De regreso a Madrid, rememoro algunas estampas de mi pueblo natal. No voy a contar la historia de cada rincón. Me limito a ofrecer algunas pinceladas deliberadamente rápidas, como quien tiene prisa por decir mucho en poco espacio. Los sitios cobran vida más por lo que significan que por lo que son. Un mismo lugar puede hablarle a alguien, mientras que a otra persona la deja indiferente. Yo hago una crónica sentimental de algunos rincones que me hablan. No son todos, ni quizás siempre los más importantes, sino los que se pusieron al alcance de mi teléfono móvil en una templada mañana de invierno mientras hacía el camino de regreso de la iglesia a mi casa.
La plaza mayor está cubierta con losas de granito. Los hielos invernales ponen a prueba su resistencia. En el centro se yergue un sencillo árbol de Navidad, apenas adornado con globos de luz que se encienden de noche. En el mismo lugar se pinga el mayo de las fiestas patronales en el mes de agosto. A esta hora de la mañana está casi desierta. El coronavirus insidioso retrae a muchos de echarse a la calle. No es una plaza particularmente amable. Expuesta a los vientos por los cuatro costados, es más un lugar de paso que un punto de encuentro vecinal, exceptuados algunos eventos estivales. Como toda plaza española que se precie, alberga la casa consistorial y la iglesia parroquial. Ambas podrían ser calificadas como casas del pueblo. Todos los vecinos las reconocen como suyas. La primera es una construcción de mediados del siglo XX. La segunda se inició a finales del siglo XVI y se terminó entrado el XVII. La piedra de las construcciones da al conjunto un aire recio que acaba transmitiéndose a los viandantes.
En el momento de tomar la foto se interpuso una cortina de sol que le da a la puerta de santa Ana (la puerta principal de la iglesia, orientada al oeste) un aire un tanto misterioso. El acceso no es sencillo. La doble puerta a distintos niveles dificulta la entrada a quienes tienen problemas de movilidad. Solo en ocasiones especiales se abren las dos enormes hojas del portón de madera un poco desgastado por el paso del tiempo. Por él se accede a un templo de estilo gótico renacentista. La planta de cruz latina consta de tres amplias naves, aunque normalmente solo se usa la central. Por esa puerta entran pocas parejas para contraer matrimonio (en el año 2021 solo dos), pocos niños para ser bautizados y bastantes ataúdes de un buen número de hombres y mujeres que reciben en ella su último adiós. Es obvio que nos encontramos ante un pueblo muy envejecido, que no ha hecho más que perder población desde la década de los 70 del siglo pasado. Yo mismo pertenezco al grupo grande de los nacidos en el pueblo que ya no viven en él.
A diferencia de lo que sucede en otros muchos lugares, la puerta de la iglesia permanece abierta de sol a sol, de modo que todo el que quiera (paisano o foráneo) puede entrar con total libertad. ¿En cuántos lugares públicos puede entrar uno como Pedro por su casa? ¡Ojalá no se pierda nunca esta práctica de puertas abiertas! No hay mejor protección contra posibles ladrones que la que todos los habitantes del pueblo brindan en favor de su propia casa. Eso sí, para evitar que se convierta en un mero lugar de paso o en museo al uso de turistas ocasionales y charlatanes, el nuevo párroco ha puesto a la entrada un cartel que dice algo parecido a esto: O callar o hablar con Dios. Muchas cosas se aclaran y se iluminan cuando uno se introduce a cualquier hora del día en la serenidad de sus naves, enciende una vela, se arrodilla ante el Santísimo, se sienta en un banco, contempla el sagrario o el camarín de la Virgen del Pino y se deja curar por el silencio que todo lo envuelve y por la presencia misteriosa de un Dios que quiere hablarnos al corazón. La iglesia está siempre abierta como si fuera un servicio de urgencias espirituales, una especie de 112 para las enfermedades de nuestra alma.
La Casa Consistorial -o el Ayuntamiento, como se la denomina popularmente- es un edificio macizo que, por diversas razones, rompe el estilo de las construcciones de la villa, pero sin ofender a los ojos. Ahora no interesa su historia o su finalidad. Me fijo solo en las cuatro banderas que ondean en el balcón de la fachada. De izquierda a derecha, representan a la villa de Vinuesa, a la comunidad autónoma de Castilla y León, al Reino de España y a la Unión Europea. No recuerdo que nunca haya habido guerra de banderas como en otros lugares. La afirmación de la propia identidad no está reñida con la apertura a unidades mayores (Castilla y León, España, Europa) que permiten entender lo propio en un haz de relaciones múltiples.
Me gusta que en un rincón de la sierra soriana se recuerde que somos visontinos, castellanos, españoles y europeos. ¡No estaría mal añadir una bandera mundial en el caso de que existiera! Detesto todo localismo cateto como desconfío de todo globalismo sin raíces. Solo en la apertura a los demás sabemos quiénes somos. Es posible que necesitemos crecer un poco más en capacidad de acogida y amabilidad. La actitud es clara. Las cuatro banderas la simbolizan. Nunca es demasiado tarde.
Esta vieja casa de piedra se remonta a los albores del siglo XIX. Pertenece a una familia amiga mía que ostenta una tahona de solera. Con su arco de medio punto en la puerta principal, sus gruesas paredes de piedra y su techumbre de teja, se asemeja a otras antiguas casas pinariegas. Lo que capta mi atención es ese pequeño lienzo rojo burdeos que pende del balcón y que he visto también en otras casas de la villa y de otros muchos lugares de España, incluida la gran urbe de Madrid. Creo que fue una iniciativa de la Conferencia Episcopal o de algún movimiento hace algunas décadas. Junto a una imagen del Niño Jesús se lee: Dios ha nacido. Feliz Navidad.
