domingo, 6 de abril de 2025

La verdad no es una piedra


El evangelio de este V Domingo de Cuaresma es sencillamente adrenalítico. Se masca la tensión en el aire. El escenario es imponente: el templo de Jerusalén. Para los judíos es el lugar de la ley (y, en parte, del dinero). Para Jesús es la casa del Padre. Esta doble interpretación del lugar nos prepara para el desenlace de la escena. Jesús está enseñando de buena mañana. Hay gente alrededor. Algunos escribas y fariseos le arrojan -como si fuera una mercancía- una mujer “sorprendida en adulterio”. No aparece por ninguna parte su socio masculino. El peso cae siempre sobre la mujer. 

Quizás los escribas y fariseos habían oído lo radical que era Jesús con respecto al adulterio, no solo de cuerpo sino de corazón. En realidad, no les importa mucho la historia de la mujer. La usan como un instrumento para capturar a Jesús. La trampa está bien urdida. Si Jesús la perdona, va abiertamente contra la ley. Si invita a lapidarla, se comporta como una persona cruel. Parece que no hay salida. Antes de responder, Jesús se toma un tiempo y escribe. No sabemos el contenido de ese “dedo de Dios”. ¿Es una alusión a Daniel 5,25?


Los escribas y fariseos se impacientan. Jesús espera a que se rebaje su nivel de adrenalina. Con los ánimos un poco más calmados, les regala una respuesta inesperada, que se sale del marco: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Desplaza el acento de la mujer pecadora a cada uno de los presentes, igualmente pecadores. Nadie resiste la prueba: “Se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos”. Ya se sabe que “cuanto más viejo, más pellejo”. 

La historia termina con un primer plano de Jesús y la mujer solos. Jesús, que permanecía sentado, se levanta. Al diálogo no le falta ni le sobra una sola palabra. La sentencia final de Jesús no tiene desperdicio. Mira al pasado: “Tampoco yo te condeno”. Pero, sobre todo, mira al futuro: “En adelante no peques más”. Solo el perdón abre la puerta del porvenir. Se podría decir que esa mujer anónima vive su propio jubileo de perdón y esperanza. Es un símbolo para nosotros en este Jubileo del 2025.


Este evangelio podría ser prohibido por los legalistas del mundo. Es demasiado desestabilizador. Promueve la insubordinación. Relativiza el famoso “imperio de la ley”. Lo sustituye por el “imperio de la misericordia”. Este es el mensaje que el papa Francisco ha intentado transmitir desde el comienzo de su pontificado y que muchos biempensantes no acaban de comprender. Lo consideran una concesión al relativismo. Acusan a Francisco de no tomar en serio el derecho canónico, de proceder arbitrariamente. Vistas las cosas desde una perspectiva solo jurídica, tienen razón. Pero olvidan que el derecho no es la norma suprema. Lo fundamental es el amor. La verdad no es una piedra arrojadiza, sino la patencia del amor.

Se requiere mucho tiempo, mucho autoconocimiento y mucha humildad para salirse del marco y adquirir la mente de Jesús. Es un camino. Pablo (segunda lectura) lo expresa muy bien en su carta a los filipenses: No es que ya haya conseguido o que ya sea perfecto: yo lo persigo, a ver si lo alcanzo como yo he sido alcanzado por Cristo

sábado, 5 de abril de 2025

Pasado por agua


Pasé buena parte de la mañana de ayer viernes en la ciudad cacereña de Plasencia. Aunque la había circunvalado en un par de ocasiones, nunca la había visitado. Acompañado por tres religiosas amigas y guiado por la responsable de Patrimonio de la diócesis, visité la catedral. O, para ser más preciso, las catedrales. El conjunto me pareció deslumbrante. El oro de las nervaturas y de los retablos añade un toque sugestivo que no se ve en las catedrales castellanas. El retablo es un tratado de teología contado con el lenguaje hermosísimo de la madera tallada y policromada. Afuera llovía y soplaba con fuerza el viento.


Nada más salir, se encuentra la impresionante casa del deán. Habla por sí misma del poder que en el pasado ostentaba el jefe de los canónigos. Hasta el concilio de Trento se las tenía tiesas con el obispo. Hoy las cosas están clarificadas y calmadas. Visité también el antiguo convento de Santo Domingo, hoy transformado en Parador Nacional. Aparte de por su valor histórico y artístico, a mí me interesaba conocerlo porque durante varias décadas fue sede de la comunidad claretiana. Desde aquí los misioneros se movían por toda Extremadura en campañas de evangelización a través de las misiones populares y los ejercicios espirituales.


