejercicios espirituales es: “No el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y gustar de las cosas internamente”. La máxima podría aplicarse perfectamente a las vacaciones. Lo que importa no es acumular viajes, visitas, comidas y fiestas, sino “gustar de las cosas (pocas y escogidas) internamente”.


A lo largo de las próximas semanas intentaré no alejarme demasiado del blog, pero no me marco una periodicidad fija. Todo dependerá del flujo de los días. Si hay algo que me parece interesante contar, lo compartiré con vosotros. Si no, disfrutaré del silencio digital, que también es necesario. 

Cuando recuerdo las vacaciones de otros años, lo primero que me viene a la mente son las conversaciones mantenidas con algunas personas y la profundidad y belleza de las celebraciones litúrgicas. Otras experiencias, interesantes en su momento, han ido perdiendo relieve a medida que pasan los años. 

Vivir el presente con intensidad. Esta podría ser una buena máxima para las vacaciones. Si hablamos, ponemos el corazón en cada palabra. Si escuchamos, nos hacemos todo oídos. Si paseamos, disfrutamos del movimiento y del paisaje. Si participamos en la eucaristía, nos sumergimos en su misterio. Si nadamos, nos hacemos uno con el agua. Si leemos, nos dejamos llevar por la magia de las palabras. 

No se trata de acumular experiencias en una especie de bulimia compulsiva, sino de “gustar las cosas internamente”. Eso es, al final, lo que nos descansa y nos nutre.

miércoles, 30 de julio de 2025

Peregrinos de esperanza


Roma está inundada de jóvenes provenientes de todo el mundo. Sigo por YouTube algunos momentos del programa jubilar. Entiendo muy bien la importancia de estas fiestas de la fe en el contexto actual. Recuerdo experiencias semejantes vividas a lo largo de los años. Siguen resonando en mí.

La búsqueda de sentido y la gracia de la fe se amalgaman con la sensación de pertenencia a una comunidad grande, la vibración de la música, el sobrecogimiento de la liturgia, la complicidad de las miradas, la dilatación afectiva, la camiseta empapada en sudor, los pies doloridos, la ruptura de la cotidianidad, el vértigo de la noche, las conversaciones íntimas, el torrente de besos y abrazos, el perdón celebrado, la magia del verano, la fuerza de la Palabra, el acompañamiento en el camino y el sueño de un mundo diferente. 

Es un pan amasado con mil granos que, cocido a fuego lento, nutre la vida adolescente y joven. No importa si dentro de una semana o un mes vuelven las soledades, los conflictos familiares o el aburrimiento soberano. Lo que deja huella es que, al menos durante unos días, se ha abierto una claraboya de sentido, comunidad y alegría en el techo de una existencia gris e incierta.


Quienes acompañan a los jóvenes en parroquias, colegios, movimientos y comunidades de distinto tipo insisten en que los eventos solo tienen sentido si se inscriben en procesos. Creo que llevan razón. Por eso, imagino que la mayoría de los jóvenes que han peregrinado a Roma lo hacen como parte de un camino personal y comunitario de búsqueda y crecimiento. Y que, cuando regresen a sus países y comunidades, van a intentar seguir cultivando las semillas sembradas en su viaje a la Ciudad Eterna. 

Pero, aunque no fuera así, aunque la motivación para emprender el viaje fuera solo la curiosidad, el deseo de salir de casa y las ganas de participar en una movida mundial, Dios tiene sus caminos para llegar al corazón de cada persona. No siempre el más motivado es quien encuentra la luz. A veces, quienes parecen perdidos, soldados de otras batallas, son los que se sienten tocados por un gesto, una palabra o un canto que resuena en la noche de Tor Vergata, mientras todos se acurrucan en sus sacos de dormir. 

Roma se presta a un derroche de belleza. Es un escenario elocuente en sí mismo. Imagino a miles de jóvenes celebrando el sacramento de la reconciliación a cielo abierto, en ese inmenso recinto que es el Circo Máximo. Los imagino poniendo palabras a la zozobra que los acompaña desde hace años y experimentando la fuerza sanadora del perdón. Los imagino por grupos tomando un gelato en cualquiera de las innumerables heladerías y dejándose llevar por la fuerza de la conversación. Los imagino, en fin, en la soledad fresca de cualquier iglesia barroca del centro histórico, sentados en un banco, cobijados en la penumbra que les permite ralentizar su ritmo acelerado y escuchar la “música callada” que suena en su interior.


Jesús, que suele hablar en la sencillez y normalidad de la vida cotidiana, también aprovecha estas concentraciones para hacer de las suyas. El mismo que cenaba en la intimidad con sus amigos Marta, María y Lázaro en Betania es quien se reúne con multitudes en las laderas que circundan el lago de Genesaret o en la explanada del templo de Jerusalén. Cada contexto tiene su registro propio. Jesús puede hablar al gentío o a una persona singular. Lo que importa es que el mensaje conecte con las búsquedas de los oyentes y conduzca a la conversión.  

A los jóvenes reunidos en Roma este mensaje les puede venir mediado por una homilía del papa León XIV, por una canción de Hakuna o del cura australiano Rob Galea, por una meditación del obispo Robert Barron o sencillamente por un versículo de la Escritura que parece escrito para uno mismo. O por el silencio de la adoración.

Cuando estos jóvenes regresen a sus casas cansados y somnolientos, puede que incluso un poco malolientes, es preciso dejarlos descansar, no atosigarlos a preguntas prematuras. Pero, luego, pasado un tiempo razonable, cuando descienda la espuma del entusiasmo y quede más clara la cerveza de la fe, es bueno peguntarles con empatía “qué conversación han llevado por el camino”. 

