La memoria de los santos Timoteo (obispo
de Éfeso) y Tito (obispo
de Creta), colaboradores de san Pablo y destinatarios de las cartas paulinas
que llevan sus nombres, me da pie para abordar un asunto de actualidad: la situación de nuestros pastores (sobre todo, los sacerdotes) en la Iglesia. Hace unos días leí en una revista digital la
carta
abierta que un sacerdote casado le dirige al papa Francisco pidiéndole
que reconsidere la posibilidad de que los presbíteros casados que lo deseen puedan
ejercer públicamente el ministerio. Tanto el contenido como el tono me
parecieron muy correctos. Leo también que más
de un centenar de curas y laicos alemanes reivindican la realidad LGTBI en la
Iglesia. Antes habían hecho algo parecido algunos grupos de actores y artistas.
Son solo dos botones de muestra que nos permiten asomarnos a
realidades que están ahí, pero que no siempre tenemos en cuenta con respeto y delicadeza. Creo que en
la Iglesia hay unos 100.000 sacerdotes secularizados, muchos de los cuales han
contraído matrimonio. Es obvio que en un grupo tan numeroso y heterogéneo se dan
situaciones muy diversas: desde los que han perdido la fe o reniegan de la Iglesia hasta quienes colaboran activamente con ella y desearían ejercer el ministerio de una forma
parecida a como lo hacen los sacerdotes católicos de rito oriental o los
anglicanos que han sido admitidos en la Iglesia católica. Según ellos, estamos desperdiciando pastores cualificados en un momento en el que el envejecimiento del clero es notable, escasean las vocaciones y se necesitan nuevas maneras de entender y ejercer el ministerio.
Más allá de estas cuestiones controvertidas, creo que estamos viviendo un momento eclesial muy delicado. Conozco a un buen número de sacerdotes (tanto diocesanos como religiosos) que han perdido la alegría de ser servidores de Jesús y de la comunidad. Sienten sobre sus hombros el peso de la sospecha y la desconfianza. Las noticias sobre abusos a menores por parte de una minoría hacen que muchas personas los vean como pedófilos potenciales y que escruten todos sus movimientos. A esto se añade, en el caso de los curas rurales, el hecho de tener que atender un buen número de parroquias minúsculas sin apenas tiempo para una tarea pastoral eficaz. Estos factores, sumados a otros de naturaleza interna, acaban quemando a muchos.
Pero quizá la razón más profunda provenga de su insignificancia social. Para muchas personas (incluidos algunos creyentes), los curas son vestigios de una cristiandad superada hace ya mucho tiempo, parásitos sociales que no sirven para nada. La falta de relevancia, la soledad, el poco apoyo por parte de obispos y fieles, las dificultades para una formación permanente de calidad, las penurias económicas y el estar siempre bajo sospecha van minando la autoestima de muchos sacerdotes. Algunos deciden abandonar el ministerio; otros continúan a medio gas, más por inercia que por verdadera convicción.
Como es obvio, no todos los sacerdotes encajan en el cuadro
anterior. Creo que la mayoría, a pesar de las dificultades ambientales, viven su
vocación con gozo y se sienten apoyados por sus feligreses, pero, incluso en
estos casos, no se libran de las críticas. ¿Cómo ayudar a nuestros pastores a
ser verdaderamente lo que tienen que ser? ¿Cómo superar las distancias que a
veces existen, poner sobre la mesa las cuestiones controvertidas y encontrar
juntos soluciones justas? El clericalismo no ayuda a salir del hoyo. La
solución la veo en dar pasos decididos hacia una Iglesia más sinodal en la que
todos (sacerdotes, consagrados y laicos) caminemos juntos y nos apoyemos
mutuamente, en la que no se establezcan barreras artificiales que dificulten la
solución de los problemas.
Cobran actualidad las palabras que Pablo le escribe a
Timoteo: “Pues conviene que el obispo sea irreprochable, marido de una sola
mujer, sobrio, sensato, ordenado, hospitalario, hábil para enseñar, no dado al
vino ni amigo de reyertas, sino comprensivo; que no sea agresivo ni amigo del
dinero; que gobierne bien su propia casa y se haga obedecer de sus hijos con
todo respeto. Pues si uno no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la
iglesia de Dios?” (1 Tim 3,2-5). Este perfil puede iluminar los discernimientos
vocacionales que hacemos hoy.
Y más todavía una exhortación que nos ayuda a mantener el
fuego encendido: “Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios que
hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu
de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Así pues, no te
avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes
bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de
Dios. Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras,
sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde
antes de los siglos” (2 Tim 1,6-9). Lo que de verdad nos mantiene fieles y
felices en medio de las dificultades es reavivar el don de Dios que hemos
recibido, tomar conciencia de que llevamos este tesoro en vasijas de barro y
cultivar una relación muy personal con Jesús, a quien hemos entregado la vida.
No, nos avergonzemmos del Evangelio aunque nos cueste ser fieles...
ResponderEliminarTema difícil el de hoy. Todos hemos sido llamados a una vocación y una vocación personal… Qué difícil es ponernos en el lugar del otro… Y todos, vivimos momentos de crisis en nuestro camino, sea el que sea, de ello nadie se libra y cuando la persona es una persona pública por su actuación, aún es más difícil.
Me quedo con los tres puntos que remarcas: dar pasos hacia una iglesia más sinodal, todos, sacerdotes, consagrados y laicos… Y reavivar el don de Dios que hemos recibido… y me gusta que nos ayudas a tomar conciencia de que llevamos este tesoro en vasijas de barro… Y el tercero cultivar una relación muy personal con Jesús.
Gracias Gonzalo por ayudarnos a desinstalarnos.