Si aplicáramos a rajatabla lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica o el Código de Derecho Canónico, no quedaría títere con cabeza. Lo voy a decir con algunos ejemplos que saltan a la vista. Hay muchos cristianos que no van a misa los domingos ni las fiestas de guardar, que no se confiesan ni siquiera una vez al año, que se divorcian y contraen matrimonio civil, que conviven en pareja sin ningún tipo de vínculo matrimonial, que utilizan métodos anticonceptivos artificiales, que en ocasiones recurren al aborto. Hay cristianos que viven maritalmente con personas de su mismo sexo, que consumen droga y pornografía, que engañan y maltratan a sus cónyuges o compañeros y compañeras.
Hay otros muchos cristianos que sí van a misa con cierta regularidad, pero que trampean en su trabajo, no hacen ascos a algunas operaciones corruptas y tranquilizan su conciencia con donativos sustanciosos a la Iglesia. Hay eclesiásticos que cumplen con sus deberes públicos, truenan desde el ambón o desde las redes sociales contra las depravaciones de “esta sociedad secularizada y corrompida” y luego llevan una doble vida en otros ámbitos más íntimos. Hay cristianos muy piadosos que son casi insensibles a la realidad de los más pobres o que los miran con distancia desde su vida cómoda. Y hay cristianos muy comprometidos en el campo social que descuidan sus responsabilidades familiares y comunitarias. O sea, que todos somos, en un grado u otro, débiles y pecadores.
San Pablo afirma rotundamente en su carta a los Romanos que “no hay distinción, ya que todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús” (3,22-24). Jesús lo había dicho antes de manera muy plástica en el contexto de la acusación a la mujer sorprendida en adulterio: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (Jn 8,7). Nadie puede presumir de ser un cristiano perfecto y de tener siempre los papeles en regla. Todos cojeamos por algún sitio. Más aún, los más avanzados en el camino espiritual (los verdaderos pobres de espíritu, los santos) suelen ser los más conscientes de su fragilidad y de lo mucho que les queda hasta parecerse a Jesús. Por eso son, al mismo tiempo, sabios, humildes y compasivos.
Todos estos pensamientos me vinieron a la mente ayer por la tarde mientras hacía un rato de oración en la capilla del Santísimo de la catedral de Madrid. Se ve que los mosaicos dorados de Marco Ivan Rupnik me pusieron en ebullición mental y cordial. En ese momento de intimidad con Jesús, mientras por el entorno de la catedral paseaban cientos de turistas y curiosos, caí en la cuenta de que tal vez la oración de la misa que podemos decir con más verdad es la que precede al momento de la comunión: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Me gusta que la liturgia eucarística haya incorporado estas palabras del centurión romano dirigidas a Jesús (cf. Mt 8,8) porque expresan nuestra verdadera condición: somos pecadores, no somos dignos de la gracia, vivimos de pura misericordia.
¿Dónde está, a mi juicio, la raíz del alejamiento de la Iglesia de muchos cristianos “irregulares” según las normas del Catecismo y del Código? Creo que todo nace de una reducción del Evangelio cristiano (que es una buena noticia que nos habla del amor de Dios a todos los seres humanos) a su dimensión ética, hasta el punto de considerar que solo quien es éticamente irreprochable es digno de ser amado, cuando la gran novedad de Jesús es que todos somos amados para que podamos vivir en una vida nueva. Parece un mero juego de palabras, pero en esta distinción estriba el carácter insólito y liberador de la fe cristiana. Dios no nos ama porque seamos buenos, sino que, amándonos, nos ayuda a ser mejores.
Pablo lo expresa así: “En efecto, cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,6-8). El papa Francisco repite con frecuencia que la Eucaristía no es un premio para los buenos o los perfectos, sino el viático y la fuerza de quienes experimentamos debilidad en el camino de la vida.
La objeción de quienes entienden la fe desde el cumplimiento de la ley es siempre la misma: ¿Cómo puede permitir Dios que nos comportemos en contra de sus preceptos? ¿Es que da lo mismo actuar de una manera que de otra? ¿No estamos cayendo en una gran laxitud moral cuando hablamos solo de la gracia y no ponemos al mismo nivel los deberes y la responsabilidad que implica le fe? El debate recorre la milenaria historia de la Iglesia con matices diversos según las épocas. Quizá nunca acabamos de entender la fuerza rompedora de las palabras que Jesús dirige al fariseo que lo invitó a comer a su casa. También él -como muchos de nosotros hoy- se escandalizó de que Jesús se dejara besar y ungir por una pecadora pública. Jesús no pudo ser más claro: “Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco” (Lc 7,47).
¡Cuántas cosas cambiarían en nuestra Iglesia y en nuestro mundo si pudiéramos vivir un Evangelio liberador basado en el amor y no reducido a cumplimiento moral! Solo una Iglesia que perdone sin condiciones puede ayudar a las personas a amar más y mejor, también a aquellas que no siguen las orientaciones del Catecismo o incumplen las normas del Código. Seguimos teniendo miedo a la libertad que nace del amor. Nos parece que la ley sostiene mejor la natural debilidad humana. Hay mucho camino por recorrer.
Cierto hay mucho camino por recorrer. Gracias Gonzalo.
ResponderEliminarUn rato de oración, profunda, da para mucho… Hoy, tu comentario, es como un puzle que vamos construyendo con alguna guía y que de vez en cuando, alguna pieza no nos encaja… Y nos ayudas a buscar esta pieza “clave” para seguir avanzando… Es preciso que nos sintamos protagonistas de esta Iglesia que queremos.
ResponderEliminarEl papa Francisco repite con frecuencia que la Eucaristía no es un premio para los buenos o los perfectos, sino el viático y la fuerza de quienes experimentamos debilidad en el camino de la vida… Me pregunto si me dejo interrogar por esta afirmación del papa, y no poner obstáculos para sentir la debilidad.
Nos lleva a muchos interrogantes si intentamos contemplar y construir una Iglesia en la que todos nos sintamos pecadores y también amados.
Reconocer y abrazar el dolor de un hermano por su consciente vulnerabilidad, me permitió ser consciente de la propia y uniéndonos al grito de ABANDONO DEL Amor Hermoso respetando mutuamente nuestra dignidad de hijos de Dios, me sane de la herida en mi corazón y mente, del clericalismo recibido de niña en la parroquia de mi pueblo.gracias por esta reflexion
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