Las experiencias no terminan hasta que no se comparten. Este diálogo enriquece a quienes han peregrinado a Roma y a quienes nos hemos quedado en el campamento base con otros compromisos. Al final, todos salimos ganando porque no hacemos borrón y cuenta nueva, sino que seguimos escribiendo capítulos refrescantes en el libro de nuestra vida personal y colectiva.

martes, 29 de julio de 2025

Rostros, no perfiles


Desde ayer se está celebrando en Roma el Jubileo de los Misioneros Digitales. Entre ellos tengo algunos amigos. Poco a poco, va cobrando fuerza esta forma de evangelización a través de Internet. Por edad y sensibilidad, soy muy consciente de sus riesgos, pero no quisiera que esto me impidiera ver sus enormes posibilidades. 

Mi amigo Heriberto García Arias, conocido en este blog, acaba de publicar un libro titulado Misioneros digitales. ¿Influencers o testigos de Dios? Es el fruto de su tesina de licenciatura en Comunicación Institucional en la Universidad de la Santa Cruz de Roma. En él profundiza en todas estas cuestiones que se nos pasan por la cabeza cuando pensamos en las posibilidades y riesgos de la evangelización en internet. 

El subtítulo formula una pregunta que centra el asunto: ¿Se trata simplemente de ser influencers (y, por tanto, de poner el acento en el propio comunicador y su capacidad de influir en otros) o, más bien, de ser testigos (y, en este caso, el acento recae sobre Cristo y su evangelio)?


Las redes sociales son el espacio ideal para practicar el narcisismo más descarado. Cuando un comunicador cuelga muchas fotos de sí mismo, habla continuamente en primera persona (“yo”), remite siempre a sus experiencias personales y busca obsesivamente aumentar el número de subscriptores (YouTube), amigos (Facebook) o seguidores (Instagram)… parece claro que el personaje ocupa el centro y el mensaje se convierte en periférico. Podría decirse que el mensaje es solo una excusa para lograr reconocimiento personal, fama mediática... y en muchos casos dinero.

Por eso no es extraño que algunos influencers se quemen tras un tiempo de sobreexposición. La espuma ocupa mucho más espacio que la cerveza en el vaso de su trabajo en las redes. El tiempo ayuda a discernir la verdad. Por otra parte, vivimos en la cultura de la imagen. La gente quiere identificarse con un rostro o una voz. Son pocos los que están acostumbrados a leer textos largos. Todo debe ser envasado en Tetrabriks digitales y envuelto con el papel celofán de la dicción acelerada y un lenguaje corporal excesivo.

Por eso, los misioneros digitales tienden a hacer de su propia imagen un reclamo, con la esperanza, a menudo vana, de que esa mediación bienintencionada lleve al núcleo del mensaje evangélico. Pero las cosas no son tan sencillas en este complejo ciberespacio donde los algoritmos, las emociones y los intereses condicionan demasiado la comunicación hasta desvirtuarla.


Ayer escuché algunas de las intervenciones de los ponentes que abrieron el encuentro. Me gustó algo que dijo el cardenal Parolin en su saludo de apertura: “Cada persona es un rostro, no un perfil”. Y también la intervención del jesuita Antonio Spadaro. La evangelización pasa por el encuentro interpersonal, por mirarnos a los ojos y compartir la conversación. Las redes borran los rasgos personales y reducen nuestra identidad a un perfil. Uno puede tener millones de seguidores que a veces hacen comentarios aduladores, pero ¿es eso evangelizar? 

Algunos artículos de prensa de los últimos días han convertido en titular una frase de Heriberto: “De la pantalla al altar”. Es una manera de decir que su objetivo es ayudar a los jóvenes a saltar de la pantalla de su teléfono móvil a una participación presencial en la vida comunitaria, apostólica y litúrgica de la Iglesia. Quizás es un propósito demasiado ambicioso, pero indica con claridad que la vida no se reduce a la navegación digital, que no es un despliegue continuado de estímulos. Exige rostro, presencia, encuentro, compromiso, celebración… y mucha paciencia.

lunes, 28 de julio de 2025

A mi manera


Dimash Qudaibergen
es un cantante kazajo, de religión musulmana. Tiene 31 años. Además de cantante con un rango vocal extraordinario, es compositor de canciones, instrumentista y productor discográfico. He sabido de él cuando me he topado con un vídeo en YouTube en el que interpretaba, junto a Plácido Domingo, Josep Carreras y el chelista croata Stjepan Hauser, la famosa canción My Way, popularizada por Frank Sinatra a finales de los años 60. 

Las voces de Plácido Domingo y Josep Carreras, aunque todavía poderosas, han perdido el brillo de hace unas décadas. La de Dimash suena en todo su esplendor. La combinación de tradición y novedad resulta atractiva, pero, más que fijarme en la calidad de la interpretación, me detengo ahora en la letra de la famosa canción. La versión en español que pongo a continuación es una traducción literal del texto inglés, no la popularizada por artistas como Raphael, Julio Iglesias, Vicente Fernández, etc.

ENGLISH

ESPAÑOL


And now, the end is near
And so I face the final curtain
My friend, I'll say it clear
I'll state my case, of which I'm certain

I've lived a life that's full
I travelled each and every highway
And more, much more than this
I did it my way

Regrets, I've had a few
But then again, too few to mention
I did what I had to do
And saw it through without exemption

I planned each charted course
Each careful step along the byway
And more, much more than this
I did it my way

Yes, there were times
I'm sure you knew
When I bit off
More than I could chew

But through it all
When there was doubt
I ate it up and spit it out
I faced it all and I stood tall
And did it my way

I've loved, I've laughed and cried
I've had my fill, my share of losing
And now, as tears subside
I find it all so amusing

To think I did all that
And may I say, not in a shy way
Oh, no, oh, no, not me
I did it my way

For what is a man, what has he got?
If not himself, then he has naught
To say the things he truly feels
And not the words of one who kneels
The record shows I took the blows
And did it my way



