Ayer, mientras
remataba mi visita al Claretianum de Roma, seguí por Internet la retransmisión del funeral de Gigi
Proietti. Es probable
que a los amigos españoles y latinoamericanos del Rincón no les diga
nada el nombre de este actor de cine, comediante, cantante, actor de doblaje,
actor de teatro, director de cine, guionista y actor de televisión. En Italia, sin embargo, es un “grande”. Todo el mundo lo conoce. Su muerte a los 80 años ha conmovido al
país transalpino. Pocas personas en los últimos años han llegado tanto al corazón de la
gente. Como buen artista, ensamblaba contrastes. Era políticamente
de izquierda y a la vez un enamorado de la misa en latín, quizá porque recordaba sus tiempos preconciliares de monaguillo. Para él, la
liturgia de la Iglesia es la más excelsa representación del Misterio, el mejor teatro del mundo. Según su
confesión, a Dios no se lo estudia, se lo descubre en el corazón y se lo
encuentra en la vida. Era un artista enamorado del papa Francisco. Ambos
compartían su preocupación por los últimos. A veces, el día de Navidad se
acercaba a algunas cárceles de Roma para pasar la tarde con los internos. Decía
algunas palabrotas con el gracejo de un buen romano (¿cómo se puede ser cómico
si no?), pero no soportaba la blasfemia. Se preocupaba mucho de los jóvenes
artistas. Ejercía sobre ellos un tipo de paternidad que muchos han agradecido.
Amor y ternura eran las notas características de su relación con los demás.
Repetía a menudo: “Si hay una persona que no sabe sonreír espontáneamente,
preocupaos de ella. Quiere decir que algo no está bien en su vida”. Era
extremadamente popular y ni un ápice populista.
Un hombre del
calibre intelectual y moral de Gigi Proietti nunca quiso pertenecer a la élite
de los intelectuales. Su gran preocupación fue que la cultura fuera – en el más
noble sentido de la palabra – popular, que llegase al pueblo, sobre a todo a
quienes no tienen recursos para pagarse una entrada a un teatro o a una sala
de conciertos. Las fuerzas del orden lo adoran porque prestigió su profesión
con la serie televisiva Maresciallo Rocca (1996). Otros no
olvidan su genial interpretación de san Felipe Neri en la película Preferisco
il Paradiso (2010). Yo lo conocí en el lejano 1983, siendo estudiante en
Roma, cuando conducía el programa televisivo Fantastico 4 en la RAI. Ya
entonces me pareció un tipo polifacético, con un carisma extraordinario. Hacer
un humor inteligente, popular, y no ofensivo está al alcance de pocos. Lo más
fácil es bascular hacia lo grosero (que siempre tiene un público dispuesto a
aplaudir) o hacia lo ácido (que puede pasar por inteligente cuando a menudo se queda
solo en síntoma de frustración). Gigi tenía tal fuerza interior que no
necesitaba abandonarse a estos extremos. Lo querían los intelectuales (porque
compartía su agudeza y a menudo la superaba) y la gente del pueblo (porque
repartía sencillez y ternura a raudales). Su humor hacía más ligera la vida – era pura ligereza – pero no tenía nada de superficial. No era de los que para
hacer creer que son profundos se vuelven oscuros. Ligereza y claridad son las
alas de quienes tienen pasaporte para el paraíso.
Espigo algunas
frases suyas que pueden ayudarnos afrontar el momento que vivimos: “De la
crisis no se sale a base de odio e ira: esas son sólo las consecuencias. La
solución, sin embargo, es el amor, y poner otra vez de moda a la gente buena”;
“La televisión es un dispositivo que ha transformado el círculo familiar en un
semicírculo”; “Damos gracias a Dios, nosotros los actores, porque tenemos el
privilegio de continuar nuestros juegos de infancia hasta la muerte, que se
repite cada noche en el teatro”; “En la pérdida total de los valores de la
gente, el teatro es un buen lugar para abrevarse”; “Es muy importante seguir a
los jóvenes para saber lo que están pensando y especialmente si realmente están
pensando algo”. Gigi Proietti – parece un chiste de los suyos – murió el día de su cumpleaños. Nació el 2 de noviembre de 1940 y murió el 2 de
noviembre de 2020, precisamente el Día de los Difuntos. Es todo un mensaje de
vida, una invitación a no tener miedo de la muerte, a considerarla – como lo hacía
Francisco de Asís – una “hermana” que nos introduce en el teatro definitivo, en
ese en el que Dios disfruta viendo reunidos a todos sus hijos e hijas que en
esta tierra han sido un pálido pero hermoso reflejo de su amor infinito. ¡Gracias,
Gigi, por recordárnoslo!
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