Nos pasamos la
vida acercándonos y alejándonos. O alejándonos y acercándonos, según se mire.
En realidad, tanto el comienzo como el final de la existencia, suponen un corte. Cuando nacemos
nos cortan el cordón umbilical que nos unía a la placenta materna. Tenemos que
aprender a vivir poco a poco como seres autónomos. Cuando morimos, “nos
cortan la trama”, como poéticamente dice el rey Ezequías aludiendo a la
técnica textil: “En medio de mis días | tengo que marchar hacia las puertas
del abismo; | me privan del resto de mis años». Yo pensé: «Ya no veré más al
Señor | en la tierra de los vivos, | ya no miraré a los hombres | entre los
habitantes del mundo. Levantan y enrollan mi vida | como una tienda de
pastores. | Como un tejedor, devanaba yo mi vida, | y me cortan la trama»”
(Is 38,10-12). Aunque en cualquier etapa de la vida se anudan los apegos y los desapegos, me parece que en la primera mitad aprendemos, sobre todo, a
juntarnos; en la segunda, nos vamos entrenando en el arte de separarnos, sin
que sea posible hacer cortes netos.
Es verdad que nacemos separándonos del
vientre materno, pero enseguida nos pegamos a la madre porque, sin ella, no
podríamos subsistir. El niño depende mucho de las figuras materna y paterna.
Cuando entramos en la adolescencia, iniciamos una de las separaciones más
deseadas y, al mismo tiempo, problemáticas. Queremos ser nosotros mismos sin
depender de los demás. Intentamos (a veces, de manera atolondrada) separarnos de
nuestros padres y buscamos el amparo de otras figuras que cobran protagonismo
en nuestras vidas: amigos del alma, educadores, artistas, deportistas, actores, novios/as… Dicen que esta etapa se ha
prolongado mucho en la actualidad. Podemos oscilar entre la dependencia/autonomía
hasta pasados los 30 años.
Tarde o temprano,
llega un momento en que tenemos que abandonar el nido y formar nuestro propio
núcleo vital. Hace unas décadas, las posibilidades no eran muchas: matrimonio,
soltería o vida consagrada. Hoy se han multiplicado y complejizado las formas de agregación y convivencia. No me atrevo a hacer una clasificación objetiva. En cualquier
caso, sigue el juego de apego/desapego, que, en el caso de las relaciones
afectivas estrechas, asume a veces la forma de dependencias, celos, rupturas,
reconciliaciones, separaciones, divorcios, etc. Y vuelta a empezar. No es fácil vivir el binomio
cercanía/distancia, propio del verdadero amor. O estamos tan cerca que
dominamos a la otra persona como si fuera nuestra propiedad personal. O estamos
tan lejos que el amor se convierte en pura cortesía con un escaso grado de
implicación y responsabilidad. Siempre estamos tensando el arco hasta encontrar
el punto de equilibrio.
A medida que nos
adentramos en la segunda mitad de la vida, comprendemos que el desapego va a
convertirse en una constante. Ya no es momento de seguir acumulando cosas y de
apegarnos mucho a las personas, sino de aprender a despedirnos con serenidad. Se
van muriendo nuestros abuelos y padres, se mueren nuestro cónyuge y algunos de
nuestros amigos, padecemos algunos achaques, vislumbramos cada vez más cerca el
horizonte de la muerte. No resulta fácil vivir esta cadena de desapegos como
una experiencia de libertad personal, a menos que estemos sólidamente
“apegados” a Dios, de manera que ninguna otra realidad, por amada que sea,
atrape nuestro corazón hasta el punto de arrastrarnos con ella. ¿Cómo
prepararnos para el “desapego” definitivo (es decir, para la plena libertad de la muerte/vida) a
través de progresivos desapegos de personas, lugares y cosas?
Pocas personas
hacen un camino de total desapropiación. Estamos muy atados. Podemos
sorprendernos, no solo de nuestra vinculación (a veces dependencia) a
determinadas personas, sino también de nuestro “apego” a un lugar del que no
queremos movernos, una ropa que nos gusta, un objeto que siempre nos ha
acompañado, un cargo, una rutina horaria, un plato particular… Dicen que algunos ancianos
necesitan “apegarse” mucho a sus espacios y rutinas para exorcizar el miedo al
“desapego” definitivo. ¿Podremos experimentar alguna vez que quien se pone en
manos de Dios está simultáneamente apegado a todos y libre de ataduras? ¡Solo
el amor nos vincula y nos libera al mismo tiempo!
Así, de una manera muy sencilla, y pensando en lo que escribes del apego/desapego, a veces me digo: Mirando la vida como un camino, encontramos paisajes preciosos, otros que no nos gustan tanto, unos días que vamos por autopista y otros por caminos tortuosos, algunas veces andamos seguros y otras necesitamos una mano para asirnos y, pasado el peligro, volvemos a dejarla y a ser autónomos.
ResponderEliminarTan necesario es el apego, mientras no sea patológico, como el desapego bien llevado.
Si que reconozco que en nuestra sociedad se dan demasiados apegos que destruyen a la persona.
Escribes: "No es fácil vivir el binomio cercanía/distancia, propio del verdadero amor…" Como experiencia de maternidad, siendo muy consciente que es para el bien del hijo/a, tampoco es tan difícil.
Lo difícil será ir preparándonos para el desapego definitivo, pero la vida nos va preparando para ello y esta pandemia nos deja vislumbrar el camino.