Yes, it was my way

Y ahora, el final está cerca
Y así me enfrento a la cortina final
Mi amigo, voy a decirlo claro
Voy a exponer mi caso, del que estoy seguro
He vivido una vida plena
Recorrí todos los caminos
Y más, mucho más que esto
Lo hice a mi manera

Arrepentimientos, he tenido algunos
Pero, bueno, demasiado pocos para mencionar
Hice lo que tenía que hacer
Y lo llevé a cabo sin excepción
Planeé cada curso trazado
Cada paso cuidadoso a lo largo del camino
Y más, mucho más que esto
Lo hice a mi manera
Sí, hubo momentos
Estoy seguro de que lo sabías
Cuando mordí
Más de lo que podía masticar

Pero a pesar de todo
Cuando hubo dudas
Me las comí y las escupí
Me enfrenté a todo y me mantuve firme
Y lo hice a mi manera

He amado, he reído y he llorado
He tenido suficiente, he perdido lo que me tocaba
Y ahora, mientras las lágrimas se calman
Lo encuentro todo tan divertido
Pensar que hice todo eso
Y puedo decir, no de una manera tímida
Oh, no, oh, no, yo no
Lo hice a mi manera

Porque ¿qué es un hombre, qué tiene?
Si no es él mismo, entonces no tiene nada
Para decir las cosas que realmente siente
Y no las palabras de alguien que se arrodilla
El registro muestra que recibí los golpes
Y lo hice a mi manera

Sí, fue a mi manera.





En la versión inglesa de Paul Anka (el original francés Comme d’habitude, de Claude François, habla de otras cosas), se cuenta la historia de una persona que, cercana al final de la vida, hace un balance sincero. Reconoce que en ella ha habido un poco de todo (arrepentimientos, excesos, dudas, lágrimas y risas), pero lo importante es que ha sido una vida hecha “a mi manera” (my way).

¿Qué puede sentir una persona cuando está a punto de caer el telón al final de esa obra de teatro que es la propia existencia? No tiene ningún sentido fingir. Es la hora de la verdad. Por eso, en la espiritualidad clásica se invitaba de vez en cuando a meditar sobre la muerte. Aunque a primera vista pueda parecer una perspectiva sombría, en realidad era una forma de dar densidad a la vida. 

Desde la verdad última, caemos en la cuenta de nuestras mentiras y engaños presentes, distinguimos con más claridad lo esencial de lo secundario, aprendemos a centrarnos en lo que de verdad vale la pena. Y, en definitiva, nos decidimos a vivir con la libertad de los hijos de Dios, a nuestra manera. 


Me pregunto si hoy, en esta sociedad tan guiada por los algoritmos y las presiones de todo tipo, es posible vivir “a mi manera”. No es nada fácil tener ideas propias y actuar de acuerdo a la conciencia. Algunos pueden considerarte una persona retrógrada, fuera del tiempo, que baila ritmos que ya no están de moda. Otros pueden verte como demasiado audaz por atreverte a explorar caminos nuevos que no se ajustan a lo políticamente correcto. A menudo estamos vendidos a la opinión ajena porque todos vivimos, en un grado u otro, del reconocimiento social. 

En el ámbito político es casi imposible tener una voz propia porque eso significa no sintonizar con ningún partido. En la Iglesia, por paradójico que resulte, hay más libertad de opinión y de acción, pero cuesta ser fieles a la propia conciencia y no caer en polarizaciones. 

Solo los hombres y mujeres de Espíritu viven “a su manera”, que, en realidad, es la manera de Dios. La libertad de ser nosotros mismos no es una concesión al subjetivismo imperante, sino el fruto más granado de la gracia de Dios. Donde la gracia nos ha transformado brota con fuerza la libertad. Pablo lo dijo de forma insuperable: “Donde está el Espíritu, allí está la libertad” (2 Cor 3,17). Movido por el Espíritu de Dios y no por las presiones sociales, también yo puedo vivir “a mi manera”.



domingo, 27 de julio de 2025

Enséñanos a orar


Es la tercera vez que título una entrada del blog con estas palabras de los discípulos de Jesús que aparecen en el evangelio de este XVII Domingo del Tiempo Ordinario. Repito la expresión porque está cargada de significado, porque me gusta, porque pone palabras a un anhelo.  

A lo largo del mes de julio no he tenido mucho tiempo para escribir. De hecho, solo he escrito en siete ocasiones. Cuando se tienen muchos frentes abiertos no es fácil encontrar la quietud necesaria para meditar y escribir. 

Creo que algo parecido puede pasaros a vosotros. Metidos en los mil asuntos de la vida diaria, es fácil perder las ganas de leer. No podemos digerir todo lo que nos llega a través de los medios de comunicación social, las charlas entre amigos o nuestros propios pensamientos. 

Por otra parte, no a todos nos resuenan del mismo modo las cosas ni tenemos las mismas necesidades. Puede que algunos estéis indignados con lo que está sucediendo en Gaza mientras otros os veáis afectados de cerca por la enfermedad grave de algún familiar o amigo. No es lo mismo estar disfrutando del verano en la playa o en un lugar fresco de montaña que padecerlo en un piso pequeño y caluroso de una gran ciudad. 

El tiempo transcurre de distinta manera cuando estamos rodeados de gente amable con la que podemos hablar y reír que cuando estamos solos y echamos de menos que alguien nos visite o nos llame por teléfono. La vitalidad de los 20-30 años no es comparable a la crisis de reducción que se vive en la ancianidad.


