Se está
escribiendo mucho estos días sobre la “catolicidad” de Joe Biden, el flamante
presidente electo de los Estados Unidos. Hay personas y medios que alaban su fe como el motor principal de su vida. Hay otros que la cuestionan por considerar
que es un líder abortista y proclive a la agenda LGTBI. Prefieren a Donald Trump.
En realidad, se ha destapado un asunto que no solo tiene que ver con Joe Biden,
sino con muchos otros personajes famosos y, en el fondo, con cada uno de nosotros. Católicos son Joe Biden, Lady Gaga, Roger
Federer, Tamara Falcó, Sylvester Stallone, el papa Francisco, Giuseppe Conte, Tony Blair,
José María Aznar, Salvador Illa, Lula da Silva, Emmanuel Macron, Pierce Brosnan
y tantos otros famosos. ¿Qué tienen en común todos ellos? No comparten las mismas ideas
políticas o estéticas. Su perfil moral no siempre encaja con lo que entendemos por católico. Por ser muy conocidos, todos están expuestos
al escrutinio público y obligados a una mayor ejemplaridad. Quizá por eso pueden ser fácilmente juzgados como “buenos”
o “malos” católicos.
La tentación de hacer juicios sumarísimos la tenemos
todos. Solemos ser benévolos con los que nos caen bien (sobre todo si compartimos
sus ideas políticas) e implacables con aquellos que nos caen mal. Jesús nos ha
advertido repetidamente que no juzguemos (cf. Mt 7,1), que dejemos a Dios decir la última
palabra sobre el misterio de cada ser humano, pero no solemos tomar muy en
serio esta advertencia. Nos parece que somos más católicos cuanto más denunciamos
a quienes nos parece que no lo son. Llegamos a considerarlo una exigencia de la
pureza de la fe, una muestra de nuestro apego sin fisuras a la ortodoxia.
Las cosas no son
tan sencillas. Los discípulos de Jesús también sintieron la tentación de
arrancar la cizaña que crecía junto al trigo (cf. Mt 13,24-52) e incluso de hacer descender fuego del cielo sobre quienes no los habían acogido (cf. Lc 9,54). El Maestro tuvo que pedirles que no se dejaran llevar por el exceso de celo porque las cosas no son siempre como
parecen. Es verdad que la fe católica comporta la adhesión a las verdades
propuestas por la Iglesia. Es una primera línea discriminatoria entre “ortodoxos”
y “heterodoxos”. Pero hay otra más radical en la que Jesús ha insistido: la que
separa a los que aman a los demás y a los que buscan solo sus intereses (cf. Mt 25,31-46).
Lo ideal es
que ambas líneas coincidan, pero no siempre se da en la práctica. Hay católicos
“ortodoxos” que están dispuestos a defender todo lo que la Iglesia propone,
pero, en la práctica, viven pendientes de sus intereses. Y hay católicos “heterodoxos”
que no siempre están de acuerdo con todo lo que la Iglesia dice, pero, en la práctica,
hacen de su vida una entrega a los demás. Ya sé que estas distinciones tan
netas casi nunca se dan químicamente puras en la vida real, pero nos ayudan a ser respetuosos y
humildes. Y, sobre todo, a preguntarnos por la autenticidad de nuestra fe antes
de cuestionar la de los demás. El riesgo de buenismo (tan presente hoy) es real, pero también el del fariseísmo puritano.
Ser cristiano no significa
ser perfecto. Lo que nos hace cristianos es la fe en Jesús como el centro de nuestra
vida. Naturalmente, creer en Jesús comporta aceptar su Palabra, hacer nuestras
sus actitudes, adherirnos a su comunidad y participar en los ritos que
mantienen viva su memoria. Pero ¿quién puede presumir de una adhesión perfecta?
En realidad, ser cristiano significa abrirnos continuamente al perdón de un
Maestro que está dispuesto siempre a invitarnos a seguirle, con tal de que
renunciemos a nuestro orgullo y autosuficiencia. Él no se escandaliza de
nuestras debilidades. Sabe de qué tierra estamos hechos. Lo que no soporta es
que nos creamos puros y no nos abramos a su misericordia.
El mismo que dijo que
los publicanos y las prostitutas precederían a los fariseos en el reino de los cielos, es el
que hoy nos invita a ser fieles sin mirar por encima del hombro a quienes nos
parece que no lo son, a ser misericordiosos sin dejar de buscar siempre la
santidad, a no dar por buena cualquier actitud sin erigirnos en jueces, a
buscar lo esencial de la vida sin menospreciar los pequeños detalles. En una sociedad
tan plural como la nuestra, no es fácil ser discípulo de Jesús y, al mismo tiempo,
respetar otras formas de entender la vida. Es difícil, pero no imposible cuando
nos dejamos guiar por el mismo Espíritu Santo que suscita dones diversos, pero
siempre al servicio del único cuerpo de Cristo. Necesitamos menos inquisidores
y más hombres y mujeres de comunión.
Me gustó mucho el artículo. Una tendencia más moderna del católico es el de derecha y de izquierda , los puros y los liberales .... Si que hay mucho que aprender de Jesús ! Cómo dices tú buscar la comunión no es fácil, más si se tiene la tendencia a ponernos en el lugar de un juez y no de un hermano. Saludos Gonzalo desde Perú .
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