Es una forma pública de recordar el verdadero sentido de la Navidad frente a su progresiva paganización. Puede que en algún caso esa colgadura tenga un carácter reivindicativo. Yo la veo como un testimonio visible de nuestra fe en el nacimiento del Hijo de Dios. Me parece una hermosa tradición que merece la pena conservar y promover. ¡Lástima que este año, por las restricciones impuestas por la pandemia, se haya suprimido otra actividad (todavía no puede hablarse de tradición) como el Belén viviente! Es una forma hermosa y muy popular de recordar el Misterio que celebramos estos días. Entonces, la Plaza Mayor deja de ser un mero lugar de paso para convertirse en un verdadero meeting point de toda la comunidad. Paseando por entre casetas que evocan los diversos lugares de Belén, se llega hasta el portal encaramado en las gradas de la puerta principal de la Iglesia. Niños y mayores se encuentran en una preciosa experiencia de fraternidad. Esperemos que, libres de la pesadilla de la pandemia, sea posible en las próximas Navidades.
Este pasadizo es conocido como el Portalejo. La calle que se encarama desde las Cuatro Calles hasta la Plaza Mayor atraviesa una casa privada como cortándola en su vientre de piedra y ladrillo. Cuando nieva y hiela, este pasadizo se torna peligroso, pero en los días del estío supone un remanso de frescura. Yo lo atravieso varias veces cada día (al menos, dos) porque es el camino más corto desde mi casa hasta la iglesia. Desde niño me llamó la atención este agujero oscuro. A ningún arquitecto o urbanista contemporáneo se le ocurriría hacer algo semejante. Y, sin embargo, es uno de esos rincones que confieren sabor al pueblo.
Lo público y lo privado se entremezclan en singular simbiosis en un pueblo en el que el individualismo es una seña de identidad, aunque tal vez muchos dirían que se trata solo de un rasgo del carácter serrano. La diferencia entre un pueblo añejo y una de esas urbanizaciones modernas hechas a base de lápiz y cartabón es que en los pueblos añejos hay espacio para las sorpresas, las salidas de tono, los quiebres inesperados, los rincones misteriosos, los pasadizos imposibles... la magia, en definitiva. El Portalejo me recuerda también esas palabras de Jesús que hablan de entrar por la puerta estrecha para vivir en plenitud la vida. Cuando uno llega un poco exhausto a la Plaza después de la ascensión a través de una calle empedrada respira con más profundidad. El esfuerzo ha merecido la pena. El Portalejo es nuestro particular Tourmalet en el tour de la vida cotidiana.
Las bóvedas de crucería de la nave central, la balaustrada del coro y el órgano del siglo XVIII constituyen mi horizonte visual cuando presido la misa en la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Pino. Confieso que en muchas ocasiones me he sentido como subyugado por su armonía, sobre todo cuando entra la luz del mediodía y dora la piedra con su toque delicado. Hoy no estaríamos en condiciones de hacer algo semejante. Nos faltan los recursos espirituales y materiales para ello.
Somos herederos de una noble tradición. Nos aupamos sobre los hombros de personas de fe. Vivimos, en cierto sentido, de sus rentas. Creo que la gratitud no debe reducirse al orgullo colectivo de tener una bonita iglesia. Debe expresarse en un compromiso semejante al que le dio origen. Lo demás puede quedar reducido a un discurso hueco. Esas bóvedas hablan de una historia que todavía tiene mucho que enseñarnos si estamos en condiciones de aprender.
El órgano es otro cantar. El paso inmisericorde del tiempo, el hecho de que apenas se use y una cierta negligencia colectiva lo han ido condenando a un estado de deterioro y abandono. He tenido el privilegio de tocarlo en varias ocasiones. Sueño con que llegue un día no muy lejano en que recupere su pasado esplendor, pero eso exige dinero para su restauración y, sobre todo, personas competentes que sepan sacarle su vibrante sonido al servicio de una liturgia cada vez más participativa y hermosa.
Un último detalle. Al lado derecho del presbiterio está un sencillo pesebre que se monta cada año en tiempos de Navidad. Un amigo mío lo califica humorísticamente de un pesebre abertzale [para los lectores no españoles aclaro que el término abertzale significa patriota en euskera, aunque su significado varía mucho según el contexto en el que se utilice], en el sentido de que da un gran protagonismo al producto local por excelencia, la madera de pino.
Me gusta esa combinación de madera y paja y la presencia reducida de la mula y el buey, como si se hubieran encogido voluntariamente para no restar protagonismo a María, a José y al niño. Me identifico con estos dos animales pequeños y contemplativos. Me recuerdan el sobrecogimiento que produce el Misterio y el sosiego que hoy necesitamos para no echar en saco rato tanta gracia recibida.
Que hermoso pueblo. Gracias por presentarlo con detalles de su historia y riqueza. Mucho que aprender. Gracias Gonzalo.
ResponderEliminarGracias Gonzalo, por el paseo con que nos has llevado a conocer Vinuesa, tu tierra natal. Te agradezco que nos hayas dado a conocer tus raíces....
ResponderEliminarTanto el texto, tu explicaión serena y apasionada a la vez, como las fotos, ayudan a conocer los rincones por los que te mueves, cuando estás en Vinuesa. Gracias... Intuyo que es un pueblo que te lleva al descanso y a encontrar a Dios en todos los rincones... Un abrazo.
Qué bonito Gonzalo¡¡¡¡¡¡¡ y el nacimiento no puede gustarme más¡¡¡¡¡ un abrazo.
ResponderEliminarMaría