Y, sin embargo, en medio de situaciones vitales muy diferentes, todos estamos invitados a vivir de la manera más auténtica y plena posible. ¿Qué podemos hacer para ello? No siempre podemos estar rodeados de nuestros familiares y amigos o viajar a sitios atractivos. No siempre las cosas salen como deseamos. Y no siempre afrontamos el futuro con esperanza o estamos de buen humor. La vida es a menudo gris e incierta. Hay muchas personas que padecen ansiedad y que hace tiempo que no encuentran motivos suficientes para respirar con hondura y satisfacción. Es como si les faltara el aire del sentido y de la alegría. 

Precisamente en momentos así, cuando parece que avanzamos por un callejón sin salida, cuando nos hiere la publicidad de vacaciones paradisíacas que no nos podemos permitir, cuando sentimos que no significamos nada para nadie, que cada uno va a sus asuntos, es cuando podemos servirnos de las palabras de los apóstoles y gritar: “Señor, enséñame a orar”. En realidad, esta petición podría formularse de otro modo: “Señor, enséñame a respirar”. O también: “Señor, enséñame el arte de vivir”. La oración comienza siendo un deseo, un grito en medio de la nada, un SOS de alguien que se siente náufrago en el océano de la vida, un movimiento corporal para captar oxígeno. La oración es la luz roja que se enciende cuando nada ni nadie parece tocar a las puertas de nuestro corazón.


Jesús nos enseña cómo proceder. Las palabras del Padrenuestro son como una falsilla en la que podemos ir escribiendo todo lo que nos preocupa. Podemos darles un toque personal, pero no conviene alterarlas. 

Empezamos reconociendo que existe un Dios al que podemos llamar Padre. No es propiedad privada, sino Padre de todos; por eso, decimos Padre “nuestro”. Al pronunciar esta palabra salimos de nuestro solipsismo y sentimos que formamos parte de la gran familia eclesial, de toda la humanidad, de la creación. 

Lo que viene después es un itinerario por las necesidades básicas del ser humano. Antes de pedir para nosotros el pan de cada día, el perdón de las ofensas, la fortaleza frente a la tentación y la liberación del mal, le decimos al Padre que nos ayude a reconocerlo (“santificado sea tu nombre”), a abrirnos a su sueño sobre el mundo (“venga a nosotros tu Reino”), a ajustar nuestros proyectos a los suyos (“hágase tu voluntad”). 

Cuando rezamos serenamente las palabras de Jesús, cuando nos abandonamos a ellas, notamos que algo se remueve por dentro, que nos sentimos habitados, que podemos afrontar el día a día de otra manera. Dicho con palabras más certeras: que podemos vivir confortados y movidos por el Espíritu Santo. Jesús nos lo ha asegurado: “Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden!”. ¡Pidámoslo!



domingo, 20 de julio de 2025

El afán y la escucha


La Biblia está llena de historias de rivalidad entre hermanos: Abel y Caín, Esaú y Jacob, José y sus hermanos, Raquel y Lía… ¡y hasta los dos hijos pródigos del padre misericordioso de la parábola de Jesús! Pareciera que el amor de los padres viene a menos si se reparte. ¿Pertenece a esta serie de historias la rivalidad entre las hermanas Marta y María de la que nos habla el evangelio de este XVI Domingo del Tiempo Ordinario? La interpretación más socorrida es la que ve a Marta y a María como representantes de la vida activa (la primera) y de la vida contemplativa (la segunda), pero tal vez se aleja del sentido más original. Por otra parte, esta vía ha sido muy explorada y transitada a lo largo de los siglos. 

Prefiero acoger la historia desde otra clave. En el cuarto evangelio leemos que “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). El orden no es irrelevante. Es muy probable que Marta fuera la hermana mayor (de una familia sin padres) y Lázaro el hermano pequeño. María sería la hermana del medio, sin la responsabilidad de la mayor y sin los mimos del menor. No es cuestión de inventarnos ahora su dinámica relacional, pero, como he señalado al principio, en la Biblia son varias las historias que cuentan la rivalidad entre hermanos.


En el relato de Lucas que leemos hoy Marta es presentada como la mujer que acoge a Jesús en su casa (lo cual indica la preeminencia sobre el resto de los hermanos), que “andaba afanada con los muchos servicios” y que, finalmente, se queja ante Jesús de que su hermana la hubiera dejado sola para dedicarse, sentada a los pies del Maestro, a escuchar su palabra. La queja era razonable, y más si, como es imaginable, Jesús se hubiera presentado en esa casa acompañado por algunos de sus discípulos a los que había que acoger con hospitalidad semita. 

La respuesta de Jesús retrata a Marta como si fuera la “hermana mayor” de la parábola del hijo pródigo. De ella dice Jesús que andaba “inquieta y preocupada con muchas cosas”. El problema no es el trabajo en sí mismo, sino ese exceso de responsabilidad que Marta exhibe como “hermana mayor”, como si todo dependiera de ella. Frente a ese exceso, Jesús habla de “una sola cosa necesaria”, de la “mejor parte”. ¿Cuál es esa cosa necesaria o esa parte mejor? Lo que hace María: escuchar la palabra del Maestro. A través de la escucha se está más cerca de Jesús que a través del servicio. Se puede servir por sentido del deber, por quedar bien o por múltiples motivaciones. Escuchar al Maestro solo puede hacerse por amor a Él.


No es difícil iluminar muchas de las cosas que hoy nos pasan en la Iglesia desde esta “rivalidad sororal”. Los adjetivos que el evangelio de Lucas aplica a Marta podrían aplicarse a muchos evangelizadores: afanados, inquietos y preocupados por muchas cosas. Corremos el riesgo de ser víctimas del “síndrome de la hermana mayor”: responsable, organizada, trabajadora y quizás un poco autoritaria y envidiosa. No se trata de descuidar “los muchos servicios”, sino de no abandonar la parte mejor: la escucha paciente y gratuita de la Palabra. 

