Exterior de la ermita de san Antón |
Desde muy niño oí hablar de “los santitos”, aunque tardé tiempo en saber a qué se refería esa expresión que seguramente será desconocida para la mayor parte de los lectores del Rincón. Cuando en mi pueblo natal la gente habla de “los santitos” se refiere a una serie de fiestas menores que tienen lugar entre la Navidad y la Semana Santa. Los famosos “santitos” son cinco: san Antón (17 de enero), san Sebastián (20 de enero), santa Inés (21 de enero), san Blas (3 de febrero) y santa Agueda (5 de febrero).
Cada uno de ellos tiene (o tenía) su imagen, su cofradía y sus correspondientes tradiciones: misas, oración por los difuntos, procesiones, reparto de panecillos, bendición de roscos, comidas de hermandad, bailes, etc. Uno de ellos (san Antón) tiene incluso ermita propia a las afueras del pueblo. No es fácil encontrar una constelación de fiestas tan seguidas que hayan sobrevivido a la imparable secularización de nuestra sociedad.
Misa de la fiesta en el interior de la ermita de san Antón |
La verdad es que no soy ningún experto en la historia de estas fiestas ni he pertenecido nunca a ninguna cofradía. No he vivido por dentro la emoción que deben sentir sus miembros. Si hoy les dedico la entrada es porque hay varias cosas que me sorprenden. La primera es el hecho de que los cinco “santitos” se remonten a los siglos III-IV. El abad san Antón murió en el año 356; el soldado mártir san Sebastián en el año 288; la virgen y mártir santa Inés en el 304; el obispo san Blas en el 316: y la virgen y mártir santa Águeda de Catania, en el 261. Ninguno de ellos es un santo moderno.
¿Qué tienen estos tres varones (Antón, Sebastián, Blas) y estas dos mujeres (Inés y Águeda) para seguir siendo atractivos 17 siglos después de su muerte? Entre ellos hay eremitas, soldados, obispos y dos muchachas jóvenes sin apenas trayectoria personal. A primera vista, nada haría pensar que historias como las suyas pudieran interesar a los hombres y mujeres del siglo XXI, que vivimos en un contexto cultural muy alejado del suyo. A nosotros no nos persiguen como a ellos por ser cristianos, a menos que el estilo pagano de vida que llevamos hoy sea una especie de persecución sorda.
Roscos de san Blas |
Me resulta curioso que en nuestra sociedad secularizada exista un sorprendente mundo cofrade que sigue atrayendo a un buen número de jóvenes. ¿Por qué? Quizá porque en una cultura individualista las cofradías representan un oasis de hermandad. Los cofrades se suelen llamar entre ellos “hermanos”. Saber que eres significativo para alguien, más allá del círculo familiar, es una experiencia que nos proporciona arraigo y seguridad. Necesitamos cultivar un fuerte sentido de identidad y pertenencia: saber de dónde venimos, quiénes somos y a quién pertenecemos. Por otra parte, en una sociedad tan mecanizada como la nuestra, echamos de menos algunos ritos que nos abran a una dimensión trascendente. Las fiestas de los santos y las cofradías que las organizan están cargadas de elementos rituales que parecen satisfacer esta necesidad. Es, en cierto sentido, el retorno de lo sacro bajo formas populares, lejos de la rigidez litúrgica.
Creo, además, que los “santitos”, más allá de su biografía singular, constituyen un recuerdo permanente de que “otra vida es posible”, de que ha habido hombres y mueres a lo largo de la historia que han vivido con autenticidad, sin dejarse llevar por las modas del momento, dando su vida por Jesús y los valores del Evangelio. Aunque uno no siempre esté dispuesto a seguir este mismo camino, no deja de sentirse atraído por la fuerza que transmiten quienes fueron capaces de transitarlo. En el fondo, todos añoramos ser mejores de lo que somos. Por eso, nos aupamos sobre los hombros de quienes fueron fieles a sus convicciones. Podemos admirar a algunos triunfadores (deportistas, políticos, hombres de negocios, etc.), pero, a la hora de la verdad, nos fiamos más de lo santos. No olvidamos también su función intercesora. A ellos podemos confiarles nuestras necesidades.
Grupo de mujeres celebrando la fiesta de santa Águeda |
Por último, resulta sugestivo que haya algunas fiestas menores en el corazón del invierno. Todas se remontan a tiempos en los cuales la vida agraria se reducía al mínimo y quedaba más tiempo para la celebración. Aunque solemos asociar las fiestas al verano, quedan vestigios de “fiestas invernales” que introducen una nota de alegría en los días cortos y gélidos de las primeras semanas del año. Es verdad que la celebración actual de los “santitos” dista mucho de tener el impacto popular que tenía hace unas cuantas décadas. Es verdad que en los dos últimos años la pandemia ha minimizado aún más sus expresiones. Con todo, sigue constituyendo un momento de encuentro fraterno y de alegría.
Intuyo que, además, es una expresión sincera de una religiosidad popular que, convenientemente evangelizada, puede ayudar al encuentro personal con Dios. Al fin y al cabo, Antón, Sebastián, Inés, Blas y Águeda no han pasado a la historia por ser grandes científicos, escritores o artistas, sino por haber dedicado sus vidas enteramente a Dios. Lo que explica su fama y este tremendo arraigo popular es la fuerza de Dios en sus vidas. Si ellos fueron capaces de vivir una vida tan auténtica, ¿por qué nosotros no? ¿Qué nos impide a los hombres y mujeres del siglo XXI vivir una fe como la suya? Ser cofrade es algo más que pagar una cuota anual o participar en una comida de hermandad. Es, por lo menos, un deseo de ser mejores, de vivir con otros hermanos y hermanas la alegría de caminar por la misma senda que recorrieron algunos “santitos” cuyo recuerdo es inspirador.
Gracias Gonzalo por esa sorprendente arraigo en los santitos.
ResponderEliminarRecuerdo estos días como festivos (fiestas pequeñas) que nos ayudaban a revivir las fiestas populares, cuando éramos niños… eran días extras, nos librábamos de las clases lectivas del colegio, pero lo celebrábamos juntos con celebraciones adaptadas…
ResponderEliminarSupongo que las cofradías, tema que no he vivido, llevan recuerdos y vivencias diferentes.