Tras la comida, visité el museo de las Josefinas de la Santísima Trinidad, muy populares en Plasencia, ciudad en la que fueron fundadas en 1886 por el sacerdote alcarreño Eladio Mozas, canónigo penitenciario. No conocía yo con detalle la vida de este fundador, un sacerdote culto y con una gran preocupación social y espiritual. La segunda mitad del siglo XIX estuvo plagada de fundaciones en varios lugares de España. 

Con las josefinas estoy teniendo un encuentro sobre “identidad y pertenencia” en la casa de espiritualidad que tienen en Cabezuela del Valle. Por cierto, el río Jerte baja impetuoso debido a las abundantes lluvias de las últimas semanas y los famosos cerezos están ya en plena floración. Sigue lloviendo a intervalos, aunque parece que hoy sábado tendremos una pequeña tregua.


Hasta este recóndito lugar llegan los ecos de la famosa “guerra de aranceles” decretada por el inefable Donald Trump. No soy un experto en estos asuntos, pero me temo que la economía mundial va a experimentar una peligrosa sacudida. De hecho, ayer fue un viernes negro para los mercados. 

En los pocos ratos libres, estoy leyendo en versión digital el último libro de Javier Cercas El loco de Dios en el fin del mundo, que acaba de ponerse en circulación con gran aparato publicitario. Confieso que a mí me gusta cómo escribe Cercas y estoy leyendo su obra con fruición, pero hay una cosa que no me gusta: el hecho de que a cada paso repita que es un “ateo redomado, un anticlerical declarado y un laicista irredento”, como si quisiera curarse en salud de las críticas que puede recibir desde algunos sectores anticatólicos por “blanquear” al papa Francisco. Un ateo que se precie, un ateo “como Dios manda”, es más discreto. No hace de su increencia una exhibición impúdica o un arma arrojadiza. Dicho esto, el libro fluye bien y ofrece claves para entender la novedad del Papa “venido del fin del mundo”. Cuando lo termine, escribiré algo sobre él.

jueves, 3 de abril de 2025

¿Facilitador o complicador?


Desde hace años se viene usando cada vez más -sobre todo en ámbitos relacionados con el liderazgo y la gestión de equipos- la palabra “facilitador” (del inglés facilitator) para referirse a una “persona que se desempeña como instructor u orientador en una actividad”. Yo mismo he ejercido esta tarea en capítulos generales y provinciales, asambleas de diverso tipo y talleres. Se supone que -haciendo honor a su nombre- el facilitador tiene que hacer fácil lo que a primera vista puede parecer difícil. 

Para ello, hay que tener claridad sobre los objetivos que se persiguen con una determinada actividad y con los métodos más conducentes a su consecución. Hay personas que son “facilitadoras” por naturaleza, como si esa cualidad estuviera en su ADN. Ofrecen orientaciones precisas, ahorran detalles innecesarios, van a lo sustancial. Tienen un mapa conceptual suficientemente claro como para moverse con agilidad en un determinado campo, incluyendo el complejo campo de las relaciones interpersonales. Encontrarse con una persona “facilitadora” ayuda a vivir y trabajar con serenidad y determinación.


Por desgracia, existe también el rol contrario. Conozco personas que son “complicadoras”, por más que el diccionario de la RAE no reconozca este término. Si complicar significa “enredar, entorpecer, dificultar o confundir algo”, entonces podríamos decir que las personas “complicadoras” son enredadoras o entorpecedoras (estos términos sí existen). 

Cuando ya se ha tomado una decisión, se las arreglan para buscarle tres pies al gato y obligar a todos a empezar de nuevo. Su obsesión por que todo sea perfecto, según la norma, acaba haciendo de la vida una experiencia insufrible. ¡Ay de las familias, grupos y comunidades en los que abunden las personas “complicadoras”! ¡Que se preparen para sufrir como si fueran hinchas del Atlético de Madrid! (con perdón de mis amigos colchoneros).


Personas “facilitadoras” y “complicadoras” se encuentran en todos los ámbitos de la vida. ¿Quién no conoce a funcionarios, médicos, profesores, sacerdotes y periodistas que todo lo enmarañan y que no hacen más que complicarnos la vida con sus interminables vericuetos? Leyendo ciertos informes médicos o jurídicos, uno tiene la impresión de que han sido escritos con el malévolo propósito de que el lector no se entere de nada. Y quizá se puede decir lo mismo de algunos libros de teología o de ciertas homilías insufribles. 

Normalmente, las personas “complicadas” son aquellas que no tienen un claro conocimiento de una determinada realidad y por eso necesitan envolverla a base de palabrería. Su lema podría ser este: “Ya que no podemos ser profundos, seamos por lo menos oscuros”. Cuando la complicación se refiere al ámbito de las relaciones, entonces podemos acabar directamente en el infierno: personas que dicen lo contrario de lo que sienten, que hacen de los celos su arma defensiva, que malinterpretan gestos y palabras y que sacan de quicio al más pintado. Muchas familias y comunidades se vienen abajo cuando la complicación supera los niveles aceptables.