¿No seríamos más creíbles y eficaces si redujéramos un poco la logística del servicio (“hay muchas cosas que hacer”) y nos dejáramos transformar por la fuerza de la Palabra (“hay que escuchar”)? Parece que Marta, a diferencia del hijo mayor de la parábola de los dos hijos, comprendió bien la lección de Jesús. De hecho, en el evangelio de Juan, al hablar de la resurrección de Lázaro, leemos que “cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa” (Jn 11,20). Se invierten los papeles. Marta aparece como la que ha acogido la Palabra y la anuncia: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,27). Nunca es tarde cuando aprendemos de la rivalidad.



sábado, 19 de julio de 2025

Contarnos la historia


Últimamente me ha dado por leer y escuchar a algunos historiadores mexicanos que ofrecen una nueva visión sobre la llamada “conquista” (que no lo fue en sentido estricto) de México (que no existía como tal) por parte de España (que tampoco existía como hoy la entendemos). Es evidente que todos nos contamos la historia que mejor conviene a nuestros intereses. En este sentido, toda historia es una especie de leyenda, comenzando por la propia. 

Nuestra identidad personal es, sobre todo, el fruto de la historia que nos contamos a nosotros mismos. Se apoya, naturalmente, en algunos datos objetivos (lugar y fecha de nacimiento, contexto sociocultural, raíces familiares, hitos educativos, experiencias significativas…), pero todo está coloreado por la forma como interpretamos esos datos; en definitiva, por la historia que nos contamos. Hoy se habla mucho de “controlar el relato”.


Hay personas que interpretan su historia desde la condición de víctimas. Quizás vivieron en la infancia algún acontecimiento vejatorio que las dejó marcadas para siempre. A partir de ahí, todo el camino posterior se reduce a identificar a los culpables de la propia desgracia y a defenderse de posibles nuevas agresiones. Respiran por una herida que nunca acaba de curarse. Hay otras que se narran por comparación con los demás. Pueden sentirse siempre inferiores y en algunos casos -los menos- superiores. Les cuesta compararse consigo mismas. Todo lo vivido es siempre en relación con otros que están por encima o por debajo. 

No faltan las personas que sustituyen con relatos fantasiosos algunas experiencias que fueron sencillas o incluso anodinas. Su mundo interior se parece poco a lo que realmente ocurrió. Se sienten a gusto en su burbuja onírica y no tienen el más mínimo interés en salir al mundo exterior y confrontarse con él. Creo que hay tantas maneras de contarnos la historia como personas existen. Cada uno hacemos nuestra lectura. Basta comprobar cómo recordamos cada miembro de la familia algunos acontecimientos  importantes o banales o cómo interpreta cada miembro de una comunidad lo vivido por todos.


Escuchando a algunos historiadores mexicanos una nueva manera de considerar su identidad a partir del mestizaje cultural desarrollado durante siglos en la “nueva España”, me he preguntado por mis propios mestizajes. Cada uno somos el resultado de muchos encuentros, desencuentros, búsquedas, éxitos, fracasos, compañías, soledades, alegrías, tristezas… ¿Cuál es la cuerda que mantiene unidas todas esas perlas hasta formar un collar más o menos reconocible? O, apelando a la metáfora musical, ¿qué clave permite dar un sentido a las muchas notas colocadas en el pentagrama de nuestra historia? 

Es obvio que leemos la historia a partir de esa clave. Si la mía fuera hacerme rico o lograr éxito profesional y reconocimiento social, leería las experiencias de mi vida en función de su utilidad para lograr ese sueño. Si, por el contrario, la clave es preguntarme qué quiere Dios de mí para intentar responder con fidelidad, cada acontecimiento vivido sería interpretado en relación con ese objetivo. 

Por eso resulta tan difícil contarnos una historia común. Como dice el refrán, “cada uno habla de la feria según le va en ella”. Los escolásticos utilizaban una fórmula más altisonante: “Quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur”, que se puede traducir así: “Lo que se recibe, se recibe según el modo del que recibe”. O, parafraseando un poco el original, “todo lo que se recibe, se recibe de acuerdo con la capacidad del receptor”. 

Creo que esta advertencia nos hace muy cautos a la hora de dogmatizar sobre nuestra historia o la de otra persona. Y no digamos si se trata de la historia de un pueblo, de un país o de un continente. En este caso, casi siempre los mitos sustituyen a los hechos. Y los intereses (políticos, económicos, étnicos, etc.) al respeto a los acontecimientos.



viernes, 18 de julio de 2025

Soliloquio de una tarde de verano


Tarde de verano. 34 grados en la calle. Comienza el fin de semana. Hay noticias típicas de este tiempo (llegada masiva de turistas, incendios, ahogamientos, etc.) y otras más actuales, como el debate sobre la corrupción, la inmigración y los famosos bulos. Todos los días, cuando recojo la prensa que el repartidor deja a la puerta de mi casa a primera hora de la mañana, hago un ejercicio para tratar de adivinar los titulares de El País y el ABC, los dos periódicos a los que estamos suscritos. Casi siempre acierto. El primero es claramente progubernamental y el segundo crítico, así que suelen llevar a sus respectivas portadas las informaciones que mejor se alinean con sus intereses. 

La mayor parte de la información que ofrecen está muy editorializada. La opinión prevalece sobre la información. Casi no sería necesario comprar periódicos porque uno ya sabe de antemano lo que van a decir. Confieso que muchos días me limito a dar una ojeada rápida a ambas publicaciones mientras me tomo un café. 

Estoy al borde del hartazgo. Se salvan algunas firmas “independientes” que, además de escribir bien, tienen una voz propia con densidad moral. Pero percibo también en algunos de estos escritores de raza un cansancio letal, como si se hubieran resignado a una realidad frágil y decadente que ya no admite cambios.


