Ayer y anteayer dediqué un tiempo a recorrer a pie la calle Arturo Soria: el domingo, en dirección hacia su final; ayer, en dirección hacia su origen. Esta larga y compleja calle está situada en el noreste de Madrid, en el distrito de Ciudad Lineal, a cuatro pasos de la casa de espiritualidad en la que me encuentro. Tiene unos 6 kilómetros de longitud. Debe su nombre al geómetra, urbanista y teósofo Arturo Soria (1844-1920), impulsor del proyecto de una ciudad lineal, cuyo objetivo se resumía en la frase: “A cada familia una casa, en cada casa una huerta y un jardín”. Podríamos decir que su sueño se alineaba con las propuestas utópicas que han surgido a lo largo de la historia y que, por diversas razones, casi nunca se han podido materializar a cabalidad.
Arturo Soria buscaba una alternativa para descongestionar las ciudades tradicionales agrupadas en torno a un núcleo urbano. Quería recuperar un urbanismo fundamentado en la dignidad de la persona y el contacto con la naturaleza. Su ciudad lineal era una ciudad alargada construida a ambos lados de una avenida central de 40 metros de ancho, con viviendas a los lados. Se trataba de aplicar a la gran ciudad el concepto de pueblo-calle que se observa en algunas poblaciones rurales. Su sueño se realizó solo en parte. Con el paso del tiempo, la calle que lleva su nombre ha ido adoptando otra fisonomía por problemas presupuestarios, especulación inmobiliaria, cambios en los planes urbanísticos, etc. La actual calle conserva solo unos pocos elementos de la idea original. Con todo, sigue siendo una calle muy peculiar, bastante diferente a otras calles de Madrid.
Más allá de las cuestiones urbanísticas, a las que personalmente soy muy aficionado, mi paseo vespertino tuvo algo de exploración humana. Volví a comprobar que, a pesar de la pandemia, la gente camina, se echa a la calle para no ser víctima de un confinamiento que a la larga puede resultar más perjudicial que el mismo coronavirus. El paisaje humano era variopinto. Abundaban los papás y abuelos que recogían a los niños en los numerosos colegios que hay en la zona. Se veían también bastantes jóvenes con sus chándales que iban a practicar deporte. Quizás el grupo más numeroso era el de los jubilados que disfrutaban del sol invernal en el momento más propicio del día. Con su calzado deportivo y provistos de gorros, guantes, bufandas y mascarillas caminaban a paso tranquilo por la acera o se sentaban un rato en los muchos bancos que pueblan las áreas de juegos y de descanso.
Mirando a un lado y a otro, comprobé que hay un buen número de hospitales y clínicas (desde el prestigioso Centro Andersen contra el Cáncer hasta la clínica Nuestra Señora de América), colegios, conservatorios, sedes de multinacionales, residencias de ancianos, casas de congregaciones religiosas, bares y restaurantes (en número menor que en otros barrios de Madrid) y, por supuesto, numerosas viviendas familiares. La antigua Villa Rubín, residencia familiar del urbanista Arturo Soria, es hoy la Residencia de Menores Manzanares, dependiente de la Comunidad de Madrid.
Mientras paseaba a buen ritmo, imaginaba las historias que se podían esconder detrás de las fachadas de algunos chalés de lujo, en los quirófanos de los hospitales, en las habitaciones de los ancianos de las residencias y también en los rostros de las mujeres filipinas y latinoamericanas que paseaban del brazo de algunos ancianos, de los jóvenes que iban descentellados (este original término no figura en el diccionario de la RAE, pero se lo he oído utilizar a mi madre en varias ocasiones) en sus bicicletas y de las mamás que tenían dificultades para estacionar su coche frente al colegio de sus hijos.
¿Qué sueñan estas personas? ¿Qué les mueve en la vida? ¿Qué les hace sufrir? ¿En dónde encuentran fundamento para seguir adelante? Oí casualmente la conversación de dos ancianas a las que adelanté con mi paso rápido. Estaban hablando -¡cómo no!- de la omnipresente pandemia. Una de ellas le dijo a la otra en tono lastimero: “Así no podemos seguir mucho tiempo”. Es como si estuviera llegando al límite de su resistencia. Entonces pensé en las diversas actitudes que todos tenemos ante este fenómeno para el que no estábamos preparados.
En las últimas semanas, algunos de mis amigos y familiares han pasado la enfermedad casi sin enterarse, con serenidad, paciencia e incluso con buen humor. Otros, por el contrario, han vivido momentos de rabia, tristeza y hasta casi desesperación. ¿Por qué el mismo virus provoca reacciones tan diferentes? A veces, tiene que ver con las condiciones en las que cada uno vive la enfermedad (no es lo mismo estar encerrado en un pequeño apartamento o en una habitación de hospital que vivir en un chalé o en el campo). Otras veces tiene que ver con la gravedad o levedad de los síntomas. Quien tiene serios problemas para respirar no la afronta igual que quien es asintomático o sufre solo un poco de fiebre y de cansancio.
Por último -creo que esto es lo más importante- tiene que ver con nuestra actitud ante la vida. Quien quiere tener siempre todo bajo control o está acostumbrado a ser muy autónomo, pierde los nervios cuando no puede controlar la enfermedad y sus efectos colaterales. Quien, por el contrario, ha aprendido a dejarse cuidar, a abandonarse, afronta la enfermedad con más tranquilidad, sabiendo que la irritación no le ayuda a superarla. En fin, que un paseo, calle arriba y calle abajo, da para mucho.
Cuanto jugo se saca de una caminata, y de ver la realidad. Gracias Gonzalo.
ResponderEliminarEste paseo te ha dado para mucho. Te confirmo que depende mucho del confinamiento que uno tiene, durante la recuperación. En el hospital es la sensación de estar en una prisión, estás encerrado y la vida se queda fuera… Es muy importante el sentirte acompañada, saber que detrás del teléfono, está alguien que te escucha y acompaña… estés como estés…
ResponderEliminarGonzalo, tienes toda la razón cuando dices: tiene que ver con nuestra actitud ante la vida… Creo que nunca estamos preparados del todo.
Gracias Gonzalo.