“De visita, todos somos guapos”. La frase se repite cada vez que queremos
mostrar la distancia (a veces, el abismo) que hay entre la imagen pública y la vida
privada de las personas. El asunto nos afecta a todos en alguna medida, pero se hace más notorio
en los personajes famosos. Con frecuencia, nos enteramos de que una persona a la
que admiramos (por ejemplo, un político, un escritor, un artista o incluso un
sacerdote) no es, en realidad, como aparenta ser. A veces, es una persona violenta en su casa, se evade de los problemas a base de alcohol
y otras drogas o sencillamente cultiva un narcisismo que echa para atrás. Abundan las biografìas “no autorizadas” que cuentan con pelos y señales la intrahistoria poco ejemplar de algunos famosos.
Pero no
hace falta llegar a los extremos que saltan a los periódicos o a esas biografías no autorizadas. Podemos ver algo
parecido en el seno de nuestras familias y comunidades. Personas que en el
ámbito laboral son simpáticas, abiertas y locuaces pueden volverse herméticas e
inescrutables apenas traspasan el umbral de su casa. Esto desconcierta a
quienes viven con ellas y tienen que compartir muchas horas al día. Los
contrastes afectan a una amplia gama de actitudes y conductas, no solo al mayor
o menor grado de comunicación. Tienen que ver con el respeto o el abuso, la
transparencia o el engaño, la generosidad o el egoísmo, etc. Por eso, en el
ámbito de la vida religiosa, he escuchado en varias ocasiones una frase que puede
resultar punzante. Cuando se ensalza mucho a un religioso o una religiosa que
tienen éxito en su tarea pastoral, social o académica, que concitan la simpatía
de la gente y acumulan muchas opiniones laudatorias (incluyendo un abultado número
de seguidores y amigos en las redes sociales), siempre hay alguien de su
comunidad que lanza una pregunta “micidiale” (letal), como se dice en italiano:
“¿Tú has vivido con esa persona?”. La pregunta pretende abrirnos los ojos,
hacernos caer en la cuenta de que no siempre lo que ve el público coincide con lo que ven quienes
viven con ese hermano o hermana.
Uno puede aparecer honrado, fuerte y resolutivo dando una clase o predicando una homilía y luego venirse
abajo o comportarse de manera miserable cuando está en casa o con su comunidad. Puede tener detalles de amabilidad con sus colegas
de trabajo o sus amigos y luego no dirigir la palabra a quienes viven con él (o con
ella). Si es religioso, puede incluso hablar con elocuencia de la importancia y belleza
de la vida comunitaria, de su fundamento trinitario, de su proyección escatológica y hasta del sursum corda y luego pasar olímpicamente de la comunidad concreta a la que pertenece. En
otras palabras, uno puede amar a la humanidad (en general) y desentenderse de sus hermanos (en particular).
Algo semejante sucede en las familias. Hay hombres alcohólicos que maltratan a
su esposa y a sus hijos y que, sin embargo, tienen un gran predicamento entre
sus amigos (o amigotes), los cuales, aunque barruntan algo, no son testigos de
sus arrebatos violentos o prefieren mirar para otro lado. Hay mujeres que
desbordan simpatía en las relaciones sociales y que luego, en casa, hacen la
vida imposible a su marido y sus hijos con arranques de celos o continuas
fiscalizaciones.
Hay otra frase que viene del ambiente cortesano: “Nadie es grande
para su ayudante de cámara”. Es una forma de decir que quienes viven con nosotros,
quienes comparten casa, comidas, economía, tiempo libre, etc. nos conocen no
solo en nuestros momentos brillantes, sino también en nuestros momentos oscuros,
en nuestras flaquezas y debilidades, en nuestras contradicciones. Cada unidad
de convivencia (familia, comunidad, etc.) es una especie de laboratorio en el
que cada día testamos la verdad de nuestras actitudes y conductas. Tendríamos
que estar muy agradecidos porque quienes viven con nosotros son quienes más
pueden ayudarnos a crecer si sabemos adoptar una actitud sana y constructiva.
El amor de nuestros familiares o compañeros de comunidad no se basa tanto
en la admiración (como suele suceder con quienes conocen solo algunos aspectos
de nuestra vida), cuanto en la aceptación incondicional de nuestro verdadero
yo. Cuando somos capaces de aceptar a una persona de la que
conocemos sus zonas oscuras y sus incoherencias, entonces empezamos a entender
qué significa el amor de verdad. Por eso, aunque con mucha frecuencia la familia
o la comunidad puedan ser lugares que nos atosigan, que recortan nuestras alas
y que no siempre nos valoran como somos, en realidad constituyen espacios de verdad,
escuelas de respeto y tolerancia, trampolines que nos lanzan hacia lo mejor de nosotros
mismos.
Cuando alguien nos pregunte “¿Tú has vivido con esa persona?”, deberíamos
ser capaces de decir: “Sí, he vivido con ella, y por eso la conozco, la
aprecio y la quiero”. La convivencia estrecha ni siquiera elimina la
admiración, pero la somete al crisol de la vida cotidiana para evitar que naufrague
en el mar de la superficialidad. Yo admiro más a las personas débiles pero auténticas que viven
conmigo (que, gracias a Dios, las hay) que a las personas famosas cuya vida en
buena medida desconozco y que está muy mediada (incluso mediatizada) por la imagen
pública que quieren mostrar o vender. Sí, yo he vivido (y vivo) con personas
que me merecen toda credibilidad y respeto precisamente porque he sido testigo
de algunas de sus fragilidades. Confío en que me paguen con la misma moneda.
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