Que la democracia está en crisis llevamos años denunciándolo, pero no se nos ocurre una alternativa mejor. Para que una democracia sea sana se requiere que los ciudadanos seamos demócratas; es decir, que busquemos de verdad el bien común y que contribuyamos a construirlo. Esto es demasiado pedir, así que podemos estar viviendo la ficción de una democracia sin demócratas. O, en la práctica, el gobierno de una oligarquía (que no aristocracia) que se sirve de las instituciones públicas para conseguir sus objetivos privados. Quienes cada cierto tiempo introducimos una papeleta en las urnas creemos que nuestro voto es determinante, pero la cruda realidad nos despierta de nuestro sueño. Por eso hay muchos jóvenes que ya ni se preocupan de votar. Simplemente no creen que su voto sirva para algo. 

Poco a poco, vamos perdiendo también las ganas de protestar. Nos resignamos a la inercia social y seguimos apoyando a quienes, una y otra vez, incumplen sus compromisos y nos llevan al abismo. Da igual que la corrupción afecte a los más altos responsables o que se ponga en peligro la cohesión social. ¿Alguien puede explicarme qué se necesita para que haya una reacción social enérgica? ¿Tan anestesiados estamos? ¿Tan ciegos nos hemos vuelto? He oído a más de uno decir que, mientras tengamos dinero en el bolsillo para tomarnos una caña de cerveza en una terraza, no va a cambiar nada, aunque los precios de la vivienda sean inalcanzables para la mayoría, se fomente un sistema clientelar de ayudas o no se gestione adecuadamente la inmigración.


El fracaso estrepitoso del famoso 15-M ha sido como una vacuna que nos protege contra el virus de la protesta social. Siempre podemos encontrar nuestro nicho en medio de la crisis. Mientras logremos sobrevivir individualmente, no estamos dispuestos a complicarnos la vida en batallas perdidas de antemano. Y, sin embargo, no podemos renunciar a la confrontación de las ideas y, sobre todo, a la educación en valores. Sin unas y otros, no hay democracia que se sostenga, aunque formalmente se nos deje votar cada cierto tiempo. 

Necesitamos pensar más, dialogar más, aclarar los valores mínimos sobre los que se sustenta una sociedad pluralista sana. De no hacerlo, la tecnocracia acabará imponiéndonos sus propios métodos y fines. Mientras no sabemos si Dios existe o no, todos disponemos de un teléfono móvil en nuestro bolsillo y le preguntamos a Google lo que queremos saber. A falta de un ecumenismo de ideas y valores, nos apañamos con un ecumenismo tecnológico. Las máquinas nos van uniformando a todos. Lo único que cambia es el modelo y el precio del aparato. ¡Tendremos que pedirle a la Inteligencia Artificial que nos resuelva los problemas que no hemos sido capaces de afrontar con nuestra inteligencia natural! Estamos en el borde de esta frontera, si es que no lo hemos cruzado ya. ¡Se agradece una cervecita muy fría!

miércoles, 16 de julio de 2025

Desde 1849


En alguna parte de nuestra fachada carismática, junto al nombre que escogió para nosotros san Antonio María Claret -Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María- está escrito “since 1849”, como en los establecimientos tradicionales. Han pasado ya 176 años desde aquel 16 de julio de 1849 cuando Claret y cinco compañeros más jóvenes empezaron “la grande obra”, aunque los comienzos no pudieron ser más humildes. 

Los seis misioneros catalanes fueron el origen de una congregación misionera que hoy cuenta con 3.000 miembros presentes en más de 70 países de todo el mundo. Aquel caluroso día del mes de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, era inimaginable pensar que esa naciente congregación (ni siquiera lo era en ese momento desde un punto de vista canónico) estaría algún día en Timor Oriental, Vietnam, Nueva Zelanda o Zimbabue. Más fácil era imaginarla en México, Colombia o Argentina. 

Si ese grupo inicial no hubiera salido de Cataluña, probablemente hoy no existiría, como les ha pasado a otras fundaciones demasiado apegadas a un ámbito reducido. Pero Claret era consciente de que su espíritu era “para todo el mundo”. En cuanto fue posible, los primeros misioneros saltaron a otras regiones de España y, todavía en vida del fundador, a América. Chile fue el primer país en el que hubo presencia claretiana en el continente americano.


Un laico mexicano afincado en los Estados Unidos me ha enviado un vídeo hecho con IA en el que recrea la escena de la fundación con una canción contemporánea. La técnica moderna nos permite estos juegos, pero lo más importante no es lo que la IA puede hacer, sino lo que están haciendo cientos de misioneros en todo el mundo. 

Esta semana, sin ir más lejos, estoy dando un curso en inglés a 16 formadores provenientes de India, Filipinas, Sri Lanka, Indonesia, Nigeria, Camerún y Mozambique. Durante varias semanas han estado estudiando la vida de Claret y la historia de nuestra congregación al mismo tiempo que visitaban los lugares fundacionales. Es admirable cómo se emocionan con el conocimiento de la historia y sintonizan con el espíritu original. 

Quienes, en el contexto europeo, nos sentimos llamados a “frecuentar el futuro” no siempre vibramos con la música que empezó a sonar hace 176 años en la celda del antiguo seminario de Vic. Siempre me ha llamado la atención que el comienzo se produjera en el contexto de una experiencia de ejercicios espirituales. Sin “cenáculo” no hay “plaza”. Lo vemos en los Hechos de los Apóstoles. Necesitamos ser encendidos por el fuego de Espíritu para transmitir una pasión contagiosa y creíble.


El cenáculo no se entiende sin la presencia de María, la madre de Jesús. Claret quiso hacer coincidir la fundación con la fiesta de la Virgen del Carmen. Ella es la “formadora de apóstoles”, la fragua en la que nos forjamos como misioneros. En los períodos en los que hemos vivido con intensidad nuestra filiación cordimariana hemos experimentado 
una gran eficacia apostólica y una gran fecundidad vocacional.