Gracias a Dios, creo que abundan más las personas que son como arroyos transparentes. Uno sabe enseguida lo que piensan y sienten. No se andan con rodeos. Procuran aclarar conceptos, desatar nudos mentales y afectivos, crear un clima en el que las personas se sientan a gusto, no sometidas al chantaje de un permanente escrutinio. Personas, en definitiva, que no están recordando siempre los límites ajenos, sino que ponderan lo bueno que observan en los demás y los ayudan a crecer

En este mundo tan crispado, tan complicado, necesitamos personas “facilitadoras” que nos ayuden a vivir.

miércoles, 2 de abril de 2025

Sacerdote para siempre


La entrada del pasado lunes ha tenido más visitas de lo normal. Se ve que el tema de los “curas rotos” nos toca de cerca. Después de haberla escrito, me di cuenta de que me había dejado cosas importantes en el tintero. El corto espacio de una entrada no permite muchos matices. Aprovecho la de hoy para añadir algo que considero esencial. Un sacerdote, por muy “roto” que esté, es siempre un consagrado del Señor al servicio de su pueblo. El hecho de que en algunas ocasiones deje el ejercicio del ministerio no significa que pueda borrar de un plumazo el carácter impreso por la ordenación. 

El Catecismo de la Iglesia Católica lo explica así: “Como en el caso del Bautismo y de la Confirmación, esta participación en la misión de Cristo es concedida de una vez para siempre. El sacramento del Orden confiere también un carácter espiritual indeleble y no puede ser reiterado ni ser conferido para un tiempo determinado” (n. 1582). Y añade: “Un sujeto válidamente ordenado puede ciertamente, por causas graves, ser liberado de las obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación, o se le puede impedir ejercerlas, pero no puede convertirse de nuevo en laico en sentido estricto porque el carácter impreso por la ordenación es para siempre. La vocación y la misión recibidas el día de su ordenación, lo marcan de manera permanente” (n. 1583). 

Son palabras graves que nos hablan de una realidad objetiva que va más allá de las decisiones del sujeto, de su estado de ánimo o de sus cambiantes circunstancias vitales.


Naturalmente, esta consagración no lo convierte en un superhombre, en alguien por encima de los demás (clericalismo) o en un tipo inmune a la fragilidad. El mismo Catecismo lo explica así: “Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir, del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar, por consiguiente, a la fecundidad apostólica de la Iglesia” (n. 1550). 

La distinción es clara y necesaria para evitar equívocos. Por eso, es esencial ser conscientes del don recibido (para agradecerlo y ponerlo al servicio de los demás) y de la propia fragilidad (para aceptarla con humildad y trabajarla a fondo).


Escribo estas cosas en el día en que celebramos el vigésimo aniversario de la muerte de san Juan Pablo II. Entonces yo vivía en Roma. Recuerdo muy bien aquel 2 de abril de 2005 y el impacto que su muerte produjo en millones de personas. No es ahora el momento de trazar un perfil biográfico de Juan Pablo II y mucho menos de esbozar un apunte crítico de su persona y su pontificado. Lo harán con más objetividad los historiadores del futuro. Creo que ha pasado muy poco tiempo para tener la perspectiva justa y, por lo tanto, para no caer en el panegírico apresurado o en la crítica fácil. Me limito a subrayar dos hechos. 

El primero tiene que ver con el río constante de personas que fluye hacia su tumba en el flanco derecho de la basílica de san Pedro de Roma y en la capilla lateral dedicada a su memoria que se abrió en noviembre de 2022 en la catedral de la Almudena de Madrid. Lo compruebo cada vez que paso por ella. Algo querrá decir este magnetismo sostenido en el tiempo.

El segundo se refiere a la impresión que me causó la persona de san Juan Pablo II las veces que lo vi de cerca o que tuve la oportunidad de saludarlo. La primera fue el año 1982, a los pocos meses del atentado que sufrió el 13 de mayo de 1981. Fue en un Congreso de Pneumatología celebrado en el Aula de los Obispos del Vaticano. Luego tuve la oportunidad de concelebrar la Eucaristía con él en varias ocasiones en su capilla privada y de saludarlo más veces en Roma y en Madrid. Puede sonar exagerado, pero no recuerdo haber encontrado nunca una persona que emanara un “aura” de santidad como me parecía percibir en él, sobre todo cuando lo veía arrodillado en el reclinatorio de su capilla. Algo querrá decir esta sensación indescriptible