En el contexto europeo actual, marcado por la disminución y el envejecimiento, necesitamos volver nuestros ojos al Corazón de María y decirle -como le dijo Claret en unos ejercicios que predicó en 1865- que ella es nuestra verdadera fundadora: “Vos la fundasteis, ¿no os acordáis, Señora?”. Guiados por la madre de Jesús, aprendemos a vivir este tiempo complejo “guardando todo en el corazón”, “haciendo lo que Él nos diga”, “estando de pie junto a la cruz” y, en definitiva, esperando contra toda esperanza porque “el Poderoso ha hecho obras grandes” por nosotros.





domingo, 13 de julio de 2025

Un oxímoron muy actual


Tras una semana intensa en San Lorenzo de El Escorial, estoy de nuevo en Madrid. Los 27 grados de hoy hacen más soportable una ciudad que en verano suele ser inhóspita y despiadada. Acabo de ver el ángelus del papa León XIV desde Castelgandolfo. Vuelvo ahora sobre el evangelio de este XV Domingo del Tiempo Ordinario. La parábola que Jesús nos propone es conocida como la parábola del “buen samaritano”. A oídos de un judío del tiempo de Jesús, esta expresión era un perfecto oxímoron. No podía haber un samaritano que fuera bueno. Tampoco podía haber una persona buena que fuera samaritana. El odio entre judíos y samaritanos era histórico, visceral, insuperable, muy parecido al que hoy se da entre judíos y palestinos, aunque por distintas razones. 

¿Podemos imaginarnos hoy a Jesús contando a sus connacionales judíos la parábola del “buen gazatí”? ¡Pues eso! Provocación en estado puro. Por lo general, las parábolas de Jesús llevan dinamita dentro. No son historietas para entretener a la gente o meros recursos didácticos para que su mensaje se entienda mejor. Nos colocan contra las cuerdas de nuestra verdad o nuestra mentira. ¡Nos desnudan!


Tenemos varios personajes para elegir. Podemos ser al menos: el hombre anónimo que bajaba de Jerusalén a Jericó, uno de los bandidos que lo atacaron, el sacerdote o el levita que pasaron de largo, el samaritano que lo atendió… o incluso el posadero que lo cuidó por un par de denarios. Las acciones de estos personajes están descritas con verbos elocuentes. El hombre anónimo “baja” de Jerusalén a Jericó; los bandidos “desnudan” al hombre anónimo, lo “apalean” y lo “abandonan” medio muerto; el sacerdote y el levita “dan un rodeo” y “pasan de largo”; el posadero lo “cuida”. 

Solo al samaritano -ese hereje bastardo- se le aplican muchos verbos: lo “vio”, “se compadeció”, “se acercó”, le “vendó” las heridas, “echó” sobre ellas aceite y vino, “montó” al herido en su propia cabalgadura, lo “llevó” a una posada y lo “cuidó”. Tenemos una ristra de verbos entre los cuales podemos elegir aquellos que con más frecuencia solemos conjugar y aquellos que sentimos que tendríamos que conjugar más.


Si, como hombres o mujeres ilustrados o piadosos, solemos “dar un rodeo” y “pasar de largo” ante personas y situaciones que nos desestabilizan, que reclaman nuestra atención, entonces estamos bastante lejos de lo que Jesús entiende por “prójimo”. Si nuestros verbos son de otro estilo (como, por ejemplo, ver, compadecerse, acercarse, curar, transportar, cuidar, etc.), entonces no estamos tan lejos de lo que Jesús entiende por una persona que practica la misericordia. 

El papa Francisco hizo una interpretación muy actual de esta parábola del “buen samaritano” (¡ojo al oxímoron!) en el capítulo segundo de su encíclica Fratelli tutti. Merece la pena volver sobre ella en este domingo. Habla de “un extraño en el camino” y concluye así: 
“Para los cristianos, las palabras de Jesús tienen también otra dimensión trascendente; implican reconocer al mismo Cristo en cada hermano abandonado o excluido (cf. Mt 25,40.45). En realidad, la fe colma de motivaciones inauditas el reconocimiento del otro, porque quien cree puede llegar a reconocer que Dios ama a cada ser humano con un amor infinito y que «con ello le confiere una dignidad infinita». A esto se agrega que creemos que Cristo derramó su sangre por todos y cada uno, por lo cual nadie queda fuera de su amor universal. Y si vamos a la fuente última, que es la vida íntima de Dios, nos encontramos con una comunidad de tres Personas, origen y modelo perfecto de toda vida en común. La teología continúa enriqueciéndose gracias a la reflexión sobre esta gran verdad” (n. 85).

Son tantas las lecturas y aplicaciones que esta parábola tiene a la situación que hoy estamos viviendo que merece la pena colocarse ante ella como ante un espejo. Es imposible no verse reflejado. 


miércoles, 9 de julio de 2025

Escucha a tu corazón


Tras un paso fugaz por Valencia y otro algo más prolongado por León, me encuentro desde el lunes en San Lorenzo de El Escorial acompañando a 22 religiosas concepcionistas en una semana de ejercicios espirituales. No me queda mucho tiempo libre para reabrir el Rincón. Lo hago hoy miércoles, una vez que los ejercicios han alcanzado su velocidad de crucero. 

En los medios digitales católicos se multiplican las reflexiones sobre Matteo Balzano, el joven sacerdote italiano que se suicidó hace unos días. Casi todas parecen cortadas con el mismo patrón. Se insiste en que los sacerdotes somos seres humanos, expuestos como todos a debilidades y tentaciones. Algunos acentúan la sobrecarga de trabajo de muchos sacerdotes diocesanos y la soledad que a menudo los acompaña. Otros van más lejos y se preguntan qué esperamos de un sacerdote

Comprendo el interés que se ha suscitado por la vida de los sacerdotes a raíz del suicidio del joven don Matteo, pero no me parece oportuno ahora proseguir esta línea. El suicidio es una experiencia demasiado seria que exige respeto, silencio y oración. Solo en otras circunstancias se puede abordar con serenidad.


Hace años leí Donde el corazón te lleve, una novela de la italiana Susanna Tamaro que tuvo mucho éxito a finales del siglo pasado. Anoté unas palabras que la anciana Olga, protagonista del libro, dirige a su nieta ausente: “Cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve”. 

Estas palabras me parecen muy luminosas en la actual coyuntura. Corremos el riesgo de meternos en caminos cortados o que llevan a destinos indeseados. Lo mejor es respirar, aguardar con calma y escuchar a nuestro corazón. Es un GPS que, tarde o temprano, nos orienta en la dirección correcta.


El corazón humano, incluso el más endurecido, acaba siempre redirigiéndonos a Dios porque está programado para ello: “Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (san Agustín). No se trata, pues, de algo opcional. Estamos hechos por y para Dios. Podemos despistarnos, caminar en dirección contraria, maldecir nuestra suerte, hacer oídos sordos, entretenernos por el camino, poner obstáculos a otros caminantes, enzarzarnos en peleas varias… Todo es posible, pero eso no altera la “programación” de nuestro corazón. 

Por eso, no es nada extraño que estemos inquietos, que nos sintamos desajustados, dubitativos, vacíos e infelices. Si el corazón humano solo encuentra su descanso en Dios, todo lo que nos aleje de Él se volverá contra nosotros. Me parece que este es el drama de nuestro mundo y de nuestro tiempo. En el silencio de unos ejercicios espirituales me parece todavía más diáfano que en el tráfago de la vida cotidiana. ¿Quién tiene interés en que no escuchemos a nuestro corazón?

martes, 1 de julio de 2025

Una tarea coral


Comenzamos el mes de julio bajo un calor oprimente que parece ensañarse con los más débiles. ¡Hasta The Guardian se hace eco de lo que está sucediendo en Europa y en España en particular! No se trata de algo anormal, sino de la nueva normalidad meteorológica.

Los periódicos impresos y digitales españoles abren con otra  noticia caliente, casi abrasadora, la del encarcelamiento de Santos Cerdán. Se multiplican los análisis y se especula con las consecuencias. No es bueno que a uno lo lleven al trullo en plena ola de calor. Todo se altera cuando el termómetro supera los 40 grados. 

¿Aprenderemos la lección? Evidentemente no. Estos casos de corrupción no van a cambiar nuestros valores y ni quisiera nuestros procedimientos, así que habrá que prepararse para los siguientes. Vivimos en una sociedad de pillos con corbata o con vaqueros de marca. Habrá nuevos Santos, Ábalos y Koldos en el PSOE, en el PP y en cualquier otro partido que tenga acceso a los dineros públicos. Mientras tanto, millones de ciudadanos son “esquilmados” (no encuentro otra palabra más precisa) a impuestos. 

La cosa tiene muy mala solución porque a casi nadie del ámbito político le interesa que cambie en profundidad, por más que digan que sí con la boca pequeña y a micrófono abierto. No sé si las nuevas generaciones conseguirán hacerlo. Con las actuales, más vale perder toda esperanza. Es verdad que cuando se descubren algunos casos todos se rompen las vestiduras y hacen promesas que no cumplirán, pero esa reacción airada tiene poco recorrido. ¿Hay alguien que todavía crea de buena fe en la honradez de la clase política?


Leo que el rey emérito Juan Carlos I ha decidido publicar sus memorias el próximo mes de noviembre, coincidiendo con el 50 aniversario de su proclamación como rey, bajo el título de Reconciliación. Tiene todo el derecho a narrar las cosas desde su punto de vista, pero, después de haber visto los cuatro capítulos de la miniserie documental Juan Carlos. The downfall of a King (2023), resulta difícil seguir defendiendo a un rey que se valió del cargo para muchas cosas que nada tenían que ver con su servicio a España. 

La sensación de que vivimos en un magma de corrupción sistémica es inevitable. De vez en cuando saltan casos de las grandes empresas, los bancos, los clubes de fútbol, etc., pero me temo que se trata solo de la punta del iceberg. Necesitamos una regeneración moral de tal calibre que, en el mejor de los casos, tardaremos décadas en crear una cultura de la honradez, la transparencia y la rendición de cuentas. Pareciera que los vicios corruptos se heredan como se heredan las propiedades inmobiliarias o los depósitos bancarios.


Todos tenemos una grave responsabilidad. Los padres deben vivir estos valores para que sus hijos los perciban más allá de las palabras. Los maestros y profesores tienen que ser testigos de un estilo de vida honrado. Los servidores públicos necesitan una especial formación ética para asumir sus responsabilidades. No basta solo con que superen algunas pruebas técnicas. 

La Iglesia, por su parte, debería ser -como se proclama en la plegaria eucarística Vb- “un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”. Se trata de un esfuerzo coral sostenido también por los medios de comunicación social. Solo con un fuerte empeño colectivo se pueden ir dando pasos hacia una nueva cultura en la que la corrupción no sea algo sistémico, sino un fenómeno reducido a casos aislados, como sucede con otros crímenes que atentan contra el bien común. 

Me resulta muy doloroso que algunos de los que han protagonizado los casos más sonados de corrupción en España se hayan formado en centros académicos de la Iglesia. Hay muchas cosas que cambiar. No basta con “educar en valores”, como se repite hasta la saciedad. Necesitamos ayudar a los niños y jóvenes a descubrir el fundamento de todos los valores y aprender a tener una “experiencia de encuentro” con Él. No es fácil, pero se trata de un objetivo